Bajo la superficie de la normalidad impostada, en los intersticios de lo no dicho y en el lenguaje cifrado de los sobrevivientes, se construye la cotidianidad de un autoritarismo electoral. Este régimen, que se viste con los ropajes desgastados de la democracia, ha perfeccionado el arte de gobernar mediante un doble lenguaje: el de las urnas y el del miedo. Las elecciones del 28 de julio no fueron un punto de inflexión, sino la consolidación pública de un mecanismo de control que, desde hace tiempo, opera en la intimidad de los hogares, en las pantallas de los teléfonos y en los pasillos de las universidades.
La derrota en las urnas, ampliamente documentada en actas, fue suplantada por una victoria impuesta a la fuerza. Este acto de fuerza no fue el fin, sino el inicio de una nueva fase: la de la supervivencia ciudadana consciente. El ciudadano se ha convertido en un estratega de su propia existencia. La autocensura dejó de ser una actitud cobarde para transformarse en un instinto de preservación. Es el cálculo frío de quien sabe que un tweet, un mensaje de WhatsApp, un comentario en una reunión familiar, puede ser el pasaporte a una celda del DGCIM. Las cifras de organizaciones como PROVEA son aterradoras no solo por su magnitud—más de 1000 detenidos por pensar distinto—sino porque representan la materialización de una amenaza abstracta que ya todos internalizaron.
En este nuevo ecosistema del miedo, el ágora, el espacio de debate público, ha tenido que migrar. Expulsada de los medios de comunicación tradicionales, acallada en las plazas, se ha refugiado en las universidades. Pero incluso este último bastión está bajo un asedio brutal. Foros sobre economía, derechos humanos o autoritarismo son actos de valentía que se pagan con prisión, interrogatorios interminables o visitas intimidatorias del servicio de inteligencia militar en la propia casa. La universidad ya no es solo un centro de saber; es un campo de batalla semántico donde cada palabra pronunciada es un riesgo calculado.
Los comunicadores, por su parte, caminan sobre una cuerda floja. Se les exige, a menudo desde la seguridad del exilio o el anonimato de las redes sociales, un estándar de heroísmo que ignora por completo la compleja red de presiones en la que están inmersos. La salida de figuras como Gladys Rodríguez, Luis Olavarrieta o Shirley Varnagy de sus espacios mediáticos no es una simple rotación laboral; es el síntoma de una purga silenciosa. El caso de Varnagy es paradigmático: criticada ferozmente por una entrevista considerada “blanda”, mientras su propio familiar estaba secuestrado por el régimen. Esta es la perversión del autoritarismo moderno: no solo castiga al disidente, sino que utiliza el dolor de sus seres queridos como mecanismo de presión, una práctica reminiscente del Sippenhaft nazi, donde la familia entera era responsable por los actos de uno de sus miembros.
El concepto de “violencia transnacional” irrumpe para demostrar que las fronteras ya no son un escudo. El atentado en Bogotá contra Luis Peche y Yendry Velásquez, amigos y luchadores por los derechos humanos, es una escalada alarmante. Es la exportación del terror, un mensaje claro para el exilio y la diáspora: no están a salvo. El régimen demuestra que su brazo es largo y su desprecio por la soberanía de otros países, absoluto.
Frente a este panorama, surge una pugna moral tan comprensible como peligrosa: la exigencia de una condena frontal y absoluta por parte de todas las instituciones y periodistas que quedan. Sin embargo, ¿no es acaso una forma de suicidio colectivo exigir que los últimos faros de información restante se inmolen en un acto de gloria efímera? La sociedad civil se enfrenta a un dilema existencial: la necesidad de la denuncia versus la imperiosa necesidad de la autopreservación.
Quizás la resistencia más sabia en estos tiempos no sea la del enfrentamiento directo, que genera mártires y espacios vacíos, sino la de la conservación de los “poquitos espacios”. La universidad que, aunque no emita un comunicado estridente, permite que el debate continúe tras sus puertas. El periodista que, hablando en códigos y entre líneas, logra filtrar una verdad a una audiencia masiva. No se trata de cobardía, sino de una estrategia de resistencia a largo plazo. La dictadura busca la rendición o la aniquilación de la disidencia. La supervivencia inteligente le niega ambos triunfos.
Desde esta pequeña ventana, el llamado no es a la temeridad, sino a la sindéresis. A entender que en un estado autoritario, la autopreservación no es un acto egoísta, sino un acto de resistencia. Preservar la vida, la integridad y los mínimos espacios de libertad que quedan es la forma de mantener viva la llama de la disidencia. No necesitamos más mártires; necesitamos sobrevivientes que, con mesura y cuidado, aseguren que mañana, cuando la oportunidad surja, todavía quede alguien en pie para reconstruir la verdad y la libertad. La batalla no es solo por el presente, sino por la memoria y la posibilidad de un futuro.