A Arnoldo Kraus, con inmenso cariño. Gracias por la complicidad.
En sus obras socráticas, el griego Jenofonte no veía la riqueza como un bien hecho para guardarse, sino para servirle al alma, la máxima virtud sobre la que valía cerca de todo y lo justificaba. Acumular para mantener en resguardo le era un sinsentido, por lo que a pesar del atavío de pobreza se inclinaba por tener suficientes posesiones al punto que, en ocasiones, le era difícil encontrarlas. Sin incorporarse al consenso que lo señalaría como parte de los filósofos cínicos, su postura recuerda una idea tan vieja como dos mil cuatrocientos años que hoy parece vivir unos de sus grandes momentos.
Trump sale a cámaras con una gorra que parafrasea a Mussolini. A los niños muertos de hambre en Gaza, dicen que no les mató la falta de comida, porque cuando están enfermos con anterioridad más de uno cree que no la necesitan para sobrevivir. En México, los trenes no se descarrilan al salirse de las vías, sin importar que rieles o llantas deban permanecer en ellas, y lo intransitable de las ciudades, incluso durante un maratón en el que los atletas caen en hoyos en la tierra –al recurrir a griegos clásicos, esto es ironía, no cinismo–, puede ocultarse con una perorata ideológica, eufemismos, cegueras y cambios de apelativo a lo nombrado con tal de no llamarlo según el entendido de todos. Solo el cinismo explicaría que la violencia encuentre una falsa contención en discursos mientras suenan las balas.
No es que tengamos mejores exponentes del cinismo, clásico, filosófico o contemporáneo. La herramienta para afrontar la realidad, muchas veces útil en el ejercicio político, luego negarla y si se tiene un éxito perverso, sustituirla, sigue funcionando de manera demasiado parecida a la de sus orígenes, a pesar del cambio de significado en la palabra desde el siglo IV a.C. hasta nuestros días. Lo que tenemos hoy es un número casi infinito de elementos sobre los que ser cínicos, una capacidad equivalente de medios para suscribirse al cinismo a gran escala, y sociedades dispuestas a él como posiblemente nunca antes.
Un gimnasio al sur de Atenas le dio nombre. El Cinosargo, Kynósarges, de Kyon: el perro, ágil, blanco, brillante. De ahí que, a Diógenes, el más arquetípico de la corriente con la que pupilos de Sócrates le respondieron, fuese apodado como el animal, aunque también les llamaban perros a todos los del grupo. Antes de él estuvo, Antísenes, quien hablaba en el Cinosargo y a cuyas disertaciones en ese lugar se le debe el adjetivo. Después, Crates de Tebas.
Más que una escuela filosófica de permanencia, el cinismo se comporta como una doctrina reduccionista. Establece su entendido de la libertad como bien supremo, permutable como virtud con el alma o, en nuestros días, cualquier causa, y sin pensarla lleva al extremo los caminos que considera conducirán a ella. Las consecuencias son temores y patria del resto, sin libertad según sus impulsos. Es estridente. Disfraza de crítica a lo establecido una reacción destructiva al conjunto, del que el cínico es ajeno.
Cuando Platón afirmó que el hombre es un animal bípedo y sin plumas, Diógenes le respondió aventado al filósofo un pollo rasurado y grito: aquí el hombre según Platón.
En su inicio, los planteamientos del cinismo rechazaban los establecidos de la época; las formas políticas, sus jerarquías, valores y acuerdos. Hoy serían la legalidad, el estado de derecho, la democracia, la república, la división de poderes, etcétera.
Con cierta desilusión, esos cínicos antiguos veían un fracaso en el pensamiento tradicional del refinamiento filosófico, que despreciaban en su aparente barroquismo y poca eficacia para resolver problemas. Una respuesta común hasta el cansancio en todos los tiempos de crisis política de la historia –lo siento, los antisistema y posicionamientos antiintelectuales, más allá de corriente ideológica, nunca han sido muy originales–. Por otro lado, sin caer por completo en la definición del nihilismo, renunciaban a la posibilidad de mejores futuros y veían en el individuo la única respuesta, terminando por solo estar dispuestos a convivir consigo mismos y lo que representaban. Su renuncia al entorno fue generalizada. Si la dependencia a lo material coartaba libertad, se despojaban de lo material y lo pregonaban, transformando la insistencia en su razón. Si la tradición moral veía en el trabajo una herramienta en pos de virtudes, ellos lo tomaban como una trampa racionalizada que quitaba libertades antes que permitirlas. Pretexto de flojos funcionales.
Para los cínicos, ninguna moral se podía construir a través del conocimiento. Entonces, como buenos moralistas, su gran vulnerabilidad e inconsistencia, antes y ahora, solo es necesario asomarse a la retórica de cualquier político que hable de regeneración; hacían la propia con el juicio a sus antípodas. Empezando por Sócrates y Platón. Es el moralismo contra la moral y la ética en la política actual.
Recuerdo una anécdota que se contaba en mi casa familiar para explicar el peligro que corren las sociedades si los cínicos ocupan espacios de poder.
Diógenes, en una discusión con Platón, le acusó de tener una cabeza que solo servía para aprender ideas sin entender realidades. Platón respondió algo parecido a: la tuya, para aprender de las cosas –hoy entendidas como las palabras transformadas en hechos–, sin las ideas.
En lo anterior, Diógenes ostenta los recursos de un populismo de manual. Platón exhibe su vacío.
Sin filosofía de fondo, el resurgimiento de los cínicos, ya convertidos en corriente hegemónica dentro de los liderazgos políticos de medio planeta, encuentra con los mentirosos profesionales rasgos de aquella escisión al pensamiento socrático. Socialmente, un autodestructivo desprecio por el otro privilegia sesgos. Los sujetos de las oraciones y las críticas no son los objetos de las discusiones, sino sus emisores. Los zurdos, los conservadores, los liberales, los árabes, los musulmanes, los judíos. Para los cínicos, la realidad es prescindible: las guerras, las ciudades, los derechos humanos, la dignidad, la democracia, el derecho o el pensamiento, son accesorios que estorban. Las consecuencias sobre ella, tan efímeras como a las que creen estar sujetos. En su acepción contemporánea, les llamamos sinvergüenzas. ~
3 de septiembre 2025
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