Cuando las circunstancias obligan a buscar temas sobre los cuales escribir, insospechadamente comienzan a aparecer algunos que despiertan interés. Es el caso de esta serie de Crónicas de los recuerdos, que hoy inicio con el tema de la inmigración. Pero, aunque el tema es tentador, no voy a escribir sobre la llamada "diáspora" venezolana, ni sobre las vicisitudes que en los tiempos actuales ominosamente confrontan los inmigrantes alrededor del mundo. Lo que trataré será algo más cercano e intimista: mi propia inmigración y mi llegada, hace ya 69 años, a esta que, a pesar de todo, sigue siendo la "tierra de gracia".
La finalidad
Desde luego, se trata apenas de algunos recuerdos; los de un niño, pues los niños también emigran y eso los marca para siempre. Obviamente, después de más de siete décadas, no puedo escribir como un niño, pero sí puedo hacerlo sobre lo que recuerdo haber vivido como tal, de aquella salida de España y la llegada a la Caracas de 1956, que tanto me impactó desde el primer día. Lo único que aspiro es que esto ayude a que mis hijos −en quienes primero pensé al escribir sobre el tema−, familiares directos o políticos, y amigos, valoren más lo que es Venezuela, lo que fueron y son sus raíces −por más que la vida los lleve por otros rumbos y geografías−. Y que otros emprendan la tarea de dejarnos también sus "recuerdos", aunque sea solo un atisbo de eso; si es así, este escrito habrá cumplido plenamente su finalidad.
Pionero y ancestro
Llegué a Venezuela en 1956, como parte de aquella oleada, ya tardía, de la posguerra civil española que emigró a América, huyendo de las penurias, el hambre y las persecuciones políticas del sanguinario franquismo. De manera que soy, a la vez, pionero y ancestro de una familia. poco numerosa −no pasamos de veinte−, de los cuales quedamos cuatro en el país. Los restos de nueve de esa familia están en el Cementerio del Este y los de mis padres, sus cenizas abonan la tierra. Ocho de los descendientes de esos primeros que llegamos al país −hijos y sobrinos− residen hoy en otros países, en los cuales −quiero pensar− reharán sus vidas como sus abuelos, padres, tíos y primos rehicimos las nuestras en Venezuela.
Niño inmigrante
Todos los "recuerdos" son personales y escasos; aquí más, pues son los del niño que fui hace 69 años, trataré de mantenerlos informales. Están centrados en momentos específicos y −como ya dije− significativos para mí. Son los "recuerdos" de la época de mi vida en la que fui un niño inmigrante, aunque como tal, no sabía en ese momento lo que era ser un inmigrante. Pero estoy seguro de que no significa lo mismo que ahora, pues tras mi llegada al país nunca fui, ni me sentí, rechazado, ni fui víctima de ningún tipo de intolerancia o xenofobia. Nunca me sentí tratado diferente que los otros niños de mi edad con los que jugaba o iba a la escuela; pero la llegada a Venezuela y establecerme aquí, marcó toda mi existencia. Aquí crecí, aquí estudié, aquí establecí una familia; aquí nacieron mis hijos —hoy ellos también son inmigrantes— y, como ya dije, aquí están las cenizas de mis padres −y se quedarán las mías− y están enterrados los huesos de varios de mis tíos y de mi abuela, que llegó conmigo aquel inolvidable día de febrero de 1956. Y aquí están también todos mis sueños de futuro, que me niego a enterrar o dispersar como cenizas.
Ya hace algún tiempo escribí en mi blog una especie de crónica sobre este tema −Una familia de Inmigrantes− y lo que me motivó originalmente, a escribir esa primera versión, era contárselo a mis hijos y amigos más cercanos, preservar los momentos más significativos de esa primera etapa de mi vida, antes que "el olvido" los vaya "carcomiendo". No había la intención de publicarlo más allá de hacerlo en ese blog personal, que tiene un alcance naturalmente limitado. Pero las circunstancias de la vida del país, que me llevaron a dejar de escribir asiduamente sobre política, y la recomendación e insistencia de varios que conocieron ese escrito inicial, me llevaron a emprender la tarea de revisarlo y ampliarlo para ser publicado, por ahora de esta manera; tarea pendiente hacerlo algún día de otra manera.
La llegada y lo que quedó atrás
Mi familia se estableció en Venezuela a finales de 1955; concretamente, el 10 de septiembre de 1955, fecha en la que llegaron mi madre y mi tía a La Guaira, llorando desconsoladamente al sentirse –y estar– en tierra extraña; alejadas de madre, hijos y esposos, pues por razones políticas, a mi padre y a mi tío, por haber sido presos políticos, no les dieron facilidades para dejar España. Seis meses antes de que, según la "ficha del pasajero" y el pasaporte de mi abuela, documentos que conservo, llegamos al país: mi abuela, un tío, un primo, mi padre y yo, concretamente el 17 de febrero de 1956. Nuestra travesía fue de 20 días —habíamos salido el 29 de enero desde el puerto El Musel, de Gijón—, en el Monte Albertia, un buque originalmente carguero, del que hablare más adelante.
La familia inmediata de mi madre −"reclamados" por mi abuela, que era la figura de inmigración que se utilizaba− se trasladó toda a Venezuela entre 1956 y 1965; no quedó nadie en España. En cuanto pudieron salir de allí, casi veinte años más tarde de finalizada la guerra civil, lo hicieron; esa fue una verdadera migración. En la guerra civil murieron o fueron fusilados por el régimen de Franco casi todos los hombres de la familia de mi madre. De la familia inmediata de mi abuela materna, solo sobrevivieron a la guerra: ella, mi madre, mi tía y sus dos hermanos, que al estallar la guerra tenían 15, 13, 17 y 10 años, respectivamente. Los resultados de esa guerra, el hambre y la falta de oportunidades en zonas de los que la perdieron, mostraron el camino de la emigración.
Por la otra rama, de la familia de mi padre, solamente él vino a Venezuela; allá quedaron los abuelos y las dos hermanas casadas, de un total de seis que sobrevivieron a la guerra o a la tuberculosis; una de las hermanas con tres hijos y la otra sin hijos. De esa familia aún viven algunos primos y sus hijos y nietos, que son la única familia que me queda en Asturias, al norte de España, y a quienes he visitado de vez en cuando.
Recuerdo pocas cosas de esa España, de ese período antes de viajar a Venezuela, y mis recuerdos probablemente se entremezclan con lo que me contaban mi madre y eventualmente mi abuela. Obviamente, recuerdo las cosas más traumáticas, felices o impactantes de ese período; como dije, apenas tenía cinco años cuando dejé España para venir a Venezuela.
La travesía en barco.
Es muy poco lo que recuerdo de esa primera travesía en barco. Como ya dije, el barco en el que viajamos, era el Monte Albertia, una motonave de menos de tres mil toneladas, que había sido construido en 1929 en un astillero vasco −el Euskalduna− y que formando parte de la flota de la naviera Aznar, se dedicó por años a trasportar hacía América mercancías y unos pocos pasajeros, que pagábamos un módico precio, entre dos y tres mil pesetas de la época −unos 75 US$ −; no hay muchas referencias de este modesto carguero, que no transportaba pasaje regular, no tiene historias de emigrantes, ni naufragios, ni incidentes famosos, hasta que fue desguazado o desarmado en 1967, una larga vida, sin embargo; pero, lo tengo que mencionar porque significó para mi familia y para mí el acceso a una nueva vida. Sin embargo, a pesar de ser tan importante, de esa travesía solo tengo muy vagos recuerdos, excepto por un episodio, que pudo haber sido una tragedia y al final quedó como una anécdota más bien simpática y fue la primera enseñanza que recibí sobre Venezuela.
El "bacinillazo"
Mi abuela había subido al barco una "bacinilla", que usábamos mi primo, un año mayor, y yo, para no tener que salir de noche del camarote, para ir al baño. No estaba ella por suponer que esa “bacinilla” iba a ser la protagonista de una peripecia, que pudo haber tenido alguna consecuencia. Al llegar al puerto de La Guaira, a mi abuela no se le ocurrió mejor idea que abrir el "ojo de buey" del camarote y lanzar la "bacinilla" al mar, con la mala fortuna y la mejor puntería de acertarle a la lancha del "Práctico", que pasaba en ese momento por el costado del barco, y romperle uno de los faros. ¡Tremendo susto! ¡Unos inmigrantes, recién llegando, arrojaban un objeto contundente contra una de las autoridades del puerto!; −no olviden que veníamos de una dictadura y había “agredido” a una autoridad, en un país que era también gobernado por un dictador−. Eso fue por supuesto lo que pensaron mi abuela, mi tío y mi padre, que temieron cualquier tipo de represalia o de complicación, pero a mi primo y a mí nos pareció de lo más divertido la puntería de la abuela y el certero “bacinillazo”.
En cualquier caso, mi abuela, mi padre y mi tío, salieron precipitadamente a contarle al Capitán del barco lo que había pasado. Cuando el "Práctico" subió a bordo, naturalmente enfurecido, el Capitán, señalando a mi abuela −quien, para el pensar de la época, era una persona muy mayor, a pesar de que solo tenía 63 años− explicó lo ocurrido al oficial, quien se calmó al darse cuenta de que no podía haber habido mala intención en aquella mujer. Ni siquiera se le ocurrió cobrarle a mi abuela el costo de su faro; pero no se le ocurrió mejor cosa que decir: “… para la próxima mire primero y tenga más cuidado…”, como si ese episodio de un viaje en barco, lanzar una "bacinilla" por el "ojo de buey" y acertarle a su lancha, fuera algo que se iba a repetir. De una posible "tragedia", la frase del "Práctico" la convirtió en "anécdota", y años más tarde me dejó la reflexión de que, a pesar de llegar a un país con una dictadura, la de Pérez Jiménez, si bien represiva como esa lo fue, era de naturaleza muy distinta a la que habíamos dejando en España. Esa ya era una primera diferencia importante, que reflejaba el talante de las personas del país que nos acogería.
Angustias y alegrías
Entre los recuerdos que aún tengo, está la angustia de la salida de mi madre y mi tía para Venezuela. Pero ese triste recuerdo de mi madre y mi tía partiendo, solas, a Venezuela −un país de Sudamérica del cual habían oído hablar unas pocas semanas antes de emprender el viaje en 1955− y el episodio del "bacinillazo" se combinaron con otros recuerdos alegres, como lo fue la llegada al Puerto de La Guaira, de noche, y ver a lo lejos la cantidad de luces de la ciudad portuaria, que todos jurábamos que eran parte de Caracas, pues nos imaginábamos una cercanía del puerto a la ciudad de Caracas, como lo está el puerto El Musel de Gijón. No recuerdo de esa época el trayecto por la autopista, que se había inaugurado un par de años antes, pero sí recuerdo vívidamente la llegada a Caracas, a Colinas de Bello Monte; y particularmente la primera noche en la fabulosa Caracas, con sus luces en calles y avenidas, que se me hacían inmensamente anchas; los letreros luminosos de los anuncios; uno, en particular, inmenso, circular, de EFE y otro de Firestone, que encendía una por una las letras, hasta formar la palabra. En los siguientes días Caracas me deslumbró, me fascinó y me cautivó para siempre.
Conclusión
Y así fue nuestra llegada, como inmigrantes, al país, en el que nunca fuimos ni nos sentimos rechazados, ni fuimos víctimas de ningún tipo de intolerancia o xenofobia. Cuando escribo, inevitablemente viene a mi mente la canción de Joan Manuel Serrat, que lleva por nombre, precisamente, "Los Recuerdos": "...Se amoldan al viento / Amañan la historia / Por aquí se encogen / Por allá se estiran... Hijos, como son, del pasado / De aquello que fue y ya no existe... Son el esqueleto / Sobre el que construimos / Todo lo que somos / Aquello que fuimos / Y lo que quisimos / Y no pudo ser..."
De esa manera y con los versos de Serrat, además de excusarme por las omisiones o errores de mi interpretación de los hechos narrados, cierro esta primera entrega y volveré la próxima semana con la visión sobre Caracas que tuvo aquel niño que fui, al llegar al país, hace 69 años.
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