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El regreso, la otra Inmigración. (2) - Crónicas de los recuerdos…

Opinión
Tiempo de lectura: 13 min.

Al regresar a España, en 1958, mi mamá y yo llegamos a la casa de mis abuelos paternos. Allí pasé ocho felices meses, que aún recuerdo con emoción y nostalgia. El paisaje “humano” y físico de la aldea asturiana donde vivían mis abuelos, tíos y primos −del cual casi no tenía recuerdos de mi estadía anterior en España− se me grabó muy profundamente en esta ocasión y merece la pena recordarlo y contarlo, sobre todo porque era muy distinto a la Caracas donde yo vivía y comenzaba a crecer.

 Los abuelos paternos

Mi abuelo tenía más de setenta años, aunque nunca supe su edad exacta. Era alto y delgado; había sido capataz de carreteras. Mi mamá contaba que mi abuela lo acompañó por toda Asturias en esa época y por eso sus hijos habían nacido en diferentes aldeas y pueblos. No tuve mucha relación con mi abuelo, no se nos acercaba; según mi mamá, por temor a contagiarnos la tuberculosis de la que era portador sin padecerla y que había contagiado a algunos de sus hijos, con consecuencias fatales. Mi mamá sí hablaba mucho con él. Sin embargo, gracias a él no usé los aparatos ortopédicos mientras estuve en su casa, pues decía que para qué, si de todas formas me tenían que operar: “…mientras tanto, déjenlo correr por ahí”. Y vaya que le hice caso.

Mi abuela tenía setenta y cuatro años, era bajita y siempre sonreía, pero esa sonrisa engañaba, ya que tenía un temperamento muy fuerte y duro. Si no, que lo diga mi tío Carlos, para quien mi abuela fue una verdadera “suegra”.

 La familia de Logrezana

Mis abuelos vivían con una de sus hijas, Alfonsa, su esposo Carlos, mis dos primas y mi primo. Mi tía era de piel muy blanca, más bien rosada, callada, y era una trabajadora incansable, día y noche, sin quejarse por nada. Llevaba adelante todas las tareas de la casa, ayudada por sus hijas, pues mi abuela, que yo recuerde, solo cocinaba ocasionalmente. Mi tía y mi mamá se llevaban muy bien.

 Muy cerca de allí, vivía otra hermana de mi padre, Patrocinio, y su esposo Benjamín, quienes no tuvieron hijos. Mi padre tuvo seis hermanos que sobrevivieron y murieron ya de mayores, pues dos o tres habían fallecido siendo bebés. Yo solo pude conocer a las dos que mencioné, Alfonsa y Patro; todos los demás habían muerto muchos años atrás. Mi padre era el más pequeño de los hermanos que sobrevivieron.

 La casa de los abuelos

Mis abuelos vivían en Logrezana, que es una parroquia del concejo de Carreño, en Asturias. Quienes veníamos de la ciudad −Gijón− la llamábamos la “aldea”, una probable reminiscencia de los antepasados celtas. La de mis abuelos era una vieja casa, no muy grande, alquilada desde hacía muchos años y seguramente por una cantidad muy modesta, dado su estado y el hecho de estar a solo tres o cuatro metros del borde de la carretera general (AS-19), que va desde Gijón −puerto principal y segunda ciudad de Asturias− a Avilés, donde está la gran siderúrgica de Ensidesa.

 La casa estaba pareada con otra, donde vivían unos familiares de mi abuela −a quienes conocí, pero de quienes nunca más supe−; tenía −o tiene, pues aún existe− dos plantas, con paredes o muros externos construidos −creo− con una especie de bahareque de tierra oscura, y encalada por fuera. En la parte de abajo de la casa había una especie de “salón” grande que servía de depósito de instrumentos de labranza y almacén de granos, papas, maíz y otros. Al pie de la escalera que subía a la segunda planta, había una especie de cajón de madera, acolchado, donde −en su aislamiento− se sentaba mi abuelo, y solo él. (Mi primo, José Carlos, de tres años y muy travieso, esperaba que el abuelo se levantara para sentarse, gritar y palmotear). Allí pasaba mi abuelo horas, en silencio, con la mirada alejada hacia la puerta; allí incluso comía, pero solía salir mucho a caminar.

En la parte de arriba, muy iluminada por dos puertas-ventanas, que daban a un corredor a todo lo largo de la casa, estaban las habitaciones, todas pequeñas, donde nos acomodábamos todos para dormir. Mi abuelo, siempre aislado, dormía en una pequeña habitación, arriba de la cocina, donde terminaba la escalera. Había en esa parte de arriba un gran armario o vitrina, donde estaban guardados los dibujos que mi tío Egetino había hecho de niño en la escuela. Él fue muy buen estudiante, dibujaba muy bien y a mí me encantaba ver sus dibujos y trataba de copiarlos. Algunos los conservo. Yo no había conocido nada de ese tío antes de ese viaje y me impactó mucho lo que fui sabiendo de él. En ese armario también escondían los juguetes de “reyes”; yo ya conocía toda la “historia” y sabía que los juguetes estaban allí, pero me hacía el desentendido para guardar el “secreto” y la ilusión de mi primo José Carlos.

 Cocina y “baño”

En la parte de abajo de la casa también estaba la cocina, que era el verdadero centro de actividad del hogar. Cuando oscurecía, allí nos reuníamos todos y allí transcurría la vida, alrededor de una mesa grande de pino claro, donde cenábamos y después cada quien se dedicaba a lo suyo: unos a leer, o a bordar o coser y todos a escuchar la radio, al calor de la cocina, que era de carbón. No había ninguna otra calefacción o calentador en la casa.

No describí el baño, deliberadamente. No lo había. Nos bañábamos por turnos, cuando correspondía, en la cocina, en una tina grande que llenaban de agua caliente. Para hacer otras “necesidades”, había que salir de la casa, cruzar la carretera general −la que va de Gijón a Avilés− e ir al gallinero. No había agua corriente en la casa de mis abuelos en 1958. No sé si en las demás casas era así, pero a juzgar por la gente que iba a la fuente a buscar agua y lavar ropa, tampoco debían tener agua corriente. El agua había que ir a buscarla a esa fuente, a unos dos o tres kilómetros, al pie de uno de los montes. Allí había una fuente en la que además se lavaba la ropa y abrevaba el ganado. El agua se acarreaba en unos cubos −que allí llamaban calderos−; los de color gris eran para uso general y otro de color blanco, en el que se recogía agua que venía de un manantial por un par de grifos o chorros, era para beber y cocinar. Con el agua del caldero blanco se llenaba un botijo de barro para que se mantuviera fresca y fría, y de allí se bebía, procurando no hacerlo directamente del caldero, lo que además se evitaba con una “garcilla” o cucharón que tenía borde de picos afilados. Mi tía Alfonsa traía el agua, hasta la casa, equilibrando un caldero en la cabeza, mientras cargaba otro en la mano, y mis primas la ayudaban en esa tarea. La ropa también se lavaba en la fuente, que tenía un espacio especialmente para eso. No sé cuándo se instaló el agua corriente, pero cuando volví en 1978, ya tenían agua en la casa y habían añadido un baño y un lavadero en la parte de abajo, lo que supongo debió ser un gran alivio para mis tíos y primos.

No volví a entrar en esa casa después de 1978, apenas la vi por fuera en 1992 y las otras veces que regresé a Asturias. Hoy solo vive allí mi primo José Carlos, que no tiene familia.

 El “prado”

Frente a la casa, cruzando la carretera, había un terreno con una pendiente suave que formaba parte de los bienes de la casa. Lo llamábamos el “prado” y limitaba al fondo con una especie de riachuelo, el arroyo Reconco, que ocasionalmente proveía de algo de agua a la casa sin tener que ir hasta la fuente.

Al comienzo del “prado”, del lado izquierdo, en 1958, había una higuera grande, en la que yo trepaba a buscar higos; y a sus pies, un espacio en donde sembraban flores. Esas flores se llevaban al cementerio el Día de los Difuntos para adornar las tumbas de los familiares fallecidos. Como nuestra cosecha era muy pequeña, mi prima Vidaflor se las ingeniaba para hacer cruces con sus pétalos en cada tumba.

Del otro lado, en la cabecera del “prado”, estaba el gallinero, que delimitaba hacia la parte alta con una caseta donde se engordaba un cerdo −que en Asturias le dicen “gochu” o “gocho”− al que se alimentaba todo el año con las sobras de la comida, algunas lechugas y maíz, y se beneficiaba en octubre o noviembre. (Contaré más adelante sobre esta... matanza, ceremonia o festejo). Al fondo del gallinero, por su parte derecha, hasta el arroyo, había un “bardial” o matorral alto que servía de lindero al “prado” con el de los vecinos. El “bardial” tenía varios árboles, no muy altos, que daban una especie de ciruela pequeña, de color violeta o índigo muy oscuro, que llamábamos “nisos” y que eran una verdadera delicia.

 Los terrenos de labranza

Del mismo lado de la casa, caminando por la carretera en dirección a Avilés, estaba un terreno, que llamábamos el “llosico” −diminutivo asturiano de “llosa”− y que era el huerto familiar, de tierra muy oscura y fértil. Allí mis tíos y mi abuelo sembraban algunos granos, “fabes” o alubias blancas y “pintas” − que eran de color rojizo, con algunas pintas blancas, de allí el nombre−, lechugas, “berzas” −una especie de col verde muy parecida a la acelga− y otros vegetales que se llevaban a la mesa para ayudar a la economía familiar. Por cierto, escarbo en mis recuerdos y no consigo acordarme de nada como un abasto o tienda −supermercado, ni pensarlo− en donde se comprara la comida y demás cosas para el hogar, pero obviamente se compraban en alguna parte.

 Las propiedades de la familia de mi abuelo estaban constituidas por el ya mencionado “llosico”, un terreno de labranza o “llosa” más grande, que quedaba a más o menos un kilómetro de la casa, del otro lado de la carretera, donde se cosechaban, fundamentalmente, papas, pasto o maíz −al menos eso es lo que yo recuerdo− y un terreno que llamábamos “el monte”, que quedaba en las colinas o montes de enfrente de la casa, que fui a conocer alguna vez. Allí había unos pocos pinos y en el suelo crecía una variedad de helecho grande que mi tío Carlos cortaba de vez en cuando o vendía en el propio terreno para que quien lo compraba, lo cortara para alimentar el ganado.

 

Bicicleta y labranza

A mi tío Carlos, el esposo de Alfonsa, lo recuerdo muy afectuosamente por su carácter afable y su gran sentido del humor y paciencia. Él fue quien me “terminó” de enseñar a montar bicicleta. Yo había aprendido solo, lanzándome por el prado frente a la casa, equilibrado sobre el pedal izquierdo. Cuando ya tenía impulso y llegaba a la parte más plana, me terminaba de “arrebalgar” (montar) sobre la bicicleta hasta llegar al arroyo. Solo un par de veces tuve un “accidente” por no frenar a tiempo y terminé metido en el arroyo con todo y bicicleta; afortunadamente era solo un arroyo.

 Al final de la tarde, yo esperaba que mi tío Carlos regresara de su trabajo, cerca de Avilés, creo, y él me ayudaba a montar. Aprendí muy rápido (¡quién no a los ocho años!) y cuando lo logré, lo acompañaba detrás de su bicicleta por los alrededores. Cuando consideró que estaba preparado, nos fuimos juntos a Solís −donde vivía su hermana− que distaba unos diez kilómetros de Logrezana, los dos en bicicleta, pedaleando y por momentos caminando.

 A mi tío lo recuerdo en particular por la siembra de papas de ese año. Él consiguió prestados o alquilados a algún vecino un par de bueyes −o de vacas, no recuerdo bien−, con los que pasaba el arado para mover la tierra y quitar los restos o rastrojos de la cosecha anterior. Después de eso, el terreno quedaba con unos terrones grandes a los que les pasaba una “rastra”. La “rastra” que tenía era casi toda de madera, rectangular, con travesaños a lo largo, cruzados por otros para darle solidez, con unas púas por debajo que eran las que rompían los terrones al arrastrarla por el terreno. Para que “funcionara”, tenían que tener peso encima, y para eso se ponían unas piedras grandes. Se montaba él y −¡aquí llegaba la diversión!− me dejaba que yo también me montara en las partes más planas y menos peligrosas del terreno. Una vez arreglado el terreno de esta manera, se abrían los surcos con un arado o con una azadilla y luego se sembraban; ese año, fueron papas. ¡Jamás me imaginé que la semilla de la papa era la papa misma!, esas raicillas que le brotaban y que uno se las quita antes de cocinarlas o freírlas.

Mis primas

Con mis primas, por supuesto, era con quienes pasaba más tiempo. Acompañaba a la mayor, Clarisa, cuando hacía las camas y limpiaba los cuartos, y le iba contando cosas de Venezuela y sobre todo las películas que había visto en la televisión. Ella se reía −casi siempre estaba sonriendo− y me dejaba hablar, hasta que un día me dijo que “…todo eso son cuentos tuyos, que tú inventas…”. Yo le juraba que no, que de verdad había televisión en Venezuela y que yo veía allí esas películas. No me creyó nunca.

 La otra prima, Vidaflor, era más callada, apretaba la boca y miraba pícaramente. Era mi compañera en el camino a la escuela, pues la mayor ya no iba, había terminado. (En esa época −no sé cómo será ahora en el campo− se iba a la escuela solo mientras se terminaba lo equivalente a nuestra “primaria”; pero sobre la escuela como tal comentaré más adelante). La escuela, que es el mismo edificio de hoy en día, queda en el sector que llaman El Monte, a unos dos kilómetros de la casa, y nos íbamos caminando por las resbaladizas y empedradas “caleyas”, que cuando llovía se ponía complicado el trayecto. ¡Pero para eso teníamos nuestras botas de hule o caucho! Esa prima era de armas tomar y todos los muchachos le tenían un respeto absoluto. Con mi primo también jugaba algo, pero la diferencia de edad era mucha −cinco años− y no lo dejaban salir conmigo a correr por prados y montes.

 La “gaita”

Con mi otra tía, Patro, y su esposo, dado que vivían en otra parte, aunque no muy lejos, y no tenían niños, tuve menos relación. Pero recuerdo una vez que fuimos mi mamá, ella y yo a buscar a un señor para que me enseñara a tocar la gaita, que es el instrumento musical de origen celta, clásico de Asturias, Galicia y otras regiones del norte de España. Mi mamá me había comprado una. La gaita asturiana es algo parecida a la escocesa −pero usualmente con un solo tubo, o “ronco”, hacia arriba; los otros dos, los que las tienen, el “ronquete” y el “chillón”, le cuelgan− y mi mamá quería que yo aprendiera algo con esa gaita. Mi mamá, que cantaba muy bonito, jamás entendió que mi oído musical es casi nulo.

 Además, resultó que no era una gaita “profesional”, sino prácticamente un juguete, aunque mi mamá decía que era “tamaño cadete”, que seguramente era lo que le habían dicho en la tienda. Lo cierto es que, averiguando dónde podía aprender a tocarla, le dieron la referencia de un señor que vivía algo lejos de la casa de los abuelos. Fuimos con mi tía Patro, que conocía algo esa zona, en busca de ese gaitero. Preguntando llegamos donde un señor a quien encontramos sentado a la puerta de su casa y mi tía, sospechando que era él, dijo en asturiano, muy sonreída: “…estamos buscando al ‘gaiteru’…”. ¡Hasta allí llegaron mis lecciones de gaita y la posibilidad de convertirme en otro José Ángel Hevia! Al señor no le gustaba que lo llamaran gaitero. Ni siquiera tomó mi gaita con sus manos y sacarle algún sonido, mucho menos. Para empezar, nos dijo que el “fol” o fuelle era de goma y no iba a retener el aire, que teníamos que ponerle uno de cuero o de piel de un “cabritín o de un gatín” ... algo que me pareció monstruoso. ¡Cómo íbamos a matar una cabra o un gato para hacerle el “fol” a mi gaita! En fin, nos regresamos y allí terminó otra de mis frustradas aventuras musicales. Nunca tuve muchas y nunca las extrañé.

Conclusión

Solo me faltaría hablar de mi padre para cerrar la familia de Logrezana. Pero dado que ya lo hice hace aproximadamente un año (ver Mi Padre, en https://bit.ly/4lRo4lC), lo omitiré en esta oportunidad. Dejo hasta aquí el relato de mi familia paterna, para volver en la próxima entrega con mi paso por la escuela en Logrezana y la descripción de algunas peculiares festividades asturianas que me impactaron sobremanera.

 https://ismaelperezvigil.wordpress.com/