Pasar al contenido principal

Revolución (¿?) bolivariana

newsboy
Tiempo de lectura: 6 min.

Si uno revisa las ocurrencias políticas que anunciaba Hugo Chávez, impresiona su fuerte adjetivación ideológica, sobre todo hacia el final de su mandato. El desmantelamiento del Estado de derecho –porque a eso se abocaron mayormente—se cobijaba en una retórica grandilocuente, adornada con las consignas “revolucionarias” que mejor encajaban. Eran años en que Chávez se bañaba en popularidad, habiendo sido reelegido con un margen apreciable de votos y provisto, por la providencia, de ingresos petroleros nunca vistos en Venezuela. Permitió izar esperanzadoras banderas de un Socialismo del Siglo XXI, validado por programas generosos de reparto –las misiones-- que confirmaban sus bondades. El dominio histriónico del comandante se volcó a contraponer a sus “compatriotas” contra los “escuálidos, apátridas”, valiéndose de símbolos extraídos de la mitología patriotera y/o comunista, contagiando un espíritu “revolucionario”. Con ello, obnubiló tanto a tirios como a troyanos. Y es que, en Venezuela, la palabra “revolución” tiene buena vibra.

Sabemos en qué terminó esto. Muerto el gran taumaturgo y sustituido por un Maduro desangelado y sin los portentosos ingresos petroleros de su padre putativo, se desnudó la devastación que se había estado produciendo tras bambalinas. Y, en manos de tan incompetente e insensible legatario, el país fue cayendo en barrena, hasta llegar a la situación trágica que nos abruma hoy: una economía sin acceso al financiamiento internacional, reducida a menos de la tercera parte de cuando asumió el poder; la industria petrolera destruida; servicios públicos colapsados; la educación y la salud públicas en coma; una emergencia humanitaria compleja, tornada en crónica por la pobreza extendida; y las cárceles atiborradas de inocentes venezolanos. Porque la represión es su única respuesta “política”.   

Difícil llamar a semejante hecatombe “revolución”. No obstante, sorprende escuchar todavía, en boca de jerarcas maduristas, elucubraciones maniqueas insistiendo en tal fantasía. La realidad no se toma en cuenta porque desmiente abiertamente estas ínfulas. Desnuda su impostura.

Es preciso aclarar, entonces, nociones básicas de lo que puede entenderse por revolución. Como quiera que éste no es espacio para disquisiciones teóricas sobre el tema, examinemos sólo dos de sus características constitutivas: 1) fuerzas políticas y sociales insurgen contra el orden establecido y destruyen los cimientos de poder que le sirven de sustento; y 2) en nombre de los oprimidos cuya redención, supuestamente, estarían persiguiendo, implantan un nuevo orden bajo su hegemonía. La historia tiende a mostrar, empero, que esta ansiada “vuelta de la tortilla” termina muchas veces encumbrando, con el tiempo, a opresores similares a los que fueron defenestrados.

Sea como sea, esta óptica simplista descalifica como tales a casi todas las “revoluciones” que pueblan nuestra historia. Sobre todo, a aquellos cambios violentos en el mando de la República que se libraban entre conservadores y liberales en el siglo XIX: el proverbial, “quítate tú pa’ ponerme yo”. Otros acontecimientos de nuestro pasado corrieron mejor suerte. Quizás las consecuencias del golpe palaciego contra Medina califican como revolucionarias, pues sirvieron para implantar un nuevo orden que inspiró la acción política democrática durante el resto del siglo.

¿Cómo se retrata la Revolución Bolivariana con respecto a estos criterios? Ha cumplido, de manera fehaciente, con el primer término de la ecuación. Nadie dudaría del portentoso “logro” de haber destruido cabalmente las instituciones sobre las que descansaba, hasta hace poco, nuestro orden republicano. Anuló los poderes autónomos que sustentaban el ejercicio de la democracia en tanto que aseguraban los derechos y deberes de los venezolanos. Así, despejó el camino a la imposición de un autócrata que concentró en sus manos las decisiones sobre el quehacer político.

Pero, y esto tiene que ver con la segunda característica, en absoluto reemplazó el destrozo causado con un nuevo orden que redimiese a los oprimidos. En vez de ello, sembró un desorden descomunal. Desapareció toda pauta con la que se pudieran discernir “nuevas reglas del juego” que orientaran a los venezolanos, sobre todo en lo que respecta a su relación con el Estado. Porque, en vez de reemplazar las instituciones que se desmantelaban, el vacío fue llenado por la decisión personal y discrecional, sin rendición de cuentas, de Chávez. Y no podía ser de otra manera, pues la avidez por el poder, supuestamente para cumplir –a discreción del líder supremo—con los fines “revolucionarios”, no admitía contrapeso ni acción contralora independiente alguna. Si Chávez era “el Pueblo” (con mayúscula) como clamaba la propaganda, no tenía sentido que ese pueblo le pidiera cuentas o que supervisase sus decisiones. ¡La democracia participativa y protagónica, pues!

En resumen, el chavo-madurismo acometió solo el primer “momento” de todo proceso revolucionario, el de la destrucción. Y, si se examina de cerca, tampoco ello está muy claro, pues en vez de desmontar la estructura de poder existente, la exacerbaron al ampliar, en extremo, los márgenes discrecionales con que el presidente podía decidir sobre la renta petrolera. Si antes ello se sujetaba al control presupuestario de una Cámara Legislativa con fuerte presencia opositora, bajo Chávez toda acción contralora de poderes nominalmente independientes dio paso a la anuencia ciega con lo que decidiera el comandante. Y, mientras perduraron los extraordinarios proventos de la exportación de crudo, el “orden” que emergió se metamorfoseaba constantemente de acuerdo con las preferencias que, en cada momento, lo entusiasmasen: las cooperativas, luego los Fundos Zamoranos, las Empresas Sociales de Producción y finalmente, los artificios de una supuesta economía comunal. Cualquier noción de “orden” sólo existía en la mente de quienes confiaban en la visión infalible del eterno, quien cubría el incumplimiento de su capricho anterior, con uno nuevo, proclamado bombásticamente a los cuatro vientos. Para eso disponía de todos los reales del mundo.

Maduro, sin carisma, sin recursos –porque destruyó la economía y la industria petrolera--, sin saberes, repudiado por las mayorías y aislado adentro y afuera, carece de toda posibilidad de ofrecer un ordenamiento político-social mínimamente creíble. Sólo el menjurje de un severo programa de ajuste neoclásico descargado sobre trabajadores, a quienes desconoce sus derechos, mientras alardea ser un “presidente obrero (¡!) revolucionario”. Sobre una administración pública que está en el suelo, unos servicios públicos cada vez más precarios y el aislamiento financiero, no puede construirse nada.

Pero la carencia más importante de todas es la del apoyo popular. Al trampear tan vulgarmente el resultado electoral del 28J 2024, Maduro estaba sellando su incapacidad de ofrecerse como opción real de poder, como conductor de un ordenamiento político plausible. De ahí que, lo que le queda es afincarse en la vertiente destructiva de su supuesta “revolución”. En sus labios, esta palabra se ha convertido, para la inmensa mayoría, en sinónimo de “destrucción”. No en balde colocó a un individuo tan incompetente, inmoral y delictuoso como Alvis Amoroso, al frente a lo que era el CNE. Y en efecto, al lado de la destrucción de la Fuerza Armada, de PdVSA, de la economía productiva, de los servicios públicos y de toda noción de justicia, puede vanagloriarse también de la destrucción del sistema electoral venezolano. Y ahora, para culminar su obra destructiva, amenaza cambiar la constitución para imponer un Estado comunal. La consistencia de un Rey Midas al revés. Es su sino.

Ante esta constatación inequívoca de que con Maduro las cosas no pueden ir sino hacia peor, cada día que permanece en el poder representa una tragedia. ¡Basta ya! Los factores que todavía le dan sustento saben que la única opción políticamente viable, es restaurar la soberanía popular para erigir, con el auxilio de todos los venezolanos de buena voluntad, un país libre, cada vez más próspero, reconocido internacionalmente. Pero tienen que pasar a la acción. Deben hacer realidad la transición hacia un gobierno democrático, dirigido por Edmundo González Urrutia con el apoyo de la vasta mayoría de sus compatriotas. A acabar con la farsa. No hay de otra.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela 

humgarl@gmail.com