
No soy historiador, pero indagar, lo más objetivamente posible, el pasado, ha sido mi pasatiempo. Abundan libros de historia en mi biblioteca y son muy diversos. Desde las Cartas de Cortés y la voluminosa “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España” de Bernal Díaz del Castillo inicialmente publicada en 1632, cuatro décadas después del fallecimiento del cronista en Guatemala, pasando por H.G. Wells y mi favorito, que es la “Dimensiones de la Conciencia Histórica” del brillante Raymond Aron (1905-1983). Aunque mis historiadores favoritos son el venezolano Germán Carrera y el mexicano Enrique Krauze, heredero de Octavio Paz (1914-1998) en Letras Libres, Paz, fue, sin duda, uno de los intelectuales más brillantes de América Latina.
Entiendo las dificultades del historiador en ese complejo proceso de interpretar e reinterpretar lo observado y descrito algunos siglos antes, sin poder, como hace el científico, someter a prueba experimental observaciones previas, hipótesis o dotado de nuevas tecnologías, romper paradigmas. Aún así, lo que observamos recientemente y a veces no tan reciente, es un esfuerzo sistemático por torcer los eventos del pasado y adaptarlos a los intereses, con frecuencia poco escrupulosos, de algunos líderes políticos y no pocos intelectuales trasnochados o sumisos al poder de turno.
Falsificar eventos históricos filtrándolos a través de ideologías, no es nuevo. Puedo recordar, porque lo viví, como se intentó en México borrar la influencia española y reivindicar la indigenista u originaria. Como si fuera posible borrar de un plumazo a la Inquisición o a los sacrificios humanos prehispánicos, o darle más valor a poemas y códices, que a la literatura del Siglo de Oro español. En no pocos países de América Latina, al amparo de un supuesto modernismo, las avenidas se llevaron por delante iglesias, monasterios y casas coloniales.
No es ninguna novedad que cada gobierno, sentado en alguna ideología, le cambie el nombre a una calle o a una plaza, sustituyendo al otorgado por un gobierno precedente. Pero lo que observamos en los últimos años, animado por el populismo y un renovado nacionalismo, no sólo raya lo absurdo, sino que nos priva de una memoria histórica valiosa. Derribar estatuas o moverlas a sitios donde no puedan ser observadas, cambiarle el nombre a calles y montañas, rescatar idiomas o dialectos a la par de destruir años de esfuerzos por consolidar alianzas y acuerdos internacionales, nos devuelve a una visión parroquial, disfrazada de nacionalismo, a la intolerancia y la violación de derechos humanos, borrando las ideas y tendencias del Renacimiento, de la democracia liberal y de los valores trascendentales que apuntaban hacia un mundo mejor y más integrado.
Ahora vemos gobiernos populistas que se declaran abiertamente enemigos de los inmigrantes, los disidentes políticos ahora son enemigos y del otro lado de la calle, las posturas radicales son la respuesta inadecuada: extremos y polarización en lugar de progreso animado por el sentido común o la evidencia científica. Muerte a la tolerancia parece ser el motto que une a unos y otros, mientras que la evidencia, científica e histórica, genética y cultural, nos dice que todos somos diferentes y que la mejor estrategia es educar, aceptar y negociar, cuyo arte y ciencia, apunta hacia un deseable ganar, y ganar. ¿Nombres? ¿Para qué? El lector sabe bien a quienes me refiero.
Eso ocurre con el cambio climático, los derechos de las minorías, la diversidad cultural y religiosa, o las preferencias sexuales. Peor aún, los extremos parecen juntarse alrededor de una combinación fatal de autoritarismo y transferencia a terceros de las fallas o carencias internas. Esto último no es nada nuevo, en América Latina todos los errores de malos gobiernos han sido culpa de los imperialismos y no de la improvisación y la corrupción. Al final, menos recursos para la educación y más para la adquisición de armas, así como una evidente erosión de la libertad de expresión.