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Tiembla Occidente, si es que existe

Estrategia
Tiempo de lectura: 14 min.

Casa Rorty XLIX

El fantasma que recorre hoy las sociedades occidentales es el fantasma del pesimismo: nos parece estar declinando y tememos ser incapaces de revertir este proceso. Y bien puede ser cierto. Pero sería ingenuo pensar ese temor se manifiesta hoy por primera vez; la historia de nuestras viejas sociedades es, en buena medida, la historia de su derrotismo. Desde este punto de vista, la célebre frase que Cyril Connolly escribió en las páginas de la revista Horizon al comienzo de la II Guerra Mundial –“Ha sonado la hora de cierre en los jardines de Occidente”– habría sido pronunciada en innumerables ocasiones, con palabras distintas, por diferentes profetas.

Durante mucho tiempo, sin embargo, el derrotismo fue un turnismo: el poder amasado por Occidente se repartía desigualmente entre sus miembros y tanto pronto España lloraba su 98 como Estados Unidos consolidaba su ascenso, igual que Gran Bretaña lloraría la pérdida de su imperio en torno a 1948 y Alemania se convirtió en alumno ejemplar de la globalización hasta que un buen día descubrió que había dejado de serlo. De manera análoga, el declinismo ha sido abrazado por distintos grupos sociales o coaliciones ideológicas según la década y el lugar: los conservadores podían lamentar la secularización y los progresistas clamar contra el neoliberalismo. Huelga decir que la Guerra Fría planteó algunas complicaciones desde el punto de vista conceptual: el comunismo soviético tenía su origen doctrinal en las filosofías de la historia de corte idealista, pero se desplegó en Europa Oriental con Rusia como director de orquesta y China como primer violín. Así que no resultaba fácil discernir si el enfrentamiento entre capitalismo liberal y socialismo de Estado tenía lugar dentro de Occidente –máxime cuando los partidos comunistas enarbolaban un ideal universalista y pujaban con fuerza en algunas democracias europeas– o si Occidente se veía amenazado por un rival sin adscripción geográfica precisa.

Cuando de historia hablamos, siempre pasa igual: la dificultad está en saber si esta vez es diferente. A primera vista, la situación presenta algunas novedades. Y la principal reside en que Occidente no solo padece un conjunto de problemas internos de difícil solución, sino que tiene delante una potencia emergente –China– que discute su hegemonía y plantea un camino alternativo hacia la prosperidad material y el dominio geopolítico. Mientras tanto, Rusia se ha alejado irremisiblemente de Occidente y no sabemos con exactitud qué posición ocupan en ese tablero potencias como la India o Turquía. Sabido es que China practica con aparente éxito un autoritarismo con rasgos totalitarios y, si bien eso habría bastado en el pasado para separarla con claridad de las sociedades occidentales, en el interior de estas últimas ha prosperado una visión iliberal del Estado que emborrona la distinción entre amigos y enemigos de la democracia. Y la unidad del bloque occidental, que siempre fue frágil, se resiente.

Del lado norteamericano, Trump está tensando la cuerda que une entre sí a las democracias occidentales sin llegar a romperla; del lado europeo, los populistas de derecha e izquierda ganan apoyo social. Regresa el dirigismo estatal, abrazado esta vez también por la Casa Blanca; y si esta última pone en práctica una versión radical del proteccionismo comercial, el crédito de la UE como adalid del libre comercio nunca ha sido demasiado grande: nadie sabe cómo va a ratificarse el acuerdo con Mercosur. Simultáneamente, las opiniones públicas endurecen su postura sobre la inmigración y cunde el miedo a las consecuencias imprevistas del cambio tecnológico. Es así patente que la Gran Recesión ha tenido un impacto duradero en buena parte de Occidente, que sufre además los efectos de una crisis demográfica que complica el mantenimiento de las políticas bienestaristas; los jóvenes se sienten perjudicados por ellas. Y no es imprescindible que la sensación de abandono y declive se encuentre siempre fundada en realidades objetivas: uno puede sentirse desaventajado incluso si los datos le dicen lo contrario.

Digamos entonces que el declinismo contemporáneo trae consigo una novedad insoslayable: un modelo de organización social alternativo, desarrollado en un país que nunca ha sido él mismo “occidental”, amenaza con romper una hegemonía que solo el comunismo soviético se había atrevido a cuestionar. Antes, claro, hubo imperios orientales que cuestionaron el dominio occidental: el Otomano, el Ruso, el Japonés. Pero tanto rusos como japoneses terminaron por mirar hacia Occidente, adoptando muchas de sus innovaciones legales y tecnológicas; pese a que la caída del imperio turco tras la Gran Guerra condujo a la secularización de la mano de Atatürk, difícilmente puede afirmarse que los otomanos se hubieran mantenido a la cola del progreso técnico o renunciasen a crear una burocracia estatal. Por su parte, los demás países del mundo no desarrollado –the West and the rest– adoptaron distintas versiones del desarrollismo occidental. Pero rara vez se ha considerado a los países africanos o árabes que lograron democratizarse como parte de Occidente: ¿acaso por razones culturales? ¿Y qué hay de los países iberoamericanos? ¿Se los tiene como parte de Occidente, o es la suya una membresía condicionada?

¿Qué es Occidente? 

Para responder a estas preguntas, así como para elucidar si Occidente se encuentra hoy en proceso de demolición, hay que saber qué cosa es “Occidente”. Y saberlo no es tan sencillo como parece. En un libro de reciente publicación en nuestro país, la historiadora británica Josephine Quinn viene a decir que Occidente no existe; aunque sería más exacto decir que a su juicio fue “inventado” y que de eso trata Cómo el mundo creó Occidente (Crítica). Su tesis se basa en la premisa de que no existen las civilizaciones; si no existen las civilizaciones, sostiene Quinn, tampoco existe Occidente. De donde se deduce que Quinn solo contempla la posibilidad de que Occidente sea una “civilización”. Si juzgamos que Occidente es algo distinto a una civilización, en cambio, bien podría existir: sería, sencillamente, otra cosa.

En particular, Quinn afirma que constituye un serio error de perspectiva creer que existe una cultura occidental que se basa en las ideas y los valores grecorromanos tal como se los redescubrió en el Renacimiento. Las categorías victorianas que organizaban el mundo a partir de “civilizaciones” separadas y a menudo opuestas entre sí nos han hecho perder de vista que el cambio histórico funciona de otra manera: el eurocentrismo distorsiona nuestro propio pasado. Ni siquiera griegos y romanos, advierte, compartían lo que hoy llamamos “valores occidentales”: las suyas eran, por ejemplo, sociedades esclavistas ajenas a la noción de los derechos del individuo. Nada hay de natural en las “civilizaciones”, pese que a nos hayamos acostumbrado a usar el concepto; la historiadora británica recuerda que la noción misma aparece en Europa a mitad del siglo XVIII, denotando la idea de una sociedad avanzada: el progreso hacia la civilización equivalía a la adopción de los principios organizativos de la sociedad liberal de cuño industrial. Solo más tarde dejaría de hablarse de la civilización y se reconocería la existencia de distintas civilizaciones, cada una de ellas con rasgos propios y una evolución endógena.

Y como quiera que la idea misma de una “civilización europea” resultaba problemática debido a la pujanza del Nuevo Mundo fundado en los Estados Unidos, pasó a hablarse de un “Occidente” que se enfrentaba al “Oriente”. En ambos casos, se hacía referencia a un tipo de sociedad basada en el gobierno democrático, la organización económica capitalista, la confianza en la ciencia y el progreso, así como en los valores cristianos y la tradición grecorromana. Para Quinn, sin embargo, nada de esto tiene demasiado sentido. Escribe:

nunca ha existido una cultura europea u occidental única y pura. Lo que llamamos valores occidentales –libertad, racionalidad, justicia, tolerancia– no son solo u originalmente occidentales y Occidente mismo es en gran medida el producto de duraderos vínculos con una red mucho más vasta de sociedades, situadas al norte y al sur, al este y al oeste.

Que la cultura occidental es el resultado de un proceso histórico caracterizado por el contacto y la hibridación entre culturas e individuos, sin embargo, admite poca discusión. Aunque los relatos heroicos que las naciones europeas se cuentan a sí mismas tienden a atenuar el papel del intercambio cultural, un rápido vistazo a la historia mundial de los últimos dos milenios y medio deja claro que las culturas no son bloques separados y aislados recíprocamente entre sí. Tal como dicta la lógica, ese aislamiento solo ha tenido lugar allí donde la geografía era capaz de mantener al invasor a distancia: por eso es verosímil que los miembros de la tribu con la que topan los buscavidas que protagonizan El hombre que pudo reinar aguarde con ilusión el regreso de Alejandro Magno, ya que nunca antes había pasado allí nada ni nada volvió a pasar después. Puede asimismo darse por buena la crítica que Quinn formula contra el “modo de pensar civilizatorio”, que se basa en una concepción monolítica de las culturas humanas.

En su monumental historia del siglo XIX, Jürgen Osterhammel señala con claridad que todas las categorías espaciales que nos hemos acostumbrado a manejar necesitan de una “historización” que aclare su origen y su sentido. Hace apenas unas semanas, de hecho, se hablaba en los periódicos de la presión creciente por modificar los mapamundis de uso común, a fin de sustituirlos por otros en los que las diferencias de tamaño entre los continentes se reflejasen adecuadamente: si nuestras representaciones espaciales influyen sobre nuestra visión del mundo, pensar que África es mucho más pequeña de lo que en realidad parece desaconsejable. No en vano, señala Osterhammel, la geografía europea adquiere una posición dominante en la representación geográfica del mundo en el siglo XIX: los geógrafos se convirtieron en asesores de los gobiernos que albergaban aspiraciones coloniales o querían hacer más “científica” la administración de sus posesiones.

Surgió entonces la metageografía, división del mundo en mapas mentales que lo parcelan con arreglo a criterios culturales, religiosos o políticos. El historiador alemán pone distintos ejemplos: si Bolívar hablaba de América del Sur, el concepto de Latinoamérica no surge hasta 1861; el emperador Maximiliano de Habsburgo creía que enfatizar lo latino facilitaba la creación de lazos con unos pueblos franceses que poseían lengua románica. Pero tampoco se habla del “sudeste asiático” hasta la I Guerra Mundial; la noción del “Oriente” solía incluir a los Balcanes otomanos, dejando en el limbo a las regiones musulmanas más alejadas; y tanto “Oriente próximo” como “Oriente medio” son invenciones coloniales del final del XIX o principios del XX.

¿Y qué hay de Occidente? Osterhammel apunta que la categoría no ocupa una posición teórica central antes de 1890 y que se vincula a una comunidad de valores de cuño cristiano opuesta sucesivamente al Oriente musulmán, al comunismo soviético y al islamismo radical. Se trata de un modelo transatlántico de civilización que parte de la convicción de que europeos y estadounidenses ocupan una posición equivalente en la cultura y la política mundial. Está menos ligada que la idea de “Oriente” a un territorio concreto: se considera que Australia o Nueva Zelanda o Canadá son parte de Occidente; parecía incongruente dejar fuera a Argentina o Uruguay, repletos de población de origen europeo. Occidentalizarse no es así solo incorporar elementos de la cultura europea y estadounidense, sino integrarse al mundo civilizado: la categoría espacial se ve así trascendida por una jerarquía internacional. Pensemos en Japón: la Restauración Meiji asimila las innovaciones tecnológicas y burocráticas occidentales, pero la victoria japonesa ante Rusia en la guerra de 1904-1905 se celebra como un gran triunfo de los asiáticos frente a los occidentales… lo que implicaba considerar a Rusia como potencia occidental. Y dado que Japón se hace luego imperialista, ¿se incorpora al bloque occidental después de la II Guerra Mundial? Sus bases culturales y religiosas nada tienen que ver con las de la “civilización judeocristiana”, término que solo cobra fuerza pública como sinónimo de Occidente a partir de la década de los cincuenta; no tenemos claro, en fin, si Japón es o no una “sociedad occidental”.

Una vez que hemos procedido a “historizar” un concepto, sin embargo, procede interrogarse sobre su “realidad”. Porque una cosa es decir que Occidente fue inventado y otra muy distinta afirmar que solo existe en nuestra imaginación; bien pudo haber cobrado vida propia después de ser inventado. Dicho de otra manera: ¿posee la idea de Occidente algún fundamento histórico, cultural o político? ¿Tiene sentido hablar de “valores occidentales” compartidos? ¿Cuáles son? Más aun: ¿existen documentos jurídicos que avalen su existencia? ¿Hay mecanismos de cooperación o solidaridad que vinculen a los miembros de esa presunta comunidad de valores? ¿Es la “occidentalidad” un rasgo de nuestra identidad, tal como nos la representan y como nos la representamos?

Una comunidad de valores compartidos

En un artículo publicado hace unas semanas en Die Zeit, Thomas Assheuer se pregunta justamente en qué consiste Occidente. Y sostiene que su comienzo se cifra en la entrada de los Estados Unidos en la I Guerra Mundial allá por abril de 1917; la alianza se renueva en 1941 y se consolida con la creación del orden liberal internacional en la segunda posguerra: de la OTAN a la UE. Bajo este prisma, Occidente sería menos un imperialismo que un proyecto normativo de tinte universalista que defiende la superioridad de algunos valores –democracia, derechos, legalidad, tolerancia– sobre otros. Assheuer destaca que no existe acuerdo entre los especialistas sobre el origen de Occidente: ¿cómo podría haberlo? Unos hablan de Roma, otros de Grecia y él mismo se decanta por la separación impuesta por el Papa Gregorio VII entre el poder temporal de los monarcas y el poder espiritual de la Iglesia.

Assheuer no es el primero en señalar el potencial revolucionario que contiene la tesis cristiana según la cual todos los hombres han sido creados a semejanza de la divinidad: si Dios es el único señor, ningún hombre puede convertirse en señor de otro. ¡Todos iguales! De ahí provendrían la Magna Carta de 1215, las Doce Tesis de 1525, la Bill of Rights de 1689, la Declaración de Independencia de 1776, la Declaración de Derechos de 1789. Ahora bien: el mismo Gregorio VII quiso liberar Jerusalén y promovió un imperialismo monoteísta al que no sería ajeno el islam y que –andando el tiempo e Ilustración mediante– se convertirá en colonialismo de orden “civilizatorio”. No es por ello impertinente preguntarse si la libertad occidental se ha asentado sobre la dominación de los pueblos “inferiores”, máxime cuando estos últimos se muestran convencidos de ello y albergan un resentimiento que no se atenuará fácilmente. Por lo demás, no hace falta ser enemigo de Occidente para reparar en las contradicciones que ha exhibido este ideal normativo a lo largo del siglo XX y sobre todo en el marco de la Guerra Fría.

Sea como fuere, podremos decir “Occidente” si existe una comunidad de valores compartidos que trascienden los intereses particulares de cada uno de sus miembros, pese a que difícilmente puede esperarse que ninguno de ellos renuncie a materializarlos en nombre de la solidaridad con sus socios o aliados. Si aceptamos esta premisa, Occidente ha sido una realidad durante al menos el último siglo y esos famosos valores compartidos pueden identificarse en el plano abstracto sin excesiva dificultad: compromiso con la democracia liberal y el Estado de Derecho, protección de los derechos humanos, organización económica basada en el libre mercado y la propiedad privada, defensa de una sociedad civil fuerte y de una cultura liberal basada en la tolerancia, adhesión a un principio nacionalista no etnocéntrico compatible con el pluralismo, confianza en el progreso y la racionalidad, afirmación de principios de justicia que se traducen en políticas bienestaristas, apuesta por la cooperación internacional…

De aquí no se deduce que tales valores se hayan llevado a la práctica con el mismo ímpetu en todas las sociedades occidentales, ni que se los haya interpretado de la misma manera: basta comparar el bienestarismo anglosajón con el de la Europa continental para constatar la existencia de grandes diferencias entre unos y otros. Han abundado asimismo las traiciones al ideal: desde los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanas al final de la II Guerra Mundial a la reticencia francesa a facilitar la independencia de Argelia. Pero el aire de familia, hasta hoy, resultaba innegable. O lo que es igual: si Occidente era un invento, ha funcionado en la medida en que sus miembros creían –de manera genuina o por simple conveniencia– en los valores o principios que daban sentido a la categoría. Lo que sucederá a partir de ahora, no lo sabe nadie y en buena medida dependerá de lo que pase en Estados Unidos una vez que Trump deje el cargo, sin menospreciar la importancia que puede tener el rumbo político de potencias medianas como Francia o Alemania.

Bien distinta es la pregunta sobre la relación entre Occidente y eso que llamamos “modernidad”. La literatura académica terminó por aceptar que no ha existido una sola modernidad, sino que esta última ha conocido múltiples encarnaciones dentro y fuera de Occidente. No obstante, hay pocas dudas de que las sociedades occidentales fueron –digamos– núcleo irradiador de la primera modernidad industrial; lo que incluye los presupuestos filosóficos de una idea de progreso que solo podía entenderse en el marco de un proyecto emancipador. Pero no parece coherente sostener que el experimento soviético no era “moderno”; incluso un fascismo como el italiano apostó a su manera por serlo. Si desvinculamos modernidad y democracia, dando así por buena la posibilidad de una modernidad que no sea democrática ni liberal, ¿acaso la China de hoy no es una sociedad moderna? Dirigida por ingenieros, con plena confianza en la ciencia y la técnica como motores del crecimiento económico y abierta sumisión del individuo al Estado como agente encargado de dirigir el progreso general del país, China es moderna sin ser occidental. Porque ha tomado lo que le interesa de la modernidad occidental, eliminando aquellos rasgos que diferenciaban el proyecto normativo derivado de la Ilustración europea.

He ahí un camino para quienes descreen de la democracia liberal y sin embargo no renuncian a la creencia –fundada– en el progreso material. No es un camino inédito: de la España de Franco al Brasil de la dictadura, han abundado los autoritarismos que prometían crecimiento en lugar de libertad. Lo que distingue a China es una ambición geopolítica de orden imperial, fundada en un excepcionalismo que nada tiene que envidiar al estadounidense; apenas es, por razones tácticas, bastante más discreto. En cuanto a las democracias liberales occidentales, solo cabe esperar que sigan siéndolo: pese a sus muchos defectos y visibles contradicciones, el ideal occidental se nos antoja mejor que los demás. Y bien que lo echaríamos de menos.

10 de septiembre 2025

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