
Continúo las crónicas sobre mi inmigración temprana, con algunos hechos que me impresionaron de Caracas durante los tres primeros años de vida en esta ciudad, recordando siempre que hablo de la Caracas de mediados de 1956 hasta finales de 1958, y que me quiero mantener fiel a los recuerdos de un niño entre cinco y ocho años.
Edificios de la Avenida Miguel Ángel
No puedo dejar de mencionar el particular paisaje urbano que conocí y que, asombrosamente, se mantiene hoy casi tal cual era hace 69 años. Como ya dije, vivíamos en la Avenida Miguel Ángel (AMG), en Colinas de Bello Monte, y prácticamente a eso, se reducía mi mundo, con efímeras salidas a partes cercanas de la ciudad, lo más lejos, al Zoológico de El Pinar. A veces caminaba con mi mamá o mi tía hasta el comienzo de la avenida para comprar pan en la Panadería La Espiga, que aún existe y que en esa época pertenecía a la familia Rossetti −uno de cuyos hijos, Paolo, cursó conmigo primer grado−. Después, la moda fueron las arepas, pues cerca de la casa abrieron una arepera, no como las de hoy, ya que allí solo vendían arepas sin rellenar. Pero este es un recuerdo que posiblemente se remonta a la década de los años sesenta del pasado siglo.
En esos paseos por la Avenida Miguel Ángel no me cansaba de admirar los edificios que había y que aún perduran, más o menos mantenidos. Allí destacaban −y destacan hoy− el Ereaga y el Mendi-Eder, construidos por Félix Losada en 1955; el Literio, del que no sé quién fue el constructor, con unos balcones grandes, sobresalientes en ángulo, en esquina, construido en 1950; el Oberón, de finales de los años 40, que hace esquina con la calle Cervantes, cuyos balcones redondeados dan a las dos calles, donde siempre estuvo y está una farmacia en la planta baja. En frente hay una pequeña plaza que algunos llaman la “Plaza de los Chorritos”, por unos chorritos de agua que salen del suelo y que instaló allí, hace pocos años, la Alcaldía de Baruta, y que casi nunca tuvieron agua −hoy están allí, en un banco, las figuras de Mafalda, Manolito y Susanita, donadas por la Embajada de Argentina−. Otro edificio es el Bucare, enorme, en la plaza donde vivimos, que lleva su nombre, de proyectista desconocido; y el más notable de todos, el Edificio La Paz −que algunos atribuyen a Alberto Parra Kadpa y otros a Alejandro Pietri−, con una fachada extrañísima, de planos en ángulo, y que algunos, alegóricamente, llaman “The Bikini Building”, supongo que por esos peculiares planos en ángulo que forman su fachada.
El CADA de Las Mercedes
Otra caminata que recuerdo, en dirección contraria, era hacia el llamado Centro Comercial Las Mercedes, recién inaugurado en 1955, que no tiene nada que ver con los centros comerciales de hoy en día, y a donde íbamos al antiguo supermercado CADA a comprar todo tipo de cosas; entre ellas, cajas de cereales de Kellogg’s que traían juguetes adentro −eso de las cajas con cosas adentro fue otra novedad para quienes proveníamos de la escasez y miseria de la posguerra en la España franquista; en las de detergentes de ACE y FAB venían vajillas completas, que mi mamá y mi tía coleccionaron−. Camino al CADA estaba una Crema Paraíso, hoy en remodelación, con sus extraordinarios helados de crema −de mantecado, chocolate o fresa− que servían en barquilla, y vendían también perros calientes de salchicha más grande que la de los “perrocalenteros” de la calle, y con salsa alemana, que yo siempre pensé que era exclusiva de ellos.
Sears, Maxys y Ciudad Banesco
Otro paseo inolvidable fue el día que fuimos a conocer Sears, la primera tienda por departamentos que vi en mi vida, enorme, y que ocupaba un inmenso edificio donde después estuvo Maxys y ahora, modernizado y remodelado, está Ciudad Banesco. Allí fui por primera vez en la Navidad de 1956 a conocer a ese tal San Nicolás, uno de los responsables de traer los juguetes en Navidad (A mí nunca me engañaron; ese señor, gordo, vestido tan estrafalariamente y con una barba evidentemente falsa, era imposible que tuviera la capacidad de recorrer el mundo repartiendo juguetes en la Nochebuena; para mi estaba claro que ese era solo un ayudante −como ahora entendía que eran los Reyes Magos−, todos ayudantes del Niño Jesús, que como Niño Dios, si podía repartir juguetes por todo el mundo; ¡Siempre tuve eso clarísimo!) Pero lo que en realidad nos impactó aquella primera vez −aparte de la gigantesca tienda en sí− y que nunca olvidé, fueron: ¡las escaleras mecánicas! Eso si fue todo un acontecimiento, incluso recuerdo a mi papá y a mi tío en la casa, la noche anterior, explicándonos cómo era “eso” que íbamos a ver al día siguiente: ¡unas escaleras que subían y bajaban solas, en las que no hacía falta caminar! Mi abuela nunca se pudo montar en ellas, ni en ninguna otra, siempre les tuvo terror.
Los Carnavales
Otro de los primeros recuerdos imborrables de mi primera infancia caraqueña fueron los carnavales, en sus dos importantes “modalidades”. Una, la de los disfraces, las carrozas y los caramelos. Nos disfrazaban de la manera más simple y económica, y nos íbamos a Sabana Grande, donde había cientos de disfraces, niños y algunos adultos, y desfiles de carrozas, con papelillos, serpentinas y caramelos. O simplemente, nos asomábamos −sin disfraz− a la esquina de la AMG a ver pasar los carros que la gente adornaba o las carrozas que se dirigían o regresaban de sus recorridos, y al grito de “¡Aquí es, aquí es!”, nos lanzaban caramelos.
La otra faceta del carnaval caraqueño que me impactó por muchos años era menos anodina, más agresiva, pero para nosotros tan divertida o más que la primera: ¡jugar carnaval con agua! Mojarnos entre nosotros con latas o tobos, en algunos casos bombitas llenas de agua −que en aquella época aún no estaban tan generalizadas− y lo mejor de todo: ¡con pistolas de agua! Pistolas plásticas, transparentes o de colores vivos, con las que hacíamos verdaderas batallas hasta quedar empapados. Entre viernes de la semana anterior y lunes de carnaval, el juego era entre nosotros, porque el martes de carnaval era una batalla más generalizada, en la que incluso participaban los adultos y nadie estaba exento de salir mojado. Recuerdo a la gente en las azoteas de los edificios o desde sus balcones lanzando agua a todo el que pasaba o llegaba, y en la medida que se acercaba la noche se pasaba del agua a otras sustancias: huevos, harina, pintura, etc. Para los adultos había otra diversión: las fiestas en clubes y hoteles, con presencia de las famosas “negritas”; hasta había un hotel cuyo lema era: “¡Negritas entran gratis!” Pero eso era algo que nosotros, a nuestra edad, solo conocimos de referencia.
La caída de Pérez Jiménez
Desde luego que me tenía que referir al tema político, del cual en verdad tengo pocos recuerdos en esos dos primeros años, y no quiero mezclar los recuerdos de esa época con mis conocimientos posteriores. Dado el origen republicano de mi familia −incluso, mi padre y mi tío estuvieron en la cárcel después de la guerra civil por actividades políticas− y aunque en Venezuela nunca se involucraron en política, excepto que votaban por Acción Democrática (AD) y mi papá era gran admirador de Rómulo Betancourt, obviamente vivimos intensamente los sucesos de la caída de la dictadura en enero de 1958. Yo recuerdo tres episodios de una manera muy viva.
El primero, la noche que huyó Pérez Jiménez; cuando ya se rumoraba que escaparía en un avión, todos subimos a la azotea del edificio con la expectativa de ver o escuchar el fulano avión. Por supuesto que ni vimos ni escuchamos nada, pero para mí, todo aquel sigilo fue una gran aventura. Pero el segundo episodio que recuerdo fue para mí la verdadera aventura: el 24 o 25 de enero fui con mi papá, mi tío Luis y algunos vecinos a ver cómo “caía” la tenebrosa Seguridad Nacional, que quedaba en la Av. México, donde estaba el Hotel Hilton, hoy Alba Caracas. No sé bien cómo a mi papá se le ocurrió llevarme, seguramente por no mantenerme al margen de la política, que a él le había costado años de cárcel. Por supuesto, no nos acercamos mucho, y desde un puente −seguro− vimos a lo lejos cómo salía humo del edificio y cómo lanzaban algunos muebles por las ventanas. El tercer episodio que recuerdo fue algo más festivo. Lo viví los días siguientes: la celebración popular en las calles por la caída de la dictadura. Nos acercábamos a la AMG a ver los desfiles de todo tipo de vehículos: carros nuevos o destartalados, autobuses y camiones llenos de gente, con banderas, pancartas y toscos carteles, gritando y celebrando la caída de Pérez Jiménez. Ese recuerdo lo tengo vivo y pasa constantemente por mi mente.
Después de eso, no recuerdo nada más significativo, excepto ver por la televisión y en los noticieros, al presidente de la Junta de Gobierno, Wolfgang Larrazábal; la llegada de los exiliados, especialmente la de Rómulo Gallegos y, sobre todo, la de Rómulo Betancourt −el 9 de febrero de 1958−, que pronunció por esos días un discurso en una concentración en El Silencio, a la que mi papá asistió. Pero no viví el proceso político y electoral de ese año, pues a finales de julio o principios de agosto regresé, temporalmente, a España con mi mamá.
Conclusión
De esos primeros años novedosos y enteramente felices de mi infancia en Caracas, desde febrero de 1956, solo un punto negro se asomó en ese tiempo en mi vida, y fue el que nos hizo regresar a España a mi mamá y a mí en julio de 1958, por escasos ocho meses. Episodio que narraré en la próxima entrega.
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