Pasar al contenido principal

Crónicas de los recuerdos: La segunda inmigración (2)

Opinión
Tiempo de lectura: 12 min.

La mayor parte del tiempo durante los ocho meses, entre 1958 y 1959, que estuve en España −concretamente en Asturias− los pasé en Logrezana; sin embargo, fui también varias veces a aldeas y poblaciones cercanas para visitar a familiares y amigos de mis padres. Recuerdo de manera muy especial las visitas a Solís, Piedeloro y Antromero, así como algunos de los parajes y lugares que recorrí para llegar allí. Pero esos recuerdos de hace más de sesenta y cinco años están probablemente “teñidos”, “contaminados”, por las memorias de las ocasiones posteriores en que visité Asturias y esas mismas localidades. No importa, porque al final todos son recuerdos y tengo en mi memoria nítidas imágenes de aquella primera época, que son las que referiré.

Solís

Solís es una parroquia del concejo de Corvera; visitábamos −y aún hoy en día− una localidad llamada La Sota, pero tanto entonces como hoy la llamábamos Solís, en donde llegábamos a la casa de la hermana de mi tío Carlos, el que vivía con los abuelos en Logrezana. Nieves, que así se llamaba, era buena amiga de mi mamá y vivía allí con su esposo y sus dos hijos, algo menores que yo. Recuerdo que, por lo menos en dos oportunidades, pasé algunos días en su casa.

La Sota, de Solís, no está muy lejos de Logrezana; podrán ser unos ocho km. en línea recta y quizás unos doce por carretera, pero llegar allí, en 1958, era todo un proceso, pues no había un autobús −un ALSA, por ejemplo, que hoy en día es el principal operador de autobuses de España− que nos llevara, ni otro medio colectivo de transporte.

Además, para visitarlos, primero teníamos que ponernos de acuerdo con ellos para que nos esperaran un determinado día; lo hacíamos a través de mi tío Carlos, que se acercaba allí en su bicicleta cuando salía del trabajo o algún fin de semana. Luego, había que buscar transporte, y el disponible era un señor −no recuerdo si era repartidor de periódicos o de qué− que pasaba muy temprano con su carro frente a la casa de mi abuelo y, en su recorrido, pasaba por Solís. Para concertar el viaje, había que esperarlo dos o tres días antes, en la madrugada, en la llamada casa de Falo, que quedaba cerca de nuestra casa, donde él se detenía como parte de su recorrido. Nos poníamos de acuerdo con él, y el día convenido nos recogía frente a la casa de los abuelos, apenas amaneciendo. Así llegábamos a Solís, donde nos estaban esperando. De regreso, no recuerdo la historia, pero debía ser algo similar. Pero, ir a Solís era verdaderamente una vacación, y todavía lo es.

Un “cacri”

En Solís, al igual que en Logrezana, tenía plena libertad y seguridad para salir a recorrer prados y montes de la cercanía, pero allí tenía un compañero de juegos: Lolo, un poco mayor que yo, pero no mucho. Armados cada uno con nuestra “escopeta” de palo y un perro −compañero de juegos y aventuras− lo pasábamos de lo mejor. ¿Acaso hay mejor compañero, para un niño, que un amigo y un perro?

El perro era pequeño, negro, con alguna mancha blanca en el pecho y la espalda; era de pelo no muy largo y sin una raza definida, lo que aquí llamamos un “cacri” (“callejero criollo”), absolutamente fiel −como buen “cacri”− y obediente. Gran perseguidor de gallinas, a las que atacaba azuzado por nosotros, pero teníamos la precaución de llamarlo cuando estaba a punto de alcanzarlas, para evitarnos problemas con la tía Nieves o con alguno de los vecinos, dueño de las gallinas. Solo una vez, recuerdo, lo dejamos llegar un poco más lejos, a ver qué pasaba, y pasó que alcanzó una de las gallinas, a la que revolcó aparatosamente. La cosa iba camino de tragedia; no obstante, muy a su pesar, obedeció −como lo hacía siempre cuando lo llamábamos−, por suerte para la gallina… y para nosotros.

Pieloro

Otro lugar que visitamos dos o tres veces fue Piedeloro −o Pieloro, en asturiano−, otra parroquia del concejo de Carreño, el mismo de Logrezana. Pero era más fácil llegar allí que a Solís, pues tomábamos un tren en Gijón y llegábamos a la estación de San Zabornín −o Zanzabornín, como se llama oficialmente−; una vez bajados del tren, subíamos el monte para pasar al otro lado y llegábamos a la casa de María y Agustín. María era una sobrina de mi abuela materna, prima hermana de mi mamá; tenía un solo hijo, llamado Ángel −o Angelín−, casado con Pelusa (no recuerdo su verdadero nombre), y tenían también un solo hijo. Vivía además en la casa Genaro −o Genarín, como le decíamos−, hermano de María.

La casa de Pieloro era −es− una delicia. En esa época estaba recién construida y todo era nuevo y moderno. En el caserío había una “panera” grande y tenían una cuadra inmensa, moderna para su época, con un corredor de cemento en el medio, con vacas de lado y lado, donde siempre había “xatinos” (terneritos). Había también caballos y yeguas, gochos, bueyes para las jornadas de arado, gallinas −siempre alguna con pollitos−, perros y varias vacas lecheras que se ordeñaban manualmente todos los días. No olvido aún la sensación de tomar la leche recién ordeñada, tibia, con espuma que me embadurnaba boca y nariz.

El ordeño

Allí ordeñé por primera y única vez en mi vida; experiencia inolvidable. Me enseñó Angelín y todavía recuerdo el pequeño taburete en donde me senté, apoyando la cabeza en la vaca y recibiendo sus “rabazos”, agarraba con mis manos de ocho años la inmensa y prensada ubre, le daba tirones a las tetillas y veía, asustado, cómo la vaca volteaba la cabeza hacia mí, como protestando por aquel aprendiz que le tironeaba sus tetillas. Hasta que di con la forma adecuada de hacerlo y, de manera casi mágica, salían chorritos de leche que fueron llenando mi palangana.

Ordeñé a una vaca que estaba recién parida y su leche no servía para tomar, pero se ordeñaba para ayudarla en su faena de amamantar. Cuando terminé, me dijo Angelín que la llevara a la casa para enseñarla a María y a mi mamá. Pero, saliendo orgulloso con mi leche, se me ocurrió completar la palangana con un poco más de una vaca que estaba cerca de la puerta, y me puse a ordeñarla con mi técnica recién aprendida, cosa que no le hizo ninguna gracia al animal, que de una patada en la palangana me tiró casi toda la leche que había logrado recoger. Entendí el “mensaje” y me fui con mi palangana y el resto de la leche que quedaba a enseñarla en la casa. Aprendí que no todas las vacas están listas para ser ordeñadas, y menos a toda hora. De todas maneras, no me sirvió de mucho ese aprendizaje de ordeño, pues, como dije, no volví a hacerlo en mi vida.

La Tía María

Las visitas a “Pieloro” eran más cortas que a Solís, no sé por qué; duraban solo cuatro o cinco días, quizás porque era más fácil llegar y podíamos ir más veces. Pero en esa casa de María y Agustín, la pasaba muy bien; los niños éramos los reyes, los consentidos. A ningún niño se le podía regañar en presencia de María, y pegarle −aunque fuera una nalgada− ¡impensable! Hacíamos lo que queríamos, comíamos lo que queríamos y nos montaban en los caballos y las yeguas cuando queríamos, o en el “carro de vacas”.

Yo me iba con Agustín y Angelín cuando iban a ver los sembradíos o a segar, para buscar pasto con que alimentar el ganado. Aprendí que cada ración era un “paxiu” (canasto) con el que calculaban e iban llenando el “carro de vacas”. Son muchos años ya desde esa época, pero todavía tengo la sensación de agrado y placer que me producían esas visitas a Pieloro y esas actividades que presenciaba y en algo compartía.

Antromero

Otro lugar al que fui un par de veces fue Antromero, que es una localidad de Bocines, en el concejo de Gozón, entre Candás y Luanco, la capital del concejo. Quedaba cerca también de Gijón y camino al Cabo de Peñas, el lugar más extremo del norte de España.

En Antromero vivían unos familiares de mi abuela materna. Se cuenta en la familia que allí iba mi abuela, durante y después de la guerra civil, a buscar comida, que generosamente le daban, para mitigar las penurias de guerra y posguerra. Uno de los familiares −una mujer cuyo nombre no recuerdo− se encargaba de un “chigre”, un bar, que era parte de la actividad de sustento familiar y que todos atendían, entre ellos una agradable y bella muchacha de unos 15 o 16 años a quien llamaban “Piluca” −que debe ser un diminutivo asturiano de Pilar− y que me llevó a mí, y a alguien más como de mi edad, a una playa cercana, a la que había que bajar por un camino bastante escarpado, como casi todos los caminos que permiten el acceso a las playas de esa zona −solo metí los pies en el agua, ni pensar en bañarse en las frías aguas del norte de Asturias−. Aún, después de más de sesenta años, no olvido esa excursión ni la amabilidad y la hermosísima sonrisa de “Piluca”.

Un tren por Perlora

Otra cosa inolvidable de esas visitas a Antromero −de esa vez y todas las demás veces que fui a Asturias− era que, para llegar, se pasa por unos paisajes costeros con ese verdor de Asturias, de prados que terminan en acantilados que caen directamente sobre las playas. Algunas con arena blanca, pero la mayoría muy pedregosas, al menos las que yo recuerdo.

Desde luego que a mis ocho años no apreciaba tanto el paisaje, pero sin duda lo agradable del mismo, imperceptiblemente, sin valorarlo como lo hago ahora de adulto, contribuía a que me sintiera bien. Formaba parte de todo lo demás que disfrutaba y lo conservo gratamente en la memoria. Recuerdo vagamente que había también un pequeño tren o tranvía que recorría Perlora, por el borde de la playa, el “tren de Carreño” en dirección ida y vuelta a Candás y Luanco, uno de los paisajes más pintorescos y hermosos de Asturias. Nunca me subí a ese trencito, pero sí recuerdo verlo pasar.

Perlora, tiene una ciudad vacacional, que tuvo su esplendor y está hoy casi abandonada, pero la belleza de sus alrededores sigue igual. Y en Candás, entre Luanco y Perlora −ya de mayor, en visitas posteriores− recuerdo haber probado algunos de los mejores pescados y mariscos que he comido en mi vida; sobre todo, la fabada con almejas.

La evolución de Asturias

Por la casa de Antromero, ya de mayor, no he vuelto a pasar. Pero sí por Solís y Pieloro, y he podido ver la evolución asturiana, de una sociedad primordialmente rural en 1958 −la primera vez que fui, cuando solo tenía ocho años− a una sociedad casi totalmente urbana hoy en día.

Según informe de CaixaBank de marzo de 2025 (ver en https://bit.ly/3KKse1O): comercio; transporte; hostelería y ocio; servicios ligados a la industria; administración pública y defensa y construcción, que en los años 1950 representaban, un máximo del 3% del PIB, hoy representan el 56% y absorben más del 80% de la población activa. La minería, siderurgia y manufactura en los años 1950 representaban el 55% del PIB y la agricultura y ganadería el 30%; hoy, minería, siderurgia y manufactura equivalen al 15% y la agricultura y ganadería se ha reducido a menos del 3%; solo conservan su carácter simbólico y cultural. Asturias ha pasado de ser una región agrícola, minera e industrial a una economía más orientada a los servicios y al turismo. La identidad rural que conserva ha potenciado el auge de ese turismo. La tierra ya no se trabaja, hoy se contempla.

A finales de los años cincuenta, cuando regresé a España, la principal actividad económica de Asturias era la industria de la minería −carbón− y la siderurgia; pero se mantenía la agricultura y la ganadería en zonas rurales. Ya se vivía una transición de la actividad agraria hacia la industria pesada, que arrastró también hacia el desarrollo de industrias navales y metalúrgicas −especialmente en Gijón y Avilés−, conformando un perfil más fabril que agrícola, en la región.

En 1958, mi tío Carlos, que vivía con mis abuelos, trabajaba como obrero en alguna fábrica cerca de Avilés −o en Avilés−, pero aún se ocupaba de las faenas agrícolas, ayudado por mi tía Alfonsa y mis primas. Años más tarde, en Solís, el esposo de mi prima mayor, aun cuando trabajaba en la Ensidesa, industria siderúrgica estatal, de Avilés, conduciendo un tren, cuando regresaba del trabajo y los fines de semana se dedicaba a las faenas agrícolas. Durante la semana era mi prima quien se ocupaba de la actividad de campo: alimentaba las vacas y −como ya dije− las ordeñaba mecánicamente para vender la leche. Una parte del sustento familiar aún venía de esa actividad de campo: la venta de la leche, con algunos cultivos y la cría de animales para consumo propio. Eso era mucho más claro en Pieloro, que tenía una actividad agrícola y lechera mucho mayor.

Hoy en día, todos mis primos en Solís y Oviedo −y los de Pieloro− mantienen al mínimo sus “fincas”, por llamarlas de alguna manera, donde llevan una vida más apacible y económica que en la ciudad. Conservan y realizan pequeños cultivos, cría y cuidado de algunos animales, pero su sustento familiar fundamental depende mayormente de la actividad que desarrollan en la industria siderúrgica de la zona, el comercio o en algún trabajo con el Estado.

Conclusión

Estos cambios −aunque necesarios e inevitables− y el declive de los sectores tradicionales, han dejado consecuencias: despoblación rural, éxodo de jóvenes, envejecimiento demográfico −28% de la población tiene más de 65 años− y pérdida de conocimientos productivos. Cada casa y huerto abandonado son pérdidas económicas; pero, sobre todo, rompimiento del vínculo con la tierra; cada escuela que se cierra, por falta de alumnos, es una ruptura de la cadena cultural; pero, estas características son a la vez el reto de la identidad asturiana para reconstruir sus raíces.

Concluyo con este artículo la descripción de las aldeas y sitios en los que viví aquellos ocho meses, cuando apenas tenía ocho años. Más que una descripción de la geografía de una parte de Asturias, fueron la descripción de un escenario afectivo; los sitios que he descrito −Logrezana, Guimarán, Solís, Pieloro y Antromero− fueron, y son, el escenario de mis raíces y vínculos familiares. Las transformaciones de Asturias desde aquella época, que hoy observo, se mezclan con los recuerdos de ese niño que fui, que vio una tierra en donde se ordeñaba, se sembraba y se recorría a pie o en “carro de vacas”, por “caleyas” enfangadas y entre prados y montes verdes; hoy hay quien lo contempla con mirada crítica o como turista, yo lo hago desde el recuerdo y la nostalgia.

Pasaré en el próximo artículo, a describir otros aspectos −vamos a llamarlos “generales” − que también me impactaron de esa estadía en Asturias.

https://ismaelperezvigil.wordpress.com