Yanis Varoufakis
El propósito oculto de la austeridad
Allá por los años 1830, Thomas Peel decidió migrar de Inglaterra a Swan River en Australia Occidental. Peel, que era un hombre de recursos, se llevó, además de su familia, “a 300 personas de clase trabajadora, hombres, mujeres y niños”, así como “medios de subsistencia y producción por un total de 50.000 libras esterlinas”. Pero al poco tiempo de llegar, los planes de Peel estaban en ruinas.
La causa no fue la enfermedad, un desastre o la mala calidad del suelo. La fuerza de trabajo de Peel lo abandonó, se consiguió sus propias parcelas de tierra en el desierto circundante e hizo “negocios” por su cuenta. Si bien Peel había traído consigo mano de obra, dinero y capital físico, el acceso de los trabajadores a alternativas implicó que no pudo traer capitalismo.
Karl Marx contó la historia de Peel en El capital, Tomo I para argumentar que “el capital no es una cosa, sino una relación social entre personas”. La parábola sigue siendo útil hoy a la hora de iluminar no sólo la diferencia entre dinero y capital, sino también por qué la austeridad, a pesar de su falta de lógica, sigue regresando.
Por ahora, la austeridad está pasada de moda. Los gobiernos gastan como si no hubiera un mañana –o, más bien, para garantizar que haya un mañana- y los recortes del gasto fiscal para frenar la deuda pública no clasifican entre las principales prioridades políticas. El programa de estímulo e inversión inesperadamente grande –y popular- del presidente norteamericano, Joe Biden, ha logrado que la austeridad descendiera más escalones en la agenda. Pero, al igual que el turismo masivo y las grandes fiestas de casamiento, la austeridad está agazapada en las sombras, lista para regresar, azuzada por una conversación ubicua sobre una inflación inminente y rendimientos de bonos débiles a menos que los gobiernos vuelvan a adoptarla.
No cabe duda de que la austeridad se basa en un pensamiento equivocado, lo que conduce a una política autodestructiva. La falacia reside en la imposibilidad de reconocer que, a diferencia de una persona, una familia o una empresa, el gobierno no puede apostar a que su ingreso sea independiente de su gasto. Si usted y yo elegimos ahorrar dinero que podríamos haber gastado en zapatos nuevos, conservaremos ese dinero. Pero esta manera de ahorrar no está abierta al gobierno. Si el gobierno recorta el gasto durante períodos de gasto privado bajo o en caída, entonces la suma de gasto privado y del gobierno caerá aún más rápido.
Esta suma es el ingreso nacional. De manera que, para los gobiernos que quieren implementar la austeridad, los recortes del gasto implican un ingreso nacional más bajo y menores impuestos. A diferencia de un hogar o una empresa, si el gobierno recorta su gasto en tiempos difíciles, también está recortando sus ingresos.
Ahora bien, si la austeridad es una idea tan mala que les chupa la energía a nuestras economías, ¿por qué es tan popular entre los poderosos? Una explicación es que, si bien reconocen que el gasto del estado en las masas insolventes es una excelente política de reaseguro contra las recesiones, así como contra las amenazas a su propiedad, son renuentes a pagar (impuestos) sobre las primas. Esto probablemente sea verdad –nada une más a los oligarcas que la hostilidad a los impuestos-, pero no explica la ferviente oposición a la idea de gastar dinero del banco central en los pobres.
Si se les preguntara a los economistas cuyas teorías están alineadas con los intereses del 0,1% más rico por qué se oponen al financiamiento monetario de políticas redistributivas que beneficien a los pobres, su respuesta giraría en torno del miedo a la inflación. Los más sofisticados irían un poco más allá: una generosidad de esas características finalmente perjudicaría a sus potenciales beneficiarios porque las tasas de interés se dispararían. Inmediatamente, el gobierno, frente a pagos de deuda más altos, se vería obligado a recortar sus gastos. Luego sobrevendría una recesión imparable que afectaría principalmente a los pobres.
Éste no es el lugar para otra entrega de ese debate. Pero supongamos por un momento, y en aras de la argumentación, que todos coincidieran en que imprimir otro billón de dólares para financiar un ingreso básico para los pobres no impulsaría ni la inflación ni las tasas de interés. Los ricos y los poderosos seguirían oponiéndose, debido al temor debilitante de que terminarían como Peel en Australia: con dinero, pero desprovistos del poder para someter a los menos adinerados.
Ya estamos viendo evidencia de esto. En Estados Unidos, los empleadores reportan que no pueden encontrar trabajadores ahora que se levantan las reglas de confinamiento por la pandemia. A lo que realmente se refieren es a que no pueden encontrar trabajadores que quieran trabajar por la miseria que les ofrecen. La extensión de la administración Biden de un pago complementario semanal de 300 dólares a los desempleados ha significado que los beneficios combinados que los trabajadores reciben son más del doble del salario mínimo federal –que el Congreso se negó a mejorar-. En resumidas cuentas, los empleadores están experimentando algo similar a lo que le sucedió a Peel poco después de llegar a Swan River.
Si estoy en lo cierto, Biden ahora enfrenta una tarea imposible. Por la manera en que los mercados financieros se desacoplaron después de 2008 de la producción capitalista real, cada nivel de estímulo fiscal que elija será demasiado bajo y excesivo a la vez. Será extremadamente bajo porque no generará buenos empleos en cantidades suficientes. Y será excesivo porque, dada la baja rentabilidad y la alta deuda de muchas corporaciones, hasta el más mínimo aumento de las tasas de interés causará una catarata de quiebras corporativas y rabietas del mercado financiero.
La única manera de superar este acertijo, y reequilibrar tanto los mercados financieros como la economía real, es aumentando de manera sustancial los ingresos de los norteamericanos de clase trabajadora y condonando gran parte de la deuda –por ejemplo, los préstamos estudiantiles- que los mantiene sumergidos. Pero, como esto empoderaría a la mayoría e invocaría el espectro del destino de Peel, los ricos y poderosos preferirán un retorno a la vieja y querida austeridad. Después de todo, su interés más importante no es conservar el potencial económico, sino preservar el poder de los pocos para someter a los muchos.
17 de mayo 2021
Project Syndicate
https://www.project-syndicate.org/commentary/austerity-goal-to-compel-wo...
El éxito post-capitalista del verano
El 12 de agosto sucedió algo extraordinario. Se dio a conocer la noticia de que, en los primeros siete meses de 2020, la economía del Reino Unido había sufrido su mayor contracción en la historia (una caída del ingreso nacional superior al 20%). La Bolsa de Londres reaccionó con un alza en el FTSE 100 de más del 2%. El mismo día, cuando Estados Unidos empezaba a parecerse a un estado fallido, no solamente a una economía en problemas, el S&P 500 alcanzó un pico sin precedentes.
Sin duda, los mercados financieros desde hace mucho tiempo han recompensado los resultados que aumentan la miseria. Las malas noticias para los trabajadores de una empresa –despidos planificados, por ejemplo- suelen ser una buena noticia para sus accionistas. Pero cuando las malas noticias afectaban a la mayoría de los trabajadores simultáneamente, los mercados bursátiles siempre caían, debido a la expectativa razonable de que, cuando la población se ajustara el cinturón, todo el ingreso, y por lo tanto las ganancias y dividendos promedio, se comprimirían. La lógica del capitalismo no era bonita, pero era comprensible.
Ya no más. No existe una lógica capitalista para los acontecimientos que culminaron el 12 de agosto. Por primera vez, una expectativa generalizada de menores ingresos y rentabilidad condujo a un frenesí de compra sostenido en Londres y Nueva York –o al menos no lo impidió-. Y esto no es porque los especuladores estén apostando a que las economías del Reino Unido y Estados Unidos hayan tocado fondo, haciendo que éste sea un gran momento para comprar acciones.
No, por primera vez en la historia, a los financistas no les importa en absoluto la economía real. Ven que el COVID-19 ha colocado al capitalismo en una animación suspendida. Ven cómo desaparecen los márgenes de ganancias. Ven el tsunami de pobreza y sus efectos de largo plazo en la demanda agregada. Y ven cómo la pandemia revela y refuerza las profundas divisiones clasistas y raciales preexistentes.
Los especuladores ven todo esto, pero lo consideran irrelevante. Y no se equivocan. Desde que el COVID-19 colisionó con la enorme burbuja que los gobiernos han venido utilizando para reflotar al sector financiero desde 2008, los mercados bursátiles en auge se volvieron compatibles con una implosión económica masiva. Fue un momento históricamente significativo, que marcó una transición sutil pero discernible del capitalismo a un tipo peculiar de post-capitalismo.
Pero comencemos por el principio.
Antes del capitalismo, la deuda aparecía al final del ciclo económico. En el feudalismo, lo primero era la producción. Los campesinos trabajaban los campos de los señores y la distribución venía luego de la cosecha, cuando el sheriff recolectaba la parte que le correspondía al señor. Parte de esta cuota luego se monetizaba cuando el señor la vendía. Recién entonces surgía la deuda, cuando el señor prestaba dinero a los prestatarios (muchas veces, inclusive, al rey).
El capitalismo revirtió el orden. Una vez que la mano de obra y la tierra se habían mercantilizado, la deuda era necesaria incluso antes de que comenzara la producción. Los capitalistas sin tierra tenían que endeudarse para rentar tierra, trabajadores y máquinas. Los términos de estos arriendos determinaban la distribución del ingreso. Recién ahí podía comenzar la producción, generando ingresos cuyo residual era la ganancia de los capitalistas. En consecuencia, la deuda alimentó la promesa temprana del capitalismo. Pero fue recién en la Segunda Revolución Industrial cuando el capitalismo pudo reformular el mundo a su imagen.
El electromagnetismo dio lugar a las primeras compañías en red, que producían de todo desde plantas de generación de energía y la grilla de electricidad hasta bombillas para cada habitación. Las colosales necesidades de financiamiento de estas empresas engendraron el megabanco, junto con una capacidad considerable para crear dinero de la nada. La aglomeración de megafirmas y megabancos creó una Tecnoestructura que usurpó mercados, instituciones democráticas y medios de comunicación, lo que primero derivó en los locos años veinte y luego en la crisis de 1929.
Desde 1933 hasta 1971, el capitalismo global estaba planificado centralmente bajo diferentes iteraciones del marco de gobernanza del Nuevo Trato, incluidos la economía en guerra y el sistema de Bretton Woods. Como ese marco fue arrasado a mediados de los años 1970, la Tecnoestructura, disfrazada de neoliberalismo, recuperó sus poderes. Luego vino un aluvión de “exuberancia irracional” al estilo de los años 1920, que culminó en la crisis financiera global de 2008.
Para reflotar el sistema financiero, los bancos centrales canalizaron olas de liquidez muy barata al sector financiero, a cambio de una austeridad fiscal universal que limitó el gasto de los hogares de bajos y medianos ingresos. Al no poder beneficiarse de los consumidores golpeados por la austeridad, los inversores pasaron a depender de las constantes inyecciones de liquidez de los bancos centrales –una adicción con efectos colaterales graves para el propio capitalismo.
Consideremos la siguiente reacción en cadena: el Banco Central Europeo otorga nueva liquidez al Deutsche Bank a un interés de casi cero. Para sacarle provecho, el Deutsche Bank debe prestar ese dinero, aunque no a la “pobre gente” cuyas circunstancias deterioradas han debilitado su capacidad de pago. Entonces, se la presta, por ejemplo, a Volkswagen, que ya está inundada de ahorros porque sus ejecutivos, por temor a una demanda insuficiente de nuevos autos eléctricos de alta calidad, pospusieron inversiones cruciales en nuevas tecnologías y empleos bien remunerados. Aunque los jefes de Volkswagen no necesitan el dinero extra, el Deutsche Bank les ofrece una tasa de interés tan baja que lo toman e inmediatamente lo usan para comprar acciones de Volkswagen. Naturalmente, el precio de la acción se dispara y, con él, los bonos de los ejecutivos de Volkswagen (que están asociados a la capitalización de mercado de la compañía).
De 2009 a 2020, estas prácticas ayudaron a desvincular los precios de las acciones de la economía real, lo que resultó en una zombificación corporativa generalizada. Así estaba el capitalismo cuando llegó el COVID-19. Al afectar el consumo y la producción al mismo tiempo, la pandemia obligó a los gobiernos a reemplazar los ingresos en un momento en que la economía real tenía la menor capacidad para invertir en la generación de riqueza no financiera. Como resultado de ello, se llamó a los bancos centrales a estimular de manera aún más grandiosa la burbuja de deuda que ya había zombificado a las corporaciones.
La pandemia ha reforzado aquello que ha venido minando los cimientos del capitalismo desde 2008: el vínculo entre ganancias y acumulación de capital. La crisis actual ha revelado una economía post-capitalista en la que los mercados de bienes y servicios reales ya no coordinan la toma de decisiones económicas, la Tecnoestructura actual (que incluye a las Grandes Tecnológicas y a Wall Street) manipula el comportamiento en una escala industrial y las demostraciones están excluidas de nuestras democracias.
31 de agosto 2020
Project Syndicate
https://www.project-syndicate.org/commentary/covid19-and-postcapitalist-...