
Siempre he hablado. Desde niña, me gané regaños por contestona, por esa necesidad visceral de responder cuando algo huele a mentira o, peor aún, a injusticia. La palabra ha sido mi arma y mi refugio, el eco de una rebeldía que nunca supo arrodillarse. Pero hay momentos en los que hasta los ecos se apagan, no por voluntad, sino porque el aire que los lleva se ha vuelto demasiado denso, demasiado peligroso.
Twitter —ahora X— era uno de esos lugares donde mi esencia respiraba libre. Un espacio para la indignación, la ironía, la discusión sin tapujos. Pero en Venezuela, hasta el acceso a la plataforma es un acto de resistencia: VPNs, conexiones que fallan, la molestia constante de saltar muros digitales solo para decir lo que en otros países se dice sin pensar. Y sin embargo, eso no es lo más grave. Lo peor es cuando el miedo se te cuela entre las letras, cuando revisas dos, tres veces un tuit antes de publicarlo, no por pudor, sino por calcular si esa opinión vale más que tu libertad. La autocensura es un veneno lento. Empieza como un susurro —*"mejor no"*— y termina convirtiéndose en un hábito.
Los grupos de WhatsApp, antes campos abiertos de debate, ahora son terrenos minados: mensajes efímeros, audios que se autodestruyen, fotos que desaparecen. No por proteger intimidades, sino por borrar huellas. Porque en este país, un comentario puede ser "incitación al odio", una crítica económica, "terrorismo", y una franela con consignas, prueba suficiente para desaparecer entre rejas. Demasiados amigos se han vuelto sombras. Los agarran de madrugada, los encapuchan, los arrastran a celdas sin nombre. Y lo más aterrador no es la arbitrariedad, sino la normalización. *"Está en el Helicoide"*, *"lo vi en SEBIN"* —como si fueran direcciones de restaurantes y no estaciones del horror.
Los economistas ya no hablan de inflación, los profesores miden cada ejemplo, los artistas calculan cada metáfora. El silencio se viste de prudencia, pero es miedo puro. Me resisto. Me niego a que este ahogo se vuelva costumbre. Tal vez la salida sea escribir sin nombre, inventar un alter ego, dejar que mis palabras viajen en la voz de otros, los que están lejos de estas garras. Porque lo que aquí ocurre no puede quedarse en murmullos. El terror se alimenta del silencio, y aunque el miedo me obligue a bajar la voz, no logrará que cierre la boca. Al fin y al cabo, siempre he sido de hablar. Y eso, en tiempos de censura, es un acto de terquedad. O de supervivencia.