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Notas sobre la protesta

femicidio
Tiempo de lectura: 5 min.

Una mirada por el mundo podría dar la impresión de que las razones para discutir con la realidad no son muy distintas a las de nuestras costumbres históricas. Las guerras eternas si cambian lo hacen en su salvajismo o el nivel de indiferencia que les tenemos, ninguna lucha por derechos o mejores condiciones en cualquier sector es un asunto resuelto; el medio ambiente se suma a preocupaciones apremiantes de ingreso más reciente, etcétera.

Para alguien con urgencia de mayores eficacias y, creo, una mala perspectiva del tiempo, será factible suponer que se ha ido acabando la capacidad de incidencia en la vida política de la protesta en sus distintas formas: de la expresión callejera y masiva a los desplegados, las cartas, las exaltaciones por medios digitales, los activismos profesionalizados a través de organizaciones o, incluso, los editoriales y las tangentes de la opinión pública.

Desde Tel Aviv, con sus 200 mil personas el tercer fin de semana de agosto, exigiendo una ruta distinta a la emprendida por el gobierno de Netanyahu en Gaza, a las recurrentes manifestaciones en Buenos Aires contra las políticas de Milei o las protestas masivas en Los Ángeles y otras ciudades de Estados Unidos en respuesta a la xenofobia y desprecio institucionalizado de la lógica antiinmigrante y “anti todo lo distinto” de Donald Trump, el mapa del descontento en el que vivimos se siente cada vez más lleno. Y sin suficiente cuidado, da la impresión de que se está quedando sin voz.

Me resisto a caer en ese juicio, aunque es cierto que ninguna protesta en los últimos años ha servido para quitar del poder a las tres grandes dictaduras latinoamericanas –Cuba, Venezuela y Nicaragua–, por ceñirse a un solo continente. Tampoco las marchas en Israel y alrededor del planeta han detenido los delirios en Gaza, que son varios y tienen todas las maneras de la brutalidad. Mucho menos, los rechazos en México alcanzaron para modificar la serie de reformas que contradicen cualquier principio democrático y plural. Y ni un solo activismo ha servido para terminar de contener los daños ambientales al planeta o para hacer prevalecer con solidez los acuerdos que un día consideramos universales alrededor de los derechos, la libertad o la dignidad. Por otro lado, sus logros tampoco pueden regatearse. A estas alturas, solo un idiota considerará adecuado seguir contaminando el aire que respiramos y eso es conquista de las muchas reacciones ante lo nocivo, por poner un ejemplo, evidentemente no impermeable a la necedad.

Algo sucedió en las últimas décadas respecto a la protesta y su relación con la vida pública, para que ese inventario de manifestaciones sociales pueda percibirse ineficaz para transformar realidades.

Lo primero debería ser aceptar que ninguna de las expresiones del descontento tiene que implicar un cambio por sí misma. No por ello dejan de ser relevantes e imprescindibles, siempre y cuando se tenga en mente entender la vida pública bajo códigos democráticos. La protesta es indisociable de la vida democrática. El principal valor de su existencia y posibilidad se encuentra ahí. En principio, no necesita de más, pero el tiempo ha logrado hacer funcionar algunas trampas, muchas de ellas autoinflingidas a esta condición.

La utilidad de la política es modificar la realidad. ¿Si la protesta no logra este objetivo, está fallando y deja de servir? No necesariamente.

Cualquier movimiento social y expresión de descontento necesita algunos elementos fundamentales para sobrevivir y tener un mínimo de éxito. Si la dimensión importa, no es una condición de inicio. Sí lo es, en cambio, un planteamiento con salida política para no quedarse en el enojo, así sea extenso. Cualquier protesta con aspiración de serlo realmente, debe tener lógica política. ¿Las actuales suman individuos? ¿Son únicamente autorreferenciales? ¿Entienden el entorno político sobre el que pueden tener incidencia?

Sin capacidad de adherir a quien sea susceptible a cambiar de punto de vista, aparece lo refractario y el fracaso. ¿Hay interés y esfuerzos en los movimientos sociales contemporáneos para conseguir un cambio de perspectiva en el que piensa distinto? ¿Todavía es posible que alguien modifique sus convencimientos previos o ya nos situamos en fundamentalismos recíprocos a todo aspecto social?

Para una generación de Occidente –en especial Estados Unidos, aunque cuenta con numerosos espejos–, el movimiento Occupy Wall Street fue un ejemplo de lo efímero que prescindió de cada uno de los elementos anteriores. No tenía una meta definida ni una estrategia política. Terminó como un alivio psicológico que, en lo catártico, o no sobrepasó lo testimonial o alimentó la apatía a la acción política más allá de la indignación. Sin entendimiento de las consecuencias políticas, sus remanentes han fomentado ejercicios apolíticos. En Medio Oriente, las Primaveras Árabes de hace década y media tuvieron objetivos claros, pero carecieron de métodos y lectura política de sus propios escenarios.

Ambos casos equilibraron el descontento con la carencia de análisis. Ninguna virtud ahí. Fueron la apuesta por la inmediatez que hoy se lee en activismos digitales, que frecuentemente cumplen con todos los negativos de la protesta y rara vez conquistan sus positivos. Alivios sicológicos contentos con ser ruido en la renuncia a cambiar provechosamente lo modificable. ¿Cuántas de estas manifestaciones están dirigidas a alguien que no coincide con sus emisores, sin importar su afinidad? De ahí, un cambio cultural que apostó por la eficacia y contiene virajes a lo autoritario.

La complejidad de todo espacio político se suscribe a lo multifactorial. Muchos de los activismos tienden a ser unifactoriales, sin intención de vincular instrumentos políticos y sus consecuencias a sus objetivos naturales. ¿Qué tan dispuestos están a actuar bajo las limitaciones de su realidad inmediata? ¿Qué tanta conformidad hay en solo levantar la voz? ¿Hasta dónde alcanza la labor testimonial? Aunque esto es imprescindible, histórica y éticamente, no es equivalente a la acción política.

Las últimas elecciones en Venezuela claramente no sacaron del poder a Maduro, pero con todo y las inmensas fallas en la oposición y sus posteriores errores de lectura crearon un entorno hacia el futuro. La oposición participó bajo las reglas de la dictadura. En ocasiones, hay utilidades que no se encuentran en lo inmediato.

Desde hace casi dos años, las protestas alrededor de Gaza han aumentado y con suficiente sustento. También, han caído en expresiones del terror. Sigo pensando que su impacto habría sido mayor y más inteligente si se hubiesen ido suscribiendo a sus pares dentro de Israel que siguen pidiendo el fin de la guerra, y no alejándose de ellas por mera filiación identitaria. Para esto todavía hay espacio.

Cuando los temas son demasiado grandes o de apariencia poco tangible para una mayoría, como cuando los derechos civiles fueron para muchos una abstracción, se pide un cambio cultural. Ese cambio se da a través del tiempo, con la construcción de contextos que eventualmente permitirán a las sociedades preguntarse si el camino que tomaron no podía ser distinto. Esta aparente ingenuidad no es tal, es rechazo a algo peor: la apatía de quienes no han encontrado suficientes enojos para protestar.

Gaza, Ucrania, Sudán, Nicaragua, Cuba, Venezuela, los derechos de las mujeres, feminicidios, desaparecidos, violencia, inseguridad, falta de agua, de tránsito conforman el catálogo de nuestra inhabitabilidad. 

20 agosto 2025

https://letraslibres.com/politica/soto-antaki-notas-sobre-la-protesta/