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Jorge Carrión

Saber que no somos únicos nos hace únicos

Jorge Carrión

Casi todo lo que creíamos que era exclusivo de la humanidad en verdad lo compartimos con muchos otros seres vivos. Debemos crear un nuevo sentido de singularidad, un sentido que puedan heredar las inteligencias artificiales y las nuevas generaciones humanas.

En nuestra galaxia, la Vía Láctea, hay al menos 100.000 millones de estrellas. Según los últimos cálculos, en el universo observable podrían existir hasta 200.000 millones de galaxias. Cinco siglos después de la revolución copernicana, que desplazó de la Tierra al Sol el centro del universo, cada nueva estimación cosmológica nos arrincona y nos empequeñece todavía más.

Si la física teórica y los súpertelescopios nos dan lecciones de humildad a escala cosmológica, las ciencias de la vida lo hacen a escala planetaria. Como dice Arik Kershenbaum en La guía del zoólogo galáctico, casi todo lo que hasta hace poco creíamos que era solamente propio del Homo sapiens en realidad lo compartimos con el resto de los animales: “Herramientas, cultura, emociones, planificación, hasta humor”. Las aves, los delfines o los lobos intercambian información de un modo muy sofisticado: ni siquiera el lenguaje complejo podría ser totalmente exclusivo de la humanidad.

Saber que somos insignificantes es lo que nos hace tan significativos. La ciencia y la tecnología nos están permitiendo tomar conciencia del gran ecosistema que nos incluye: eso es lo que nos vuelve realmente únicos. Nos revela que la fe en nuestra singularidad absoluta, que ha sido la responsable última de un sinfín de atropellos antropocéntricos, estaba equivocada. Se impone un nuevo sentido de nuestra condición singular: solamente nosotros podemos ver el conjunto natural y tecnológico que nos incluye. Y actuar en consecuencia.

Sobre todo en un momento en que estamos empeñados en avanzar hacia la singularidad de la inteligencia artificial, ese día en que las máquinas podrán crear de forma autónoma otras máquinas mejores que ellas. Tanto si ese proceso dura diez como doscientos años, tenemos el deber de diseñarlo éticamente, para que los algoritmos y los robots no

En su extraordinario ensayo Aprender a ser salvajes, Carl Safina nos recuerda que, en comparación con el de los chimpancés, “el cerebro humano no tiene partes más nuevas, y los dos funcionan utilizando los mismos neurotransmisores”. El ecólogo norteamericano enumera algunas de las direcciones en que está avanzando nuestra comprensión de las demás especies: “Los loros son capaces de recordar hechos pasados, hacer planes, asumir la perspectiva visual de otros y, a veces, crear herramientas nuevas para resolver problemas”. Junto con los chimpancés, los orangutanes y algunos cuervos, pueden fabricar herramientas en varias etapas. Es decir, son artesanos. Y las ballenas o los elefantes tienen conciencia de su individualidad y de las comunidades a las que pertenecen.

El concepto clave es el de cultura animal. Cada grupo, manada o tribu posee códigos compartidos, un patrimonio común: su propia cultura. Desde formas de comunicarse, organizarse socialmente o seducirse hasta juguetes (las “muñecas” hechas con hojas de los orangutanes), rituales de duelo (los elefantes que visitan y tocan restos de familiares fallecidos) o mecanismos de adopción (entre tías y sobrinos chimpancés). La transmisión generacional de esa cultura es necesaria para la supervivencia.

Han pasado más de treinta años desde que Frans de Waal publicó sus libros pioneros sobre política, guerra y paz entre comunidades de chimpancés. En la misma época, Hal Whitehead demostró que los cetáceos utilizaban dialectos distintos, según el grupo o la región. ¿Por qué se han subestimado esas estructuras culturales? Como dice Safina: “¿Qué es lo que no se ha subestimado en el mundo no humano?”.

Aunque Charles Darwin ya intuyera que debía existir algún tipo de cognición vegetal, no ha sido hasta este cambio de siglo cuando los expertos —como Stefano Mancuso, Monica Gagliano o Daniel Chamovitz— han empezado a demostrar científicamente que las plantas sienten y evalúan sus entornos. Al igual que sus colegas zoólogos, esos botánicos son enanos sobre los hombros de gigantes que en su día fueron enanos sobre hombros de otros gigantes. Es probable que en el siglo XXII hablemos de las culturas micóticas o vegetales, del mismo modo en que ahora comenzamos a hablar de las animales.

Esa aceleración de nuestro conocimiento de los reinos biológicos se debe a nuevas y poderosas tecnologías. En los próximos siglos, las que ahora nos ayudan a contar galaxias, a detectar patrones en los ladridos de los perros o a estudiar la comunicación que llevan a cabo a través de sus raíces los árboles de los bosques, también crearán sus propias culturas. Culturas algorítmicas, cuyos embriones se encuentran en las familias de algoritmos de IBM, Google o Amazon, que como las de los animales domésticos se desarrollan gracias a su hibridación con los seres humanos.

Cada día está más cerca la llamada singularidad tecnológica. Sabemos que hay muchos seres vivos que sueñan: pronto lo harán las inteligencias artificiales. ¿Cómo queremos que sean esos sueños? ¿De soberbia o de humildad? Por eso ha llegado el momento de reformular lo que entendemos por singularidad humana.

La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) determinó el año pasado que Siri y Alexa son sexistas. Los sistemas de reconocimiento facial son racistas. Estamos creando una nueva realidad algorítmica según los parámetros de la peor dimensión de la nuestra.

Las inteligencias artificiales heredan una visión del mundo en que los seres humanos son realmente únicos, singulares: el pueblo elegido. Pero ha llovido mucho desde el día en que uno de los inspirados autores que escribieron el Antiguo Testamento nos conminó a conquistar la Tierra. Ahora sabemos hacia dónde conduce esa convicción imperialista y predatoria: al desastre, a las pandemias, a un horizonte insostenible.

Nuestra nueva singularidad consiste en saber que no somos únicos en el sentido histórico, el de la superioridad respecto al resto de especies, ni a escala genética o celular ni a escala cósmica. Lo somos en un sentido nuevo: el de la responsabilidad. Esa conciencia puede fundar una nueva etapa, menos soberbia, menos destructiva, de la historia la humanidad. Una etapa en que la inteligencia artificial se vaya desarrollando con modelos éticos más válidos para un futuro sostenible y justo. Una etapa radicalmente distinta a todas las precedentes. Del todo singular.

@jorgecarrion21

25 de abril 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/04/25/espanol/opinion/singularidad-human...

La posverdad y sus autopsias

Jorge Carrión

Si me viera en la absurda obligación de decidir cuál es el proyecto intelectual y artístico más significativo de nuestra época, creo que optaría por Forensic Architecture.

Mediante el diálogo entre antropólogos forenses, periodistas, programadores y artistas, el equipo internacional de esa agencia de investigación multidisciplinar examina y representa crímenes a través de los macrodatos, la cartografía y la inteligencia artificial. En un momento en que domina la subjetividad y la opinión, ellos analizan grandes problemas, como la violencia policial durante las protestas del #BlackLivesMatter o el uso de herbicidas israelíes en Gaza, a partir solo de los hechos. En sus manos, la información puede generar belleza y justicia.

La palabra “forense” proviene del latín y remite al foro, es decir, al espacio central de la vida pública. Durante cerca de 1500 años, las prácticas forenses se han limitado al ámbito de la medicina y la criminología. Nuestro siglo XXI, esencialmente posverdadero, le están devolviendo su centralidad perdida. Nos estamos acostumbrando a desconfiar de todo, a la necesidad de constantes autopsias, tanto de las víctimas de la violencia criminal o institucional como de los discursos políticos y transmedia. Nunca antes habían sido tan importantes las herramientas de lectura crítica.

Encontramos lo forense tanto en el arte contemporáneo o las teleseries como en los planes de estudio de muchas disciplinas (hasta existen la fonética, la genética y la entomología molecular forenses). Su lógica se ha contagiado al periodismo de la verificación de datos. Porque ha cristalizado la idea de que solo tras la interpretación rigurosa de un cuerpo —biológico, tecnológico, social o informativo— podemos llegar a la difícil verda

Desde los filtros con que manipulamos las fotos hasta las estadísticas oficiales sobre las víctimas de la COVID-19: la posverdad afecta a todas las capas de nuestra realidad. La nueva obsesión forense, por tanto, además de una necesidad legal o mediática, es también una estrategia de supervivencia. Las deepfakes, esas falsificaciones realistas producidas con sistemas de aprendizaje profundo, son cada vez más perfectas. Indican que —durante la década que comienza— no solo va a aumentar la cantidad de noticias falsas, va a hacerlo también su calidad. Van a poner todavía más a prueba tanto las ciencias forenses físicas como las digitales.

El populismo y los presidentes adictos a Twitter han dejado claro que es mucho más viral lo que apela a las bajas pasiones y al odio que lo que es, sencillamente, cierto. En los buscadores y las redes sociales, el éxito o el fracaso de la propagación de un contenido no depende de su calidad o de su autenticidad, sino de su carga viral. Por eso las deepfakes no van a hacer más que propagarse. Al igual que van a volver frecuente la presencia en las nuevas películas de actores y actrices muertos, también van a llenar internet de vídeos porno protagonizados por personas reales que nunca se han desnudado delante de una cámara y de vídeos en que cualquiera podrá decir palabras que nunca ha pronunciado.

Como dice la investigadora Miren Gutiérrez en Activismo de datos y cambio social: “Cuando la práctica de la ciudadanía vigilante se vale de los datos y sus herramientas” contrarresta “la vigilancia masiva por parte de los gobiernos y las empresas”. Y sus violencias. Pone el ejemplo de InfoAmazonia, el impresionante proyecto colectivo que compila toda la información disponible sobre la violación de los derechos humanos y los conflictos medioambientales del territorio amazónico. La diseccionan con herramientas tecnológicas para obtener pruebas que permitan denunciar los abusos del poder estatal y corporativo.

Si en 1984 y en el contexto de las desapariciones políticas, el Equipo Argentino de Antropología Forense era una iniciativa inédita y pionera, en el siglo XXI han proliferado las asociaciones que trabajan en todo el mundo en esa misma dirección. Nos hemos acostumbrado a ver los mapas de las fosas comunes de la Guerra Civil en España, durante las dos décadas de exhumaciones de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica; o de la llamada guerra contra las drogas en México, gracias a proyectos periodísticos tan poderosos como “A dónde van los desaparecidos”. Hemos aprendido a ver nuestros propios países como negativos fotográficos que deben ser revelados. A confiar en el periodismo y las asociaciones civiles la búsqueda de la verdad que oculta el Estado.

Porque se ha producido una revolución paralela en el ámbito del periodismo digital. Factcheck.org nació en 2003 en Estados Unidos y Chequeado se formó siete años más tarde en Argentina. En la segunda década del siglo, las presidencias de mitómanos como Donald Trump o Jair Bolsonaro, en Brasil, han catalizado el esfuerzo por la verificación de datos y se han creado muchos medios especializados. Actualmente forman parte de la International Fact-Checking Network más de ochenta revistas, diarios y plataformas de todo el mundo. Sus métodos forenses recuperan la dimensión científica de las llamadas ciencias de la información.

En una paradoja habitual en nuestros tiempos, la misma tecnología que va a propiciar la difusión todavía más masiva de desinformación, también nos va a ayudar a combatirla. Las inteligencias artificiales están localizando a los bots y usuarios de redes sociales que son más dados a difundir noticias falsas. Y la ciencia forense cibernética está desarrollando sistemas de verificación de imágenes y vídeos, gracias al mismo aprendizaje profundo que sirve para producir los nuevos fakes.

Si algunos medios ya utilizan WhatsApp para comunicarse con cualquier ciudadano que quiera discriminar la verdad de la mentira, es muy probable que en un futuro cercano todos llevemos en nuestros teléfonos móviles aplicaciones que nos permitan someter a autopsias automáticas no solo la información multimedia de circulación pública, sino también fotos privadas o currículos de LinkedIn.

Volvemos así al origen de la palabra “autopsia”, que en griego antiguo señala la “acción de ver con los propios ojos”. Ver para creer. Alfabetizarnos mediáticamente para que nuestra ciudadanía sea vigilante. Armarnos de pruebas y argumentos para denunciar lo falso. Porque no hay que olvidar lo que dijo Cicerón: “La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”.

@jorgecarrion21

31 de enero 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/01/31/espanol/opinion/fake-news-que-son....