
Inicié la semana pasada la serie de Crónicas de los Recuerdos, con un primer escrito sobre La Inmigración, en el cual narro lo poco que recuerdo de mi llegada a La Guaira y los primeros días en la Caracas de febrero de 1956. Continuaré ahora con el impacto que me causó una ciudad como Caracas, en los tres primeros años de mi vida en Venezuela.
Primera visión de Caracas.
Tenía solamente 6 años; pero, Caracas me fascinó, me impactó para siempre, me marcó profundamente para toda la vida. Lo que les narro corresponde a mis vivencias, desde la llegada en febrero de 1956, hasta julio o agosto de 1958, cuando circunstancias especiales −que contaré en otro momento−, me llevaron de regreso a España, por un periodo muy corto de tiempo.
Si la llegada a La Guaira, de noche, que solo veíamos las lucecitas en los cerros, nos impactó, la llegada a Caracas y recorrerla los primeros días, fue para todos, especialmente para mí, deslumbrante. Árboles por todas partes y la vegetación de un verde intenso; avenidas y calles, para mí, anchas, con aceras llenas de gente; autobuses y automóviles, de marcas que no había visto nunca y menos en esa cantidad; ¡televisión!, que me maravilló; en mi fantasía infantil, teníamos un cine, propio, en la casa, en el que vi series infantiles inolvidables −sobre todo Rin Tin Tin y El Sargento Preston− y películas, la mayoría argentinas y mexicanas; parques, como Los Caobos, que aún no había sido remodelado, ni mudado para allá la fuente de la Plaza Venezuela y sus caminerías eran de tierra; zoológicos, como El Pinar, con todos aquellos “exóticos” animales enjaulados, especialmente los monos, pero que por quedar tan lejos de donde vivíamos, solo visité ocasionalmente; y otros en los que jugaba en los columpios −aún no existía el extraordinario Parque del Este, que empezó a construirse en 1959−; muchos edificios, algunos de más de 10 pisos, en urbanizaciones floreciendo y construyéndose por todas partes; recuerdo especialmente la que hoy es Prados del Este, pero la recuerdo porque tenía a la entrada una especie de fuente o lagunita, en la que unos pocos años más tarde íbamos a “navegar” nuestras lanchitas con motor de pilas y que usualmente se quedaban atascadas en alguna parte de la laguna y que nos obligaba con gran “disgusto” y más jolgorio a meternos a rescatarlas; el imponente paseo de Los Próceres, con aquellas enormes estatuas de los héroes de la Independencia, que lucharon contra los “realistas”, como ya los empezábamos a denominar – a mí no me costó mucho trabajo hacerlo, viniendo de una familia republicana.
El Himno
Aludir a los próceres de la Independencia, me lleva a comentar algo que no olvidé nunca al entrar al colegio −aunque del colegio hablaré en otro momento− siete meses después de llegar: ¡Cantábamos el Himno Nacional!; lo había oído por televisión, pero yo nunca había cantado un himno, y menos el de España −que además no tiene letra−, en la época del franquismo se usaba el de la Falange Española −Cara al Sol−, que había oído, sí, pero nunca lo había cantado. Mi sorpresa fue mayúscula con el Gloria al Bravo Pueblo, que todos nos aprendimos rápidamente y cantábamos, al menos una vez por semana, mientras izábamos la bandera, formados en fila en el patio. Al principio me parecía que tenía unas estrofas muy raras, que nunca entendí, ¿Cómo era eso que el “vil egoísmo” temblaba de pavor, pero “otra vez triunfó”?, tarde años en entender que ese “otra vez” se refería al pasado, que quería decir que “otrora triunfó”, pero nunca entendí −todavía hoy no entiendo− por qué no se escribió el “otrora” de una vez. “¿Licencia poética?”, tal vez.
Lluvia y sin nieve
El clima de Caracas fue otra gran novedad. En esa época aun no entendía eso del “valle” a mil metros de altura y menos aún lo de la zona de clima tropical de sabana, con influencias subtropicales de tierras altas, etc.; proveniente de Gijón −una pequeña ciudad portuaria de Asturias, y de una "aldea" asturiana, del Concejo de Carreño, Guimarán−, no me cansaba de admirar aquella ciudad en la que nunca teníamos frío y casi siempre había sol, excepto cuando llovía; por cierto, cuando llovía, llovía; pero eso no nos perturbaba, si estábamos jugando nos metíamos en la entrada de algún edificio y esperábamos que dejara de llover; rápido aprendí esa ley criolla, que se aplica por igual al clima y a la política: “llueve y escampa”; no solo escampaba, usualmente salía el sol y reanudábamos el juego interrumpido, en medio de algunos charcos que pronto el calor y el sol los desaparecían. A mis cortos seis años, el primer diciembre que pasé en Venezuela, una mañana, en la calle, viendo ese cielo azul decembrino que bien conocemos, con nubes blancas y limpias, tuve una verdadera “epifanía” −no religiosa, pero casi−, fue una verdadera “revelación”: ¡No nieva, en Venezuela no solo no hace frio, ¡No nieva!; es verdad que en Gijón, puerto al fin, tampoco nevaba mucho, pero hacia donde viví con mis padres y donde vivían mis abuelos, sí nevaba algo y el frio, acompañado de frecuentes lluvias y de humedad, era insoportable. Nada de eso había en Caracas.
Regalos de Navidad.
De los primeros días en Caracas recuerdo muy poco, solo la llegada al apartamento, en un edificio en Colinas de Bello Monte, − ¡que tenía ascensor y no teníamos que subir escaleras! – y allí nos esperaban nuestros “regalos de Reyes”, que nos explicaron que en Venezuela quienes los traían eran el Niño Jesús o San Nicolas, “Santa”. Recuerdo que ese diciembre, fue un camión grande, de plástico, de color rojo y amarillo con ruedas negras. Seguro había más cosas, pero yo solo recuerdo ese camión; no había tenido nunca un juguete de plástico. Solo recuerdo mi último regalo de Reyes en España: unas sardinas de chocolate, envueltas en “papel de plata”, una escopeta con un corcho atado y un barco de hojalata, al que se le daba cuerda y caminaba bamboleándose. Seguramente el barco fue un regalo para ir preparando el viaje que ya se avecinaba. ¡Que sabios eran esos Reyes Magos!
Las piñatas.
Yo cumplí los 6 años en Venezuela, a escasos cuatro meses de llegar, y aún recuerdo la primera piñata, para mi primo y para mí, que cumplíamos años con un mes de diferencia, aunque él me lleva un año de edad. No había invitados, apenas conocíamos gente y no había mucho dinero para celebraciones, pero todo había que celebrarlo. Así que rompimos la piñata en la sala del apartamento y debe haber sido una experiencia extraordinaria, porque, aunque tuve muchas otras piñatas de allí en adelante y fui a muchas de otros, no recuerdo ninguna otra como aquella. Pero ni siquiera recuerdo la figura de la piñata −era lo de menos−, lo que recuerdo es que estaba llena de cosas maravillosas: caramelos, soldaditos de plástico, metras, peloticas de goma y un sinfín más de extraordinarias cosas, entre ellas: ¡Plastilina!, una cosa que como Los Recuerdos de Serrat, por aquí se encoge, por allá se estira, se moldeaba a mi gusto y destreza, cuando la dejaba, se entristecía y se endurecía; pero al tocarla, con el calor de mi mano, se volvía suave y moldeable de nuevo, lista para hacer lo que yo quisiera −o pudiera−, era algo mágico que no había visto nunca. De esa primera piñata viene que toda mi vida haya sentido una fascinación especial por las tiendas donde venden piñatas, pero, sobre todo, por los jugueticos que le sirven de relleno.
La Plaza Bucare
Vivíamos en Colinas de Bello Monte –siempre, hasta que me casé, viví allí–, en una plazoleta al final de la Avenida Miguel Angel, avenida que, aunque solo mide cuatro cuadras, con aceras amplias y dos canales de circulación y va en una sola dirección, oeste-este, a nosotros nos parecía enorme. No nos dejaban salir hacia la avenida, mucho menos cruzarla solos; solo podíamos jugar en la Plaza Bucare, donde aún está el edificio donde vivíamos –el VEI, después y hasta hoy llamado San Laureano– y había en esa plazoleta cinco edificios en total, que aún están –el Ereaga, de inspiración y nombre vasco, cuya fachada da a la Avenida Miguel Angel, el Cocó, el San Laureano −que era el nuestro−, el imponente Bucare y el Julimar– y un terreno vacío a la entrada de la plazoleta, donde jugábamos construyendo casas con cajas de cartón, maderas de embalaje y materiales de construcción desechados; hasta que hicieron allí un taller mecánico y muchos años después un edificio en donde hoy funciona el Registro Inmobiliario del Primer Circuito de Baruta.
Amigos.
En la Plaza Bucare había niños y muchachos para todas las edades; en realidad la Plaza, como dije, era solo un redondel; no tenía nada de plaza, no había nada en ella, ni árboles, ni bancos, por lo que buena parte del día podíamos jugar beisbol con pelotica de goma o “fusilado” en esa redoma. Era muy segura, no había tráfico, solo circulaban los carros –que para la época no eran muchos– de quienes vivían en alguno de los edificios de la Plaza, que les servía de estacionamiento. Nuestra vida discurría allí. No nos dejaban ir solos a recorrer la Avenida Miguel Ángel, aunque nos echábamos nuestras escapadas, una cuadra arriba, hasta el Mendie-Eder, o una calle abajo, hasta la calle Caujaro, pero esa era una “aventura interna”, pues llegábamos por el callejón de atrás del edificio Ereaga. Pero cruzar la avenida Miguel Angel, jamás.
La primera experiencia escolar
Lo inevitable, llegó. Con más de seis años cumplidos, fue imposible encontrar una escuela o colegio y para kínder ya era muy grande, además de que ya sabía leer y escribir, pues había aprendido en mi casa y en el corto tiempo que fui a la escuela en Guimarán. De tal manera que nos pusieron, a mi primo y a mí, en una escuelita o guardería que había en la planta baja del edificio Caujaro, en la calle del mismo nombre, que era paralela a la nuestra y que se veía desde mi casa, desde donde mi abuela nos “espiaba”, y podía ver cómo nos pasábamos toda la mañana “jugando” −que es lo que usualmente se hace en una guardería o “kínder”−; pero esto no era así, personalmente recuerdo que la maestra o “señorita” me llamaba a su mesa para que leyera en un libro silabario que utilizábamos y que yo leía de corrido −siempre leí muy bien, aunque tenía pésima caligrafía−; rápidamente volvía a mi “oficio”, que era naturalmente: jugar, especialmente con la divertida plastilina, con los aburridos tacos o simplemente corretear por entre las mesas con mis compañeritos, que son las actividades que se hacían y se hacen en cualquier kínder, de aquella época o de ahora. Pero, en la “filosofía educativa” de mi familia, donde −como en casi cualquier familia española de la época−, “la letra con sangre entra”, aquello que veía mi abuela ¡no podía ser!, y el resultado fue que duramos muy poco en ese kínder. Siempre supuse que además la “señorita” le debe haber dicho a nuestras mamás que ya nosotros, mi primo y yo, leíamos y que estábamos muy grandes – 6 y 7 años− para ese kínder; pero la versión “oficial” siempre fue la otra, la de que “nos la pasábamos jugando”.
El primer colegio
En mi memoria no hay otra experiencia escolar, formal, después de esa; mi primo y yo la pasamos como verdaderos niños sabaneros, en la calle y haciendo tareas que nos ponían en casa; hasta que entramos a primer grado −acontecimiento que si recuerdo claramente− en septiembre de 1957, en el Colegio en donde haría toda la primaria y que se estaba inaugurando ese año: Nuestra Señora de los Dolores. Ese colegio cumple este año 68 años en el mismo sitio, al final de la Avenida Caurimare de Colinas de Bello Monte −al lado de la Concha Acústica “José Ángel Lamas” hoy restaurada y nuevamente en pleno funcionamiento, como lo era en esos años−. Es un colegio católico, obviamente privado, que pertenece a una sub orden u orden menor de la Espiritualidad Franciscana, los Padres Terciarios Capuchinos de Nuestra Señora de los Dolores; de allí su nombre en 1957, cuando abrió sus puertas, nombre que después cambió, en 1958, por Fray Luis Amigó, que conserva hasta hoy, en honor al fundador de la Sub Orden, Luis Amigó y Ferrer. Guardo los mejores recuerdos de ese Colegio, del cual probablemente no me hubiera ido, de no ser porque en esa época aun no contaba con bachillerato. En realidad, también fui muy feliz en el Colegio La Salle La Colina, donde hice la secundaria. Pero al tema de escuelas y colegios, le dedicaré un relato especial en algún momento.
Conclusión
La próxima semana continuaré con otros recuerdos y momentos de esa infancia, en algunos de los espacios físicos en donde viví y los que recorrí, en mis primeros tres años de inmigrante en la fabulosa Caracas.