El regreso a España con mi mamá en 1958 y la permanencia allí por ocho meses, fue realmente inolvidable por todas las cosas que he venido relatando durante varias semanas. Disfruté de mi familia y de una España que, en realidad, no conocía y era muy diferente a la de hoy. He regresado de visita en múltiples ocasiones después de esa fecha, pero esos recuerdos de hace 67 años, la primera vez, los guardo muy profundamente. Pero ha llegado el momento de narrar el proceso de regreso y concluir con este capítulo mis recuerdos de esa infancia.
Ida y vuelta, en barco
Comentaré la ida y el regreso como un solo episodio; las hicimos naturalmente en barco, era el medio de transporte en esa época y fue una aventura muy divertida, porque de este viaje sí tengo más recuerdos que del primer viaje en barco, cuando vinimos a Venezuela en 1956 y solo tenía cinco años.
Nos fuimos en el Monserrat y regresamos en el Begoña, que eran dos buques de Transatlántica Española, que en aquella época eran los principales barcos que traían y llevaban pasajeros entre España y Venezuela. Los viajes en barco son fabulosos; lo único malo son las salidas y llegadas a puerto, pues los mareos fueron tan “fabulosos” como el viaje mismo. Desde Venezuela partimos rumbo a España, pasando por Jamaica, Trinidad y Tenerife −tres escalas que significaban tres de esos “fabulosos mareos”− y llegábamos a Vigo. Algo que recuerdo vivamente es que, cuando llevábamos ya más de una semana navegando, salíamos de Jamaica, vimos una costa que pensábamos que era Tenerife y resultó ser la de Paria, Venezuela, pues íbamos rumbo a Trinidad; aún nos faltaban, por lo menos, otras dos largas semanas, para llegar a España.
El Monserrat y el Begoña
Merece la pena reseñar, aunque sea brevemente, algo de estos buques por su papel en la migración española hacia Venezuela entre 1950 y 1970. Fueron construidos en 1945 en EE. UU. como cargueros militares, conocidos como Vassar Victory y su gemelo. Vendidos después de la guerra a Italia y rebautizados como Castel Bianco (el Begoña) y Castel Verde (el Monserrat), hasta que fueron adquiridos por la Naviera Española y rebautizados con los nombres que conocemos. Originalmente eran para unos quinientos pasajeros, pero duplicaron a más del doble su capacidad, dado el gran número de inmigrantes hacia América en los años 1950. El Begoña operó hasta 1974; el Monserrat, por su parte, lo hizo hasta 1970, tras un incidente que lo dejó a la deriva en agosto de ese año, con unos 900 pasajeros, cerca de las costas de Tenerife; incidente en el que no hubo víctimas que lamentar, excepto que precipitó el fin de su actividad.
Al Monserrat y al Begoña les decían barcos gemelos, pero el Begoña era algo más grande, pues tenía dos cubiertas −como se puede apreciar en las fotos que se consiguen en Internet− y no eran simplemente barcos para “transportar gente”, pues tenían algunas comodidades y hasta algunos lujos.
Recorriendo el barco
Tanto en el Monserrat como en el Begoña, desde el primer día me apropié del barco; sobre todo del Monserrat, porque cuando el capitán me vio subir a bordo, llamó a mi madre y le preguntó si yo podía caminar “sin esos aparatos”, y cuando ella le dijo que sí y le explicó el motivo del viaje, el capitán dijo que, si no me hacían falta para caminar, que me los quitara durante el viaje, que no era seguro por los vaivenes propios del barco en el mar. Pero, en realidad, lo que él no podía ver era a un niño así en su barco. Así que, ¡Adiós aparatos!, al menos durante el viaje, por decisión del capitán, que además resultó ser una decisión premonitoria, pues al poco tiempo, en Madrid, me los quitarían para siempre, como ya he contado. (Ver La Inmigración (y 4), en https://bit.ly/41hhSvY)
Libre, me dediqué a recorrer el barco a placer durante todo el viaje, con los compañeros de juego y viaje que siempre se consiguen. Nos metíamos por todas partes, hasta aprendimos a caminar como los marineros para mantener el equilibrio; nos montábamos en los botes salvavidas, bajo la angustiosa vigilancia de la tripulación, incluso bajábamos a la cubierta de máquinas, aunque allí no nos dejaban estar mucho tiempo. No respetábamos “clases”. Igual jugábamos por el área de los dormitorios de tercera clase que por los espacios reservados a pasajeros de primera clase, y hasta nos metíamos en el bar de proa, que supuestamente era el bar “para los negros”, porque muy a tono con la época había un bar para la gente de raza negra en la proa del barco y uno para la gente de raza blanca en la popa; así como turnos diferentes en el comedor. El barco hacía escalas recogiendo y dejando pasajeros en Jamaica y en Trinidad, que al llegar a España seguían viaje para Southampton, Inglaterra, probablemente en el mismo barco, pero no estoy seguro.
Las escalas
Naturalmente, nos bajamos en esos puertos intermedios –Jamaica, Trinidad y Tenerife– a recorrer durante pocas horas. Por cierto, es la única vez en mi vida, en ese viaje de ida y regreso, que estuve en las Islas Canarias.
De Trinidad y Jamaica no recuerdo muchas cosas y, aunque tengo algunas fotografías, no logro diferenciar cuál es cuál. Solo recuerdo que, en una de esas islas, andábamos buscando visitar un parque del que nos habían hablado y, chapuceando el inglés, le preguntamos la dirección a un vendedor ambulante de caramelos y chucherías, que las llevaba en una bandeja colgada del cuello con una correa. Como no lográbamos entender su explicación, él se dio cuenta y amablemente se ofreció a guiarnos al sitio que buscábamos, que no quedaba muy lejos. Para hacerlo, se quitó la bandeja, la puso en el suelo y empezó a caminar delante de nosotros. Yo miraba asombrado, a él y a su bandeja, y maravillado de que la dejara allí sin temor a no encontrarla a su regreso. Eran otros tiempos… y otros países.
Piscina y hambre
No sé si el Monserrat tenía piscina, probablemente no, o para ese viaje no estaba en funcionamiento, pues no la recuerdo; como sí recuerdo perfectamente la del Begoña, que quedaba en la cubierta superior (a lo mejor era por eso que el Monserrat no la tenía, pues tenía una sola cubierta). En todo caso, la del Begoña la disfrutamos mucho; era de agua salada, cuadrada, pequeña y uniformemente profunda. Además, allí estuve a punto de cometer un “asesinato”, según mi prima, que asegura que yo le quité el tapón de su salvavidas. En ese viaje, no lo había comentado aún, vinieron con nosotros mi tía Geli, esposa de mi tío Luis, un hermano de mi mamá, quien ya estaba en Venezuela, y mi prima Mari. Ya he contado sobre ellos en otro momento (El Regreso, La Otra Inmigración (4), ver: https://bit.ly/420NoP0)
Lo que también recuerdo de la ida en el Monserrat es que pasamos mucha “hambre” en ese viaje, no porque la comida en el barco no fuera buena o abundante –en los barcos, y no solo en los cruceros vacacionales, sirven comidas buenas y abundantes–, pero cenábamos muy temprano, antes de las 6 p.m., y nos acostábamos muy tarde. La comida que vendían en el bar, algunos bocadillos, era muy cara, y no podíamos gastar mucho, pues hasta llegar a España no tendríamos más dinero. Recuerdo, por ejemplo, que una limonada costaba cinco o seis pesetas y una Pepsi-Cola costaba siete u ocho, que ya era más de un bolívar –que en ese momento eran seis pesetas−, mientras en Venezuela una Pepsi-Cola, en aquella época, costaba un mediecito (0,25 cts.). Pero, dada esa experiencia, no nos pasó lo mismo en el viaje de regreso. Mi mamá y mi tía vinieron con un maletín atiborrado de latas de aceitunas, bonito, mejillones, sardinas, embutidos, galletas y un sinfín más de cosas que nos garantizaran, como en efecto ocurrió, que no pasaríamos el “hambre” que pasamos en el viaje de ida.
“Una fiesta inolvidable”
El subtítulo de esta sección no tiene nada que ver con la también inolvidable película de Peter Sellers, pues ésta se refiere a la “Fiesta del Capitán”, de la que tengo muy gratos recuerdos. La “fiesta”, en ambos trayectos, se celebró unos días antes de llegar al destino; pero recuerdo sobre todo la del viaje de ida en el Monserrat. Para los niños nos organizaron varias competencias: pescar manzanas con los dientes en un tobo con agua −proeza imposible−, sacar monedas con la boca de un plato con harina, correr con una cuchara y un huevo −cocido, claro− en ella, y otros. La prueba máxima fue una carrera de sacos, en la que yo quedé campeón, para felicidad mía y del capitán, pues eso le daba la razón con lo de mis aparatos ortopédicos. Me entregó el premio en persona: un juguete muy raro para la época, que ya no me acuerdo bien cómo funcionaba, pero era con pilas y encendía unas luces, grandes, de colores, que daban vueltas… solo me duró unos días, no llegó a España.
Vigo
Desembarcábamos en Vigo, un puerto de Galicia −meses después embarcamos en el mismo sitio para el regreso−; pero no recuerdo nada de Vigo en el viaje de ida, excepto que me impresionó lo tarde que oscurecía –casi las 10 de la noche− y el autobús en el que nos fuimos a Asturias, un ALSA, gris. Todavía existe esa línea de autobuses, de origen asturiano y es una de las principales de España y Europa. Pero lo importante es que: ¡ya estábamos en España, a tan solo unas horas de Asturias!
El regreso, de Asturias a Vigo en 1959, seguramente fue en tren, por la cantidad de equipaje, nuestro y de mi tía y prima, pero no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo algo más es del puerto de Vigo, pues traíamos mi bicicleta, que la habían metido en un embalaje de madera, grande, como para una moto, y en el barco se negaban a subir aquel “armatroste”; hasta que el mozo-maletero que nos ayudaba con las maletas, un gallego flaco, algo viejo y muy nervioso, vestido de uniforme azul oscuro, con gorra y todo, se cansó de la discusión y la espera, y a puñetazos desclavó el embalaje y subió la bicicleta rodando por la rampa de carga hasta la bodega del barco, acompañado de mi preocupación y los aplausos de todo el mundo. −La bicicleta llegó perfecta a La Guaira y me duró muchos años en Venezuela−. Nada más tengo ese recuerdo de Vigo.
Conclusión
Finalizo así el relato de mi regreso a España y mi reencuentro con una tierra que, en realidad, no conocía. Al cerrar este capítulo —con el que concluyo también Las Crónicas de los Recuerdos, sobre mis “dos inmigraciones”, iniciadas el 8 de agosto pasado—, no puedo dejar de mencionar que no es la nostalgia lo que me impulsa a relatar estas experiencias y recuerdos.
La nostalgia es una emoción compleja que surge al recordar con cariño momentos del pasado que ya no podemos revivir. Es una mezcla de alegría por lo vivido y tristeza por lo irrecuperable. Se parece mucho, sin duda, a la melancolía, pero sin la tristeza que esta conlleva.
No puedo decir que a mis ocho años sentía la nostalgia que ahora podría experimentar al escribir todo esto, porque en ese entonces era más emocionante el regreso a Caracas, con todos mis recuerdos, anécdotas que contar a mi papá, tíos y amigos, y con algunas preciosas cosas que traía: sobre todo, mi bicicleta y el “fuerte apache”, que mencioné en La Inmigración (y 4), ver https://bit.ly/41Y77yH) Evidentemente, tenía sentimientos distintos, que no sé si llamar nostalgia, porque eran diferentes a los que tuve cuando vine a Caracas por primera vez, con solo cinco años.
Como ya he explicado, lo narrado no constituye unas memorias; son solo recuerdos de mis años de infancia, entre los cinco y los nueve años, aproximadamente. Son, como dije en el primer capítulo de estos recuerdos, en el mes de agosto pasado (La Inmigración (1), ver en https://bit.ly/48h9ktg), una forma de dejarles a mis hijos, familiares y amigos esos recuerdos, y de estimular a otros a que hagan lo mismo.
Además, son una manera de rendir culto a la hoy tan vilipendiada, denostada e incomprendida inmigración. Es decirle a quien lo quiera leer sin prejuicios —algo difícil hoy en día— que, tras la inmigración, además del deseo de romper con una situación insoportable en el país de origen, hay también la disposición de dejar en la tierra de acogida lo mejor de uno mismo, y la indoblegable —y millones de veces demostrada— voluntad de ayudar a construir esa sociedad y ese país que acoge al inmigrante. Aquellos que desaprovechan esa oportunidad o se mal aprovechan de ella son, en realidad, una minoría sobre la cual no se puede generalizar.
Al final, me doy cuenta de que todo lo que he descrito tuvo —y tiene— para mí otro lado muy positivo: me conectó con mis raíces, me ayudó a valorar lo que he vivido y experimentado —allá y aquí—, y sin duda fortaleció mi identidad. Toca ahora, a partir de la próxima semana, continuar y retomar otros temas que temporalmente he dejado de lado.
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