
Casa Rorty XLVIII
Todavía no está claro cuál será el resultado final de la política arancelaria desplegada por Donald Trump desde que volvió a la Casa Blanca: el mandatario norteamericano lleva décadas persuadido de que Estados Unidos es el perdedor de la globalización y cree que eso solo puede remediarse mediante una agresiva política arancelaria que reequilibre su balanza comercial y traiga de vuelta al territorio norteamericano las inversiones y los empleos que la deslocalización y las cadenas de suministro globales han desperdigado por todo el mundo. Parte de su malestar se dirige contra la Unión Europea, a la que acusa con razón de financiar sus Estados del Bienestar endosando a los americanos la mayor parte del gasto militar; de ahí que la OTAN urja a sus miembros a abrir la billetera o cuando menos finja hacerlo.
Sin embargo, me interesa menos hablar de los aranceles que plantear un argumento acerca del curso de esa globalización a la que tanto se culpa de las dificultades económicas que arrostran importantes segmentos de las clases medias y trabajadoras de los países occidentales. Su malestar, identificado y explotado por populistas de izquierda y derecha, tiene traducción electoral: una de las razones de la victoria de Trump en las elecciones del pasado noviembre es la percepción de que parte de la población ha sido abandonada –left behind– por las élites políticas y empresariales. Mientras tanto, las fuerzas políticas que orbitan en torno al centro se han mostrado hasta ahora incapaces de revertir el declive relativo de las sociedades occidentales: ni Macron ni Scholz han dado con la tecla y no parece que Starmer haya empezado con buen pie. No es un problema menor, como señalaba el sociólogo Andreas Reckwitz en un número reciente de Die Zeit, ya que la legitimación de la democracia liberal no se agota en el autogobierno colectivo: si los ciudadanos sienten que las cosas no funcionan, se resentirá el apego por las instituciones democráticas. Tal vez por eso una parte minoritaria de la izquierda norteamericana se ha puesto a defender –ahí está el libro de Ezra Klein y Dereck Thompson– unas políticas “abundancistas” llamadas a incrementar el bienestar material de nuestras sociedades.
La fase actual de globalización
Pero ¿podemos culpar a la globalización del anémico crecimiento económico de los países occidentales? Baste decir que la actual fase de la globalización –fenómeno viejísimo que conoce un primer auge durante el siglo XVI y se intensifica al hilo de la industrialización durante el siglo XIX– empieza de verdad cuando los países que habían dado la espalda al capitalismo liberal se incorporan al mismo. La lista es larga: los llamados “tigres asiáticos” –Taiwan, Singapur, Corea del Sur, Hong-Kong– empiezan su transición en los años sesenta y China no se la plantea hasta la muerte de Mao a finales de los setenta; Turquía aplica políticas liberalizadoras en los ochenta e India hace lo propio en los noventa, mientras que los países latinoamericanos van a ritmos distintos y conocen no pocas regresiones y, en fin, no pocos satélites comunistas –como Polonia o los bálticos– abrazan las reformas liberalizadoras con entusiasmo tras el colapso de la URSS. No todos participan de la fiesta: son demasiados los países africanos y árabes que insisten en el viejo modelo estatalista basado en la planificación o carecen de las condiciones necesarias para prosperar por otro camino.
Sea como fuere, el mundo es hoy más rico que antes: en el último medio siglo ha habido más crecimiento económico que lo contrario. Naturalmente, su reparto no ha sido homogéneo. Y tampoco lo han sido sus consecuencias: Japón lleva décadas estancado y sigue siendo un país rico; Haití lleva décadas estancado y continúa siendo pobre. Algún ejemplo: el PIB per cápita en Turquía allá por 1980 era de 2.743 dólares (ajustado al actual valor de la moneda estadounidense) y se espera que en 2025 alcance los 15.000; en ese mismo periodo, el PIB per cápita de la India ha pasado de 250 a 2.480 dólares, el de China estaba en 193 y ahora es de unos 13.000 y, en fin, los polacos han ido de los 1.663 a los 26.800 proyectados para este año. Ojo a los australianos: su renta per cápita en 1980 era de 11.000 dólares y el año pasado rozó los 64.000. ¡Bien que salta el canguro! En cuanto a los países emergentes y pobres, basten dos ejemplos: Egipto pasa de los 500 dólares a los 3.560 y Bolivia de los 2.400 a los 3.700.
Hablamos de países, algunos de ellos hiperpoblados, que tenían un amplísimo margen de crecimiento; si volvemos la atención a los que ya estaban desarrollados, el incremento es lógicamente menor y, sin embargo, también palpable: Japón pasa de los 9.300 dólares de 1980 a los 43.000 del año pasado, los franceses van de los 12.700 a los 44.000 del año 2023 y los estadounidenses saltan de los 10.184€ a los 86.000. En el caso de España, los 6200 dólares del año 1980 se han multiplicado hasta llegar a los 35.000 del 2024, que sin embargo son los mismos que nos encontramos en la estadística del año 2008. Y aunque el menor crecimiento ha sido la tónica en los países desarrollados en la última década y media, hay comparaciones dolorosas: si Francia rondaba como España los 35.000 dólares en 2008 (36.800 en su caso, para ser exactos), hoy se sitúa en los 44.000… España, en cambio, no se ha movido.
Otra perspectiva: la participación de Estados Unidos en el PIB mundial pasa del 35% del año 1935 al 40% de 1960 y el 31,4% en 1970, descendiendo al 25% una década después y manteniéndose en ese nivel hasta 1990; con la globalización comercial ya en marcha sube hasta el 30% en el 2000 y desciende hasta el 23% en 2010. Pero en 2020 había subido otra vez hasta casi el 25% y el año pasado al 26%. Es verdad que otros indicadores corrigen esas cifras –todas ellas– a la baja. Pero lo que cuenta aquí es que el tamaño de la economía mundial se ha incrementado considerablemente: si el PIB global era en el año 1980 de unos 11.400 trillones de dólares (siempre con su valor ajustado al de hoy), en el año 2000 había pasado a ser de 33.856 trillones y en 2020 era ya de 85.000. Desde luego, no se puede decir que el mundo sea más pobre: aunque usted quizá lo sea o sienta serlo.
Finalmente, pudiera creerse que el aumento de la economía global y el menor porcentaje que corresponde a Estados Unidos en ella podría haber empobrecido a los estados de la federación que más apoyaron a Donald Trump en las últimas presidenciales. Pero no es el caso: Idaho pasa de 8.700 dólares de PIB per cápita en 1980 a casi 50.000 en 2024, Dakota del Norte estaba en 11.700 y asciende más modestamente a 42.400, Wyoming va de los 11.600 a los muy considerables 85.900 y Virginia Occidental, en fin, se mueve de los 8.500 a los 55.000. Incluso la siempre rica California, por salirnos de los predios trumpistas, salta de los 11.900 a los 86.000. En algún caso, se detecta estancamiento: Dakota del Norte estaba en los 40.000 en 2008. Pero no es la norma: Virginia Occidental llega a los 33.000 en 2008. Y si, por tomar este último estado como referencia, la Gran Recesión hunde la renta per cápita temporalmente hasta los 24.000 dólares en 2012, la cifra había subido ya hasta los 37.000 dólares en el año 2016 que ve a Donald Trump ganar la presidencia por vez primera.
Por supuesto, hay otros factores a tener en cuenta: de la inflación al precio de la vivienda o, según dónde, la tasa de paro. Sin embargo, la estampa que se dibuja a estas alturas de la globalización solo puede considerarse generalmente positiva en términos de crecimiento económico, alivio de la pobreza y mejoramiento de las condiciones materiales de vida en buena parte del mundo. Eso no impide que haya países, regiones, ciudades y estratos sociales que hayan decaído durante estas décadas o no se hayan beneficiado del complejo proceso de integración económica global. De la misma manera, sería ingenuo negar que millones de personas siguen viviendo bajo del umbral de la pobreza o muy cerca del mismo; que son demasiados los que trabajan en condiciones indignas; y, en fin, que la mejora material no ha ido siempre acompañada de un disfrute universal de derechos civiles y políticos. Todo eso, en realidad, es obvio. Pero de lo que se trata es de determinar si la globalización mejora el estado de la humanidad o más bien lo empeora, dando así la razón a quienes se ven como perdedores de la misma. Si estos últimos se equivocan, las sociedades occidentales que se revuelven contra la globalización estarían comportándose de manera egoísta, exhibiendo un chovinismo que no se hace cargo del curso positivo de la historia más allá de las propias fronteras; y viceversa.
Beneficios generales y daños particulares
Bien mirado, no obstante, pueden pasar las dos cosas a la vez: que la globalización sea generalmente positiva desde un punto de vista cosmopolita, pero produzca daños particulares a países, regiones o segmentos concretos. Incluso en este caso, sin embargo, habrá que elucidar si ese daño particular no habrá de ser aceptado –de acuerdo con una lectura cosmopolita de la globalización y de la historia en cuyo interior se desarrolla esta última– como parte de un proceso general de mejoramiento, máxime cuando hablamos de un declive relativo (Wyoming crece, aunque crezca menos que China) que puede ser combatido con las políticas adecuadas. Huelga añadir que el progreso general de la especie se ha visto acompañado de innumerables catástrofes: el nuestro es un progreso accidentado que aconseja prudencia y realismo a partes iguales.
Esta lectura de la globalización puede apoyarse en el pensamiento de los filósofos ilustrados, quienes reflexionaron sobre el asunto cuando las revoluciones científica e industrial empezaban a dar sus frutos y cobraba forma la idea misma del progreso humano. Aunque ellos no podían saber que el porvenir depararía dos guerras mundiales, la bomba atómica y el gulag, en su época no faltaban desastres en los que fijarse. Tal como sucederá después con Hegel y su filosofía de la historia, hablar del progreso genérico de la humanidad requiere abstraerse de los males que sufren grupos y sujetos particulares en el curso del proceso hacia lo mejor; de ahí la broma de Kant sobre el paciente que se muere de tanto mejorar. Sin embargo, no parece realista esperar que el progreso material y moral de la humanidad pudiera tener lugar mediante un proceso inmaculado de cooperación en el que todo sean ganancias para todos y no haya nunca costes para nadie; lo más que podemos hacer es proponer reglas civilizadas de conducta, a sabiendas de que la búsqueda del poder y el desigual resultado de cualquier competencia producirán de manera inevitable ganadores y perdedores.
Tomemos el caso del barón de Montesquieu, quien trató de explicar de manera científica la variedad de las sociedades políticas existentes echando mano de los efectos del clima sobre sus habitantes. Aunque era consciente de que otros factores estaban en juego, tales como las costumbres o la religión, Montesquieu dejó escrito en El espíritu de las leyes que el tipo de gobierno más conforme a la naturaleza es aquel que mejor encaja con la disposición de la gente a la que sirve. Y si bien el pensador francés sostenía que ese gobierno solo puede mantenerse si los ciudadanos o súbditos –según el caso– aman su comunidad, no dio la espalda al cosmopolitismo ilustrado. De ahí que dejase escrito lo siguiente: “Si supiera de algo que, siendo útil a mi nación, fuese ruinoso para otra, no se lo propondría a mi príncipe, porque soy un hombre antes que un francés; o, mejor dicho, porque soy un hombre por necesidad y un francés solo por azar”.
Patriotismo y cosmopolitismo
De qué manera pueden reconciliarse el patriotismo y el cosmopolitismo no está demasiado claro; nadie ha encontrado todavía una respuesta a esa pregunta. Pero bien podemos ver en una política arancelaria de carácter agresivo –como la ensayada por Trump– algo que podría ser útil a una nación –aunque ya veremos eso– y ruinosa para otra. Ni que decir tiene que eso es justamente lo que busca Trump y aun buscaba Biden, como ha señalado en estas páginas Branko Milanovic: de lo que se trata es de que los costes impuestos a China sean mayores que los costes equivalentes para Estados Unidos, de tal forma que esta política lose-lose debe entenderse como una política de seguridad antes que como una política económica. Aún hay que dilucidar si esa posición está moralmente justificada desde el punto de vista cosmopolita, obviando piadosamente la vocación hegemónica de China y limitándonos a considerar los resultados materiales del proceso de globalización.
Herder, por ejemplo, rechazaba la idea de que alguna nación pudiera considerarse superior a otra; la variedad de las sociedades humanas le fascinaba. Y ello porque contemplaba a la humanidad como una sola especie que se manifiesta a través de una pluralidad de culturas, cada una de ellas con su Volksgeist; esa diversidad le parecía digna de aprecio. No se trata de introducir aquí la controversia sobre el relativismo: sabemos que una democracia liberal es superior a una teocracia. Porque si bien Herder juzgaba que todas las sociedades tienen virtudes y defectos, su relativismo quedaba atenuado por efecto de un ideal regulativo: todas las culturas participan de la noble constitución humana que se expresa en la razón y la libertad. Dicho de otra manera, el pluralismo de Herder no avalaría la existencia de un régimen totalitario dedicado a sofocar la libertad de sus súbditos, ya que el hombre es a sus ojos un ser destinado a la realización de la libertad y la razón.
En su Filosofía de la Historia para la educación de la humanidad, el propio Herder sostiene que la historia no es otra cosa que la realización en el tiempo del plan de la Providencia, que se ejecuta por medio de los logros nacionales y sin que ningún país realice en solitario un ideal absoluto ni –atención a esto– ninguna época sea superior a otra. Y conviene señalar que también Fichte propondrá una visión pluralista de la humanidad; hasta que Napoleón arrase con la independencia de los principados alemanes y su pensamiento dé un giro hacia el nacionalismo germánico. Para Fichte, el gobierno del Estado es un mal necesario: el objetivo último de este último debe ser la superfluidad del poder político. Es la suya una visión cosmopolita: a la ciencia le corresponde guiar a la humanidad hacia su ideal, que es un futuro donde el ego de individuos y naciones sea trascendido. Pero lo que me interesa destacar es que la esencia del patriotismo consiste a sus ojos en el esfuerzo que hace cada pueblo mientras tanto, enarbolando la bandera de la ilustración de acuerdo con sus capacidades y entregándosela al siguiente cuando aquellas se vean desbordadas. O sea: cada cultura nacional es el medio a través del cual los fines universales se llevan a cabo; aunque también Fichte termina por introducir jerarquías entre culturas –unas superiores, otras inferiores– andando el tiempo.
Y así es como llegamos a Immanuel Kant, quien seculariza el plan divino de Herder y prefiere describir la Historia –en sus Ideas para una historia universal en clave cosmopolita– como el espacio donde se realiza “el plan oculto de la Naturaleza”. Si la naturaleza tiene leyes, viene a decirnos, la historia también: Kant interpreta el desarrollo histórico como si hubiera sido escrito en clave cosmopolita. Ese plan consiste nada menos que en el establecimiento de “un estado cosmopolita universal en cuyo seno se desarrollen todas las disposiciones originarias de la especie humana”. Recordemos que Kant había juzgado la Revolución Francesa, pese a sus violentos excesos, como un síntoma del progreso moral de la humanidad; el solo hecho de que los contemporáneos la juzgaran con simpatía venía a demostrar la existencia de aquel. De manera análoga, solo si llegamos a creer que la historia tiene un fin moral juzgaremos la contribución de los distintos Estados a la luz de ese plan general y los propios Estados y sus gobernantes se sentirán compelidos a remar en esa dirección. ¡Incentivos!
Ahora bien: el filósofo de Königsberg cree que la Naturaleza no puede dejar de desarrollar las disposiciones que ella misma ha implantado en el género humano; nuestras potencialidades han de desplegarse y hacerlo cuando menos en el plano de la especie. Es claro el paralelismo con la fábula de las abejas de Mandeville: el progreso cultural es un efecto del antagonismo de las inclinaciones de los seres humanos, resultado de lo que el alemán llama “insociable sociabilidad de los hombres”. Así que los talentos individuales solo florecerán en la competencia y la discordia, si bien al perseguir nuestros fines particulares estaremos –como en la mano invisible del mercado– ejecutando el plan de la Naturaleza. Tal como se ha advertido más arriba, este planteamiento exige contemplar el juego de la libertad humana “en bloque”, ya que solo así podrán identificarse patrones y regularidades susceptibles de conformar un “plan”. Y de ahí que las disposiciones naturales que “tienden al uso de la razón” se desarrollen por completo “en la especie, mas no en el individuo”. Se toma por ello Kant la molestia de advertir que “mientras este decurso de las cosas representa para la especie un progreso de lo peor hacia lo mejor, no supone exactamente lo mismo de cara al individuo”. Y remacha:
Por consiguiente, el individuo tiene motivos para autoinculparse de todos los males que padece y atribuirse a sí mismo toda la maldad que comete, pero al mismo tiempo también los tiene para admirar y alabar la sabiduría y regularidad de ese orden en tanto que miembro de la totalidad (de una especie).
No quiere decirse que el individuo deba resignarse a su destino, como sugería la vieja doctrina de la Providencia que aconsejaba a los fieles conducirse con mansedumbre durante su estancia en este valle de lágrimas, sino que cualquiera de nosotros puede –¿debe?– ser capaz de trascender su experiencia individual y tener presente a esa humanidad que progresa gradualmente hacia lo mejor. También nosotros participamos del plan oculto de la Naturaleza; adoptar una perspectiva cosmopolita nos permite comprenderlo.
Un esfuerzo suplementario
¿Y qué tiene todo esto que ver con el malestar de las clases medias y trabajadoras occidentales o con la guerra comercial de Trump? Bastante. Porque el declive relativo de las economías occidentales –que los datos no terminan de avalar según se ha visto más arriba y que atañe sobre todo al poder adquisitivo de los ciudadanos y aun en este caso mucho más en unos países y regiones que en otros– ha concidido en el tiempo con la incorporación al capitalismo liberal de una parte muy significativa de la humanidad, que a su vez se ha beneficiado de ella de manera considerable e indiscutible. Responder con aranceles a la competencia que nos hacen quienes por razones históricas –colonialismo europeo incluido– poseen un nivel de renta muy inferior al nuestro y disfrutan por ello de costes laborales más reducidos es así injusto desde el punto de vista cosmopolita. Se diría que deseamos mantenerlos en un estado de privación para con ello maximizar nuestro bienestar, pese a que este último no se ha visto reducido de manera significativa y en todo caso podríamos hablar de un relativo estancamiento que afecta –de nuevo dependerá del país o la región– a nuestras expectativas de progreso.
De manera que un estadounidense incurre en una conducta inmoral cuando reclama que el porcentaje del PIB global que corresponde a la economía de su país vuelva por decreto a los niveles de otras épocas; y lo mismo hace el alemán que se queja porque los países emergentes ya no compran sus lavadoras o automóviles. Ni siquiera está claro que la Unión Europea sea justa con China cuando impone elevados aranceles a sus vehículos eléctricos, si tenemos en cuenta el mercantilismo practicado por las grandes potencias en el siglo XIX: si entendemos la competencia global como un instrumento del plan oculto de la Naturaleza descrito por Kant, nos toca aceptar con deportividad los reveses que se derivan de la misma y buscar la manera de maximizar nuestro bienestar sin dañar a quienes solo en las últimas décadas han empezado a dejar atrás su vieja pobreza.
Para los occidentales, todo se ha vuelto más difícil; la competitividad global exige de nosotros un esfuerzo suplementario. Pero no hagamos populismo, sino reformas inteligentes; ahorrémonos el resentimiento que ve en el progreso ajeno el resultado de una ventaja injusta; digamos la verdad sobre el estado de nuestras economías y sobre las políticas que podrían ayudarnos a estimularlas. O bien: seamos ilustrados y adoptemos, siquiera sea a ratos, un horizonte cosmopolita. Ya sé que es mucho pedir, pero ¡qué bien nos sentaría renovar nuestro vocabulario y ver las cosas de otra manera!
23 julio 2025
Edición México
N° 319 / Julio 2025