Editorial
Hay momentos en la historia de los pueblos en los que parece haberse extinguido toda esperanza. La fe se debilita, la confianza se erosiona y el futuro se percibe incierto. Venezuela atraviesa hoy una de esas etapas críticas. Sin embargo, la experiencia histórica demuestra que ninguna nación está condenada a la oscuridad perpetua.
El país ha superado antes tiempos de guerra, dictaduras y profundas crisis. No lo hizo por azar ni por intervención externa, sino gracias a la firme voluntad de quienes se negaron a aceptar la derrota. Esa perseverancia, profundamente enraizada en el espíritu venezolano, ha permitido que la nación encuentre siempre caminos para rehacerse.
Como el ave Fénix, Venezuela puede y debe renacer de sus propias cenizas. Pero ese renacer no dependerá de discursos ni de promesas pasajeras, sino de la reconstrucción moral y cívica de la sociedad: del trabajo honesto, del respeto a la ley, de la reconciliación entre los ciudadanos y de la fe en el porvenir.
Esperar el cambio no basta; es preciso construirlo. La reconstrucción nacional exige convicción, disciplina y sentido de propósito. El verdadero milagro no está en el fuego que consume las ruinas, sino en la voluntad que se rehúsa a desaparecer.
Venezuela volverá a levantarse —no desde el olvido ni la resignación, sino desde la esperanza activa y el compromiso con su propio destino.
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