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Raghuram G. Rajan

La economía post-inflación que podría ser

Raghuram G. Rajan

Los comentarios económicos hoy en día son normalmente sobre inflación o recesión, así que consideremos, para cambiar, las perspectivas de crecimiento una vez que los bancos centrales tengan esos desafíos bajo control.

Tal como están las cosas, parece haber vientos en contra preocupantes para el crecimiento. A medida que las poblaciones de la mayoría de las economías avanzadas envejecen, el crecimiento de su fuerza laboral se desacelera, de manera que será necesario que haya una mayor productividad por trabajador para compensar. Pero en una situación en la que la inversión en capital físico se apagó, es poco probable que la productividad laboral crezca rápidamente sin una innovación significativa, ya sea en procesos laborales o productos. Si bien en un principio parecía que un mayor volumen de teletrabajo durante la pandemia mejoraría la productividad (al ahorrar tiempo y evitar la duplicación de capital en casa y en la oficina), muchas empresas están redescubriendo el valor de tener a sus trabajadores en la oficina al menos parte del tiempo.

Otro viento de frente proviene de los países más pobres, donde los hogares de clase media baja han sufrido muchísimo durante la pandemia y, ahora, por la inflación de los precios de los alimentos y del combustible. Muchos niños han perdido más de dos años de clases y probablemente abandonen la escuela, afectando de manera permanente su potencial de ingresos y, en términos más amplios, la base de capacidades de la fuerza laboral. Mientras tanto, existe la amenaza de que la desglobalización –a través de la repatriación (reshoring), la deslocalización cercana (near-shoring) y en países amigos (friend-shoring)- haga que les resulte más difícil conseguir buenos empleos. En el más largo plazo, la debilidad de la demanda en estos países se propagará al mundo desarrollado.

Si el mundo no encuentra nuevas fuentes de crecimiento, volverá a caer en el malestar pre-pandémico de estancamiento secular. Pero esta vez, la situación podría ser peor, porque la mayoría de los países tendrán una capacidad fiscal limitada para estimular la economía, y porque las tasas de interés no descenderán rápidamente a sus mínimos pre-pandémicos.

Afortunadamente, también podrían desatarse vientos de cola. Si bien el comercio de bienes parece haber alcanzado sus límites antes de la pandemia, el comercio de servicios todavía no. Si los países pueden coincidir en remover varias barreras innecesarias, las nuevas tecnologías de comunicaciones permitirían que muchos servicios se brindaran a distancia.

Si un consultor que trabaja desde su casa en Chicago puede brindar servicio a un cliente en Austin, Texas, también lo puede hacer un consultor desde Bangkok, Tailandia. Es cierto, los consultores en otros países tal vez necesiten tener oficinas en Estados Unidos para garantizar la calidad u ocuparse de los reclamos. Pero el volumen general del trabajo que podrían absorber las empresas consultoras globales crecería sustancialmente, y a un costo significativamente más bajo, si sus servicios se pudieran ofrecer entre países.

De la misma manera, la telemedicina se ha vuelto cada vez más factible no sólo en psicoterapia y radiología, sino también en diagnósticos médicos de rutina (a veces con la ayuda de equipos locales o de una enfermera especializada). Una vez más, las organizaciones globales (por ejemplo, una Clínica Cleveland global) podrían ayudar a reducir las berreras de información y reputación, permitiendo que un médico generalista en la India realice exámenes médicos de rutina para pacientes en Detroit –enviándolos a especialistas en Detroit cuando fuera necesario.

Las mayores barreras para este tipo de comercio de servicios no son tecnológicas sino artificiales. Entendiblemente, las autoridades en las economías avanzadas no permiten que médicos generalistas en la India ofrezcan servicios médicos sin una certificación apropiada. Pero el problema es que los procedimientos de certificación de la mayoría de los países son innecesariamente engorrosos. ¿Qué pasa si el mundo llegara a un acuerdo sobre un proceso de certificación común para el trabajo realizado por médicos generalistas? Un país con enfermedades inusuales podría agregar una adenda al examen para quienes quieran ejercer allí, pero sólo si fuera absolutamente necesario.

Un segundo problema es que los planes nacionales de seguro de salud por lo general no cubren servicios ofrecidos fuera del país. Pero si se ha cumplido con los requisitos de certificación, no hay motivos razonables para no hacerlo, dado el ahorro de costos que resultaría de ello.

Una tercera barrera son los datos y la privacidad. Ningún paciente querrá compartir detalles personales o resultados de exámenes si no puede estar seguro de que los datos se mantendrán de manera confidencial y a salvo de un uso indebido. En una era de tensión geopolítica y chantaje económico, cumplir con estas condiciones requiere no sólo de un compromiso del proveedor de servicios sino también garantías del gobierno del proveedor de que no se violará la privacidad del paciente. Las democracias que pueden implementar leyes de privacidad sólidas (incluyendo límites respecto de cuántos datos puede ver su propio gobierno) estarán mejor posicionadas para capitalizar este comercio que las autocracias, donde existen pocos controles sobre el gobierno.

Imaginemos cuánto más rápido y asequible sería para un ciudadano norteamericano conseguir una consulta con un médico si se tercerizaran los asuntos de rutina. Los países desarrollados obviamente saldrían beneficiados, pero también se beneficiarían las economías en desarrollo, porque los ingresos que generan sus médicos serían utilizados para emplear a más trabajadores localmente. Asimismo, habría menos probabilidades de que estos médicos emigraran, y podrían utilizar las mismas tecnologías de telemedicina para brindar servicios en zonas remotas de sus propios países. Al mismo tiempo, los especialistas en las economías avanzadas podrían ofrecer más de sus servicios a pacientes en países en desarrollo sin que tengan que viajar a Nueva York o Londres, como lo hacen actualmente.

Ahora bien, ¿no es probable que los proveedores de servicios en países ricos se resistan a eliminar barreras que, junto con la dificultad de competir a distancia, les han garantizado salarios elevados? Probablemente, pero habrá una demanda doméstica importante para sus servicios que no son de rutina. Asimismo, si se eliminaran las barreras en otras partes, podrán ejercer en mercados mucho más grandes con servicios especializados de alto valor agregado. Por este motivo, un acuerdo sobre reducción de barreras al comercio de servicios entre un amplio conjunto de países tendrá una mejor chance de éxito que los acuerdos bilaterales.

Asimismo, muchos otros actores en las economías avanzadas, entre ellos los trabajadores industriales que han sido los más afectados por la competencia global, se beneficiarán con la existencia de servicios básicos más económicos. En tanto la desigualdad económica tanto dentro de los países como entre ellos decaiga, la demanda global también debería fortalecerse.

Otro potencial viento de cola para el crecimiento reside en las inversiones “verdes”. Si bien la guerra de Rusia en Ucrania ha complicado la transición a energías limpias en Europa, gran parte del capital de alta generación de emisiones del mundo todavía tiene que reemplazarse, y esas inversiones podrían ayudar a dar impulso a la economía global.

Para facilitar la transición, cada país tendrá que establecer incentivos sensatos para las empresas y los consumidores, como créditos de inversión, regulaciones de emisiones, sistemas de límites máximos o impuestos al carbono. Los gobiernos también tendrán que coincidir sobre un sistema para asignar responsabilidades entre los países de altas emisiones (que por lo general son ricos y menos vulnerables al cambio climático), de modo que puedan ayudar a financiar la transición energética en los países de bajas emisiones (que por lo general son más pobres y vulnerables).

La perspectiva económica post-pandemia y post-inflación no es catastrófica. Pero es necesario un gran esfuerzo para desmantelar las barreras artificiales y apalancar las tecnologías existentes.

2 de agosto 2022

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/post-inflation-economy-of-g...

Los bancos centrales son el chivo expiatorio

Raghuram G. Rajan

La independencia de los bancos centrales está otra vez en las noticias. En Estados Unidos, el presidente Donald Trump viene criticando duramente a la Reserva Federal por mantener tasas muy altas, y se dice que exploró la posibilidad de forzar la salida de su presidente Jerome Powell. En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdoðan despidió al gobernador del banco central; su reemplazante adoptó una política de marcada reducción de los tipos de interés. Y no son los únicos ejemplos de gobiernos populistas que en los últimos meses pusieron en la mira a los bancos centrales.

En teoría, la independencia de los bancos centrales implica que las autoridades monetarias tienen libertad para tomar decisiones impopulares pero necesarias (en particular en lo referido a combatir la inflación y los excesos financieros), ya que no tienen que presentarse a elecciones. Enfrentados a decisiones similares, los funcionarios electos siempre tendrán incentivos para adoptar una respuesta más blanda, cualesquiera sean los costos a más largo plazo. Para evitarlo, delegaron la intervención directa en asuntos monetarios y financieros a los bancos centrales, que tienen amplitud para elegir con qué medios cumplir los objetivos fijados por el establishment político.

Este sistema aumenta la confianza de los inversores en la estabilidad monetaria y financiera del país en cuestión; la recompensa por esa confianza (recompensa que se hace extensiva al establishment político) es que los inversores aceptarán tipos de interés más bajos por la deuda. En teoría, al país le aguarda un futuro venturoso, con inflación baja y un sector financiero estable.

Tras mostrarse eficaz en muchos países a partir de los ochenta, la independencia de los bancos centrales se convirtió en mantra de las autoridades en los noventa. Los banqueros centrales pasaron a ser figuras prestigiosas, cuyas declaraciones públicas (muchas veces elípticas o incluso incomprensibles) se tomaban como palabra santa. Por temor a una recaída en la alta inflación de principios de los ochenta, los políticos les dieron amplio margen y se abstuvieron en general de comentar públicamente sus acciones.

Pero ahora parece que tres acontecimientos han destruido este consenso en los países desarrollados. El primero fue la crisis financiera global de 2008, que hizo pensar que los bancos centrales se habían quedado dormidos al volante. Aunque después de eso consiguieron rodearse de un aura de poder todavía más grande organizando una respuesta eficaz a la crisis, desde entonces los políticos lamentaron tener que compartir escenario con estos salvadores elegidos por nadie.

En segundo lugar, desde la crisis, los bancos centrales han sido reiteradamente incapaces de alcanzar sus metas de inflación. Esto podría interpretarse como que no han hecho lo suficiente para estimular el crecimiento, pero la realidad es que no tienen medios que les permitan una mayor flexibilización monetaria, ni siquiera con herramientas no convencionales. Cualquier indicio de expansión monetaria parece alentar más la toma de riesgos financieros que la inversión real. De modo que los bancos centrales se han vuelto rehenes del aura que ayudaron a crearse. Cuando el público cree que las autoridades monetarias tienen superpoderes, los políticos preguntan por qué no los usan para cumplir con sus mandatos.

En tercer lugar, los últimos años muchos bancos centrales cambiaron su estrategia de comunicación, pasando de emitir declaraciones crípticas a una política de plena transparencia. Pero desde la crisis, muchos de sus pronósticos públicos en relación con el crecimiento y la inflación resultaron errados. Que tal vez fueran las mejores estimaciones del momento no convence a nadie: lo único que importa es que se equivocaron.

Esto los vuelve triplemente culpables a ojos de los políticos: no previnieron la crisis financiera, y eso no les supuso costo alguno; no están cumpliendo con su mandato ahora; y no parece que sepan más que cualquier vecino sobre la marcha de la economía.

No sorprende que los líderes populistas estén entre los críticos más furiosos de los bancos centrales. Los populistas creen que tienen un mandato emanado del “pueblo” para arrebatar el control de las instituciones a las “élites”, y no hay nada más elitista que unos sesudos doctores en economía que hablan en jerga y se reúnen periódicamente a puertas cerradas en lugares como Basilea, Suiza. Para un líder populista que teme que una recesión le desbarate la agenda y manche su imagen de infalibilidad, el banco central es el chivo expiatorio perfecto.

Los mercados se muestran curiosamente tolerantes a pesar de estos ataques. En otros tiempos hubieran reaccionado presionando al alza sobre los tipos de interés. Pero al parecer, los inversores concluyeron que las consecuencias deflacionarias de la incertidumbre creada por las acciones heterodoxas e impredecibles de los gobiernos populistas superan con creces cualquier daño a la independencia de los bancos centrales. Así que prefieren que estos den a los líderes populistas lo que quieren, no para sostener sus políticas “maravillosas”, sino para contrarrestar sus consecuencias adversas.

El mandato del banco central le exige flexibilizar la política monetaria en tiempos de crecimiento vacilante, incluso si es causado por las propias políticas del gobierno. Aunque sigue siendo una entidad autónoma, en la práctica se convierte en un seguidor dependiente. Puede ocurrir entonces que el gobierno se vea alentado a emprender políticas todavía más arriesgadas, dando por sentado que el banco central rescatará la economía si fuera necesario. Peor aún, los líderes populistas pueden convencerse erradamente de que el banco central tiene más capacidad para remediar los efectos económicos de sus errores políticos que la que realmente tiene. Esos malentendidos pueden ser muy problemáticos para la economía.

Además, las autoridades monetarias no están a salvo de la crítica pública. Saben que una imagen negativa daña la credibilidad del banco central y su capacidad para reunir fuerzas y actuar en el futuro. Conscientes de que si la economía flaquea todos les echarán la culpa, es totalmente comprensible que las autoridades monetarias tomen recaudos adicionales para protegerse de esa eventualidad. En el pasado, el costo hubiera sido más inflación en el mediano plazo; hoy el costo más probable es más inestabilidad financiera en el futuro. Claro que esta posibilidad tenderá a deprimir más los tipos de interés del mercado antes que elevarlos.

¿Qué pueden hacer los bancos centrales? Sobre todo, tienen que explicar su función a la opinión pública, y que no se trata simplemente de subir o bajar los tipos de interés a voluntad. Powell ha sido transparente en sus conferencias de prensa y en sus discursos, y ha sido honesto respecto de las incertidumbres que los bancos centrales tienen en relación con la economía. Disipar la mística que rodea a los bancos centrales puede dejarlos vulnerables a ataques en lo inmediato, pero a la larga es lo mejor. Cuanto antes entienda la gente que las autoridades monetarias son personas comunes y corrientes que hacen un trabajo difícil con herramientas limitadas en circunstancias complicadas, menos esperará que la política monetaria corrija como por arte de magia los errores de los funcionarios electos. Y en las condiciones actuales, puede que sea la mejor forma de independencia a la que pueden aspirar los bancos centrales.

Traducción: Esteban Flamini

31 de julio de 2019

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/central-bank-fall-guys-by-r...

Por qué el capitalismo necesita al populismo

Raghuram G. Rajan

Las grandes corporaciones están bajo ataque en Estados Unidos. Una intensa oposición local obligó a Amazon a cancelar sus planes de abrir una nueva sede en el barrio de Queens de la ciudad de Nueva York. Lindsey Graham, senador republicano por Carolina del Sur, cuestionó el indisputado poder de mercado de Facebook, y su colega demócrata Elizabeth Warren, de Massachusetts, pidió la división de la empresa. Warren también presentó un proyecto de ley que asignaría a los trabajadores el 40% de los puestos en las juntas directivas de las empresas.

Aunque esas propuestas puedan parecer fuera de lugar en la tierra del capitalismo de libre mercado, Estados Unidos necesita exactamente esta clase de debate. A lo largo de la historia del país, han sido los críticos del capitalismo los que aseguraron su correcto funcionamiento, al combatir la concentración de poder económico y la influencia política que trae aparejada. Cuando unas pocas corporaciones dominan una economía, es inevitable que se combinen con los instrumentos del control estatal en una inicua alianza entre las élites de los sectores público y privado.

Es lo que sucedió en Rusia, un país democrático y capitalista sólo de nombre. Mediante el control total de la industria extractiva y de la banca, una oligarquía supeditada al Kremlin ha hecho imposible una verdadera competencia económica y política. De hecho, Rusia es la apoteosis del problema que el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower describió en su discurso de despedida en 1961, cuando advirtió a los estadounidenses que debían estar en guardia “contra la obtención de una influencia injustificada” por parte del “complejo militar-industrial” y contra el “potencial de un desastroso ascenso del poder en manos equivocadas”.

Ahora que muchas industrias en Estados Unidos ya están dominadas por unas pocas empresas “superestrella”, deberíamos agradecer que activistas “socialdemócratas” y manifestantes populistas hayan oído las advertencias de Eisenhower. Pero a diferencia de Rusia, cuyos oligarcas deben su riqueza a la captura de los activos del Estado en los noventa, las superestrellas corporativas de Estados Unidos llegaron a donde están porque son más productivas. Es decir que su regulación debe tener en cuenta más sutilezas (ser más bisturí que martillo).

En concreto, en una era de cadenas de suministro globales, las corporaciones estadounidenses han aprovechado enormes economías de escala, efectos de red y el uso de datos en tiempo real para mejorar el desempeño y la eficiencia en todas las etapas del proceso productivo. Una empresa como Amazon aprende todo el tiempo de sus datos para minimizar los tiempos de entrega y mejorar la calidad de sus servicios. Sabiéndose superior a la competencia, la empresa necesita pocos favores del gobierno (una de las razones por las que su fundador, Jeff Bezos, puede apoyar al Washington Post, que suele ser crítico del gobierno estadounidense).

Pero que hoy las superestrellas corporativas sean supereficientes no implica necesariamente que sigan siéndolo, sobre todo en ausencia de una verdadera competencia. Las empresas dominantes siempre pueden caer en la tentación de mantener su posición por medios anticompetitivos. Con su apoyo a iniciativas como la Ley sobre Fraude y Abuso Informático (1984) y la Ley de Derechos de Autor de la Era Digital (1998), las principales empresas de Internet se aseguraron de impedir el uso de sus plataformas a sus competidores para que no pudieran aprovechar los efectos de red generados por la presencia de los usuarios. Del mismo modo, después de la crisis financiera de 2009, los grandes bancos aceptaron que una mayor regulación era inevitable; pero luego presionaron para que se dictaran normas que, casualmente, hacían más costoso el cumplimiento normativo, lo que dejó en desventaja a competidores más pequeños. Y ahora que el gobierno de Trump reparte aranceles a diestra y siniestra, empresas bien conectadas podrían influir en quién obtiene protección y quién paga los costos.

Más en general, cuanto más influye sobre las ganancias de una empresa la fijación estatal de derechos de propiedad intelectual, regulaciones y aranceles (en vez de la productividad), más dependiente se vuelve de la benevolencia del gobierno. La única garantía de la eficiencia e independencia de las corporaciones mañana es la competencia de hoy.

La presión sobre el gobierno para que preserve la competitividad del capitalismo e impida su tendencia natural al dominio de unas pocas empresas dependientes suele surgir de personas de a pie, que se organizan democráticamente en sus comunidades y que, carentes de la influencia de las élites, suelen pedir más competencia y apertura. En Estados Unidos, el movimiento “populista” de fines del siglo XIX y el movimiento “progresista” de principios del siglo XX fueron reacciones a la formación de monopolios en industrias cruciales como los ferrocarriles y los bancos. Estas movilizaciones de base llevaron a normas como la Ley Antitrust Sherman de 1890 y la Ley Glass-Steagall de 1933 (aunque en forma más indirecta) y a medidas para mejorar el acceso a educación, salud, crédito y oportunidades económicas. Con su defensa de la competencia, estos movimientos no sólo evitaron que el capitalismo perdiera dinamismo, sino que también alejaron el riesgo de un autoritarismo corporativo.

Hoy que los mejores empleos se concentran en empresas superestrella que buscan a la mayoría de sus empleados en unas pocas universidades prestigiosas, que las pequeñas y medianas empresas encuentran el camino al crecimiento plagado de obstáculos puestos por las empresas dominantes, y que la actividad económica se va de las ciudades pequeñas y de las comunidades semirrurales hacia las megalópolis, hay un resurgimiento del populismo. Los políticos se esfuerzan en darle respuesta, pero nada garantiza que sus propuestas nos lleven en la dirección correcta. Como quedó en claro en la década de 1930, puede haber alternativas mucho peores que el statu quo. Si los votantes en pueblos franceses en decadencia y en el Estados Unidos profundo sucumben a la desesperación y pierden la fe en la economía de mercado, serán vulnerables a los cantos de sirena del nacionalismo étnico o del socialismo liso y llano, cualquiera de los cuales destruiría el delicado equilibrio entre el mercado y el Estado, poniendo fin a la vez a la prosperidad y a la democracia.

La respuesta correcta no es la revolución, sino el rebalanceo. El capitalismo necesita reformas desde arriba, por ejemplo una actualización de las normas antitrust, para garantizar la eficiencia y apertura de las industrias y evitar el monopolio. Pero también necesita políticas desde abajo que ayuden a las comunidades económicamente devastadas a crear nuevas oportunidades y a preservar la fe de sus integrantes en la economía de mercado. Escuchar las críticas populistas (sin seguir a ciegas las propuestas radicales de sus líderes) es esencial para proteger el dinamismo de los mercados y la democracia.

6 de mayo de 2019

Traducción: Esteban Flamini

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/survival-of-capitalism-need...