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La radicalización del mundo

cambio climático
Tiempo de lectura: 5 min.

Como cualquier otro que ha dedicado parte de su vida a Medio Oriente y sus tangentes, los radicalismos y sus peores expresiones me han sido habituales. En general, en el mundo no somos nuevos hacia estos asuntos. Gobiernos, grupos o entidades no estatales inflaman sus discursos, luego sus acciones. Se construyen para sí mismos algo parecido a una utopía, por definición excluyente, y actúan seguros de la obligación de defenderla. Lo hacen, en el mejor de los casos, con simples expresiones hacia su enemigo hasta que, eventualmente, algunos individuos o grupos de individuos apuestan por sus manifestaciones violentas, de la agresión directa a pequeña escala hasta el terrorismo.

En 2001 vi una parte de esa lógica, si se quiere llamar más inofensiva, aunque igualmente detestable, al impactar el primer avión contra las Torres Gemelas en Nueva York. Recuerdo comentarios a los que no supe responder cuando detecté regocijo en quienes festejaron con ligereza, sin saber aún el desenlace, que Estados Unidos fuese atacado de semejante manera. Supongo que cierto aprendizaje quedó para los siguientes años y una dosis de pudor contuvo posturas equivalentes con el 13M español de 2004, el 7/7 londinense de 2005 o en la década siguiente con la serie de atentados de Daesh en Europa.

Alrededor de esos años, muy poco tiempo después de que la guerra en Siria y el desastre de la guerra en Irak salieron de Medio Oriente, la agresión a comunidades árabes y musulmanes creció. La antinmigración se estableció con más fuerza que antes como parte del discurso político y promesa electoral. Donald Trump entró a la conversación política estadounidense en los términos que conocemos y el Reino Unido fue avanzando hacia su salida de la Unión Europea. En Hungría, Viktor Orbán, el precursor de los populismos modernos, se convirtió en primer ministro y desde entonces hemos visto surgir equivalencias en todo el planeta.

El 7 de octubre de 2023, varios afirmamos que el ataque de Hamás iba a cambiar la realidad de Medio Oriente. Debo insistir en que nunca imaginamos de qué manera, ni que ese cambio podría extenderse fuera de la región. Como ocurrió en 2001, no faltaron voces negando la criminalidad y el horror provocado por la organización terrorista, justificándolo y en ocasiones festejándolo. A la fecha, sabiendo los saldos de la operación israelí sobre Gaza o su expansión de operaciones en Cisjordania, muchos siguen negando o justificando la barbarie del gobierno de Netanyahu, aplaudiendo y alentando las posturas de sus ministros.

Una realidad paralela y entrecruzada con los eventos exhibe el punto de ruptura donde nuestras sociedades se permiten expresar, sin vergüenza alguna, las peores características latentes a su interior.

Hemos sido testigos de las lógicas de la radicalización en sus actores más visibles. Le entregamos menos atención a los individuos que conforme se van sumando, forman, incluso sin darse cuenta, sectores sociales que legitiman y hacen perdurar las manifestaciones extremas de grupos, políticos y organizaciones.

En las ventanas discursivas de nuestra época, alguien, quien sea, propone que se destruya la mezquita de al-Aqsa en Jerusalén, para construir ahí un templo judío. Ilustra su mensaje con una explosión. Uno más coincide con otra posición de la misma persona alrededor los palestinos, tildados de terroristas por su origen —casi todos los que tenemos origen árabe hemos pasado en algún punto por esa calificación sin originalidad—, la apoya públicamente. ¿Apoya también la idea anterior? Al colocarse en ese rango retórico no son disociables. Unos más marchan en distintas ciudades exigiendo la desaparición del Estado de Israel. Para ellos, las acciones de este legitiman la voluntad compartida en los polos más criminales a ambos lados de un delirio. ¿Sabemos cómo se les llama a quienes piensan así?

Parto de Palestina e Israel por congruencia conmigo mismo, cuando escribí hace más de 21 meses que estos territorios tienden a sacar los peor de las personas. Sobre todo, en quienes se encuentran fuera de ellos. Han escrito tantos en este tiempo que la Nakba es un mito. Otros minimizan el Holocausto o niegan la existencia de la identidad palestina mientras unos más se lanzan contra la judía. Dejemos la frase simplona de que los opuestos se parecen. La radicalización masificada es un fenómeno que merece angustias más profundas.

Las sociedades no son un abstracto y fracasamos en la capacidad de contener y rechazar las expresiones autodestructivas en ellas.

Los brazos del extremismo son largos, demasiado. El asalto al Capitolio de Estados Unidos en 2020 no ocurrió hace tanto. Sus defensas han alcanzado mayor relevancia y riesgos que los imaginados. “Enciérrenlos en jaulas”, “Ésta no es su tierra”, “Fuera, no los queremos”. “Aquí se habla inglés”, gritaron en Texas. “Aquí se habla español”, se leyó recientemente en una pancarta en la Ciudad de México.

En México, en periódicos nacionales, hicimos costumbre la publicación de editoriales destinados a insultar y menospreciar a quienes se consideren enemigos. Sobre todo, del gobierno federal. En espacios menos formales abundan sus espejos, convencidos de la imposibilidad de coexistencia con el conjunto de quienes llevan dos elecciones votando por una continuidad política, mientras las afinidades al poder de Palacio Nacional espetan sus antidemocráticas aseveraciones: “no volverán”.

Toda radicalización es un proceso político que renuncia de la política. No hay conciencia de las palabras o los hechos, porque la radicalización encuentra en sus propias cámaras de eco la justificación a sus actos. A veces, la cámara de eco no pide más que a un sujeto reafirmándose consigo mismo.

Se instala la idea de que un entendido de triunfo o subsistencia solo es posible con el daño a otro grupo o su anulación.

Los conflictos de todo tipo se convierten en disputas de identidad. Entonces, el ataque y la defensa no solo son personales sino toman las formas y arranques de la supervivencia.

Un punto de partida es necesario para toda discusión sobre nuestro mundo. No existen los radicalismos democráticos ni los ejercicios políticos atados a posturas radicales. No hay, tampoco, política entre idénticos ni democracia de una sola visión. Ambas se hacen entre diferentes dispuestos por la necesidad –no es necesaria otra razón– de habitar un mismo espacio bajo márgenes mínimos que asumen la coexistencia. Fuera de ellos, se encuentra el radicalismo.

Como lo hacen gobiernos del corte de Trump, el mexicano, el argentino, el indio, el de Netanyahu, etcétera, al romper con los valores democráticos útiles en toda situación, sin excepciones, surge la radicalización mutua. Se masifica la necesidad de anulación entre grupos en un proceso que busca la permanencia. Los dos espectros seguirán existiendo y lo harán cada vez con más fuerza, porque las sociedades radicalizadas tardan en desvanecerse. Sus individuos, en muchas ocasiones, ni siquiera se asumen dentro del pensamiento de extremos.

Mientras no se rompa ese proceso en el que sociedades se radicalizan eternamente, ¿por qué los gobiernos dejaran de alentarlo? No son tiempos de mero populismo, son tiempos de antropofagia. O de retroceder y dar un paso atrás en la locura que estamos construyendo. ~

9 de julio 2025

https://letraslibres.com/politica/soto-antaki-la-radicalizacion-del-mundo/