Asdrúbal Aguiar
Estamos en guerra
Hacia la derrota del mal absoluto
Foro América Libre y el servicio a la verdad
La radicalidad del bien, en Machado
La antihistoria militar
El mal absoluto, ni dialogable ni negociable
Mirando hacia atrás, para corregir el rumbo
En mis libros El problema de Venezuela (2016) y De la pequeña Venecia a la disolución de las certezas (2020) avanzo en la descripción crítica del largo y muy doloroso proceso de desmantelamiento de la nación y la república a partir de 1999. Acaso para completar mi Historia inconstitucional de Venezuela (2012), en la que identifico los 174 atentados sustantivos que sufre el texto constitucional sustitutivo de la celebérrima Constitución democrática de 1961, amplío el espectro hasta el presente. Lo hago a partir del golpe de Estado terminal que ejecutan Nicolás Maduro y Diosdado Cabello a raíz del fallecimiento de Hugo Chávez Frías en 2012, hasta el cierre simbólico que ocurre, pasados treinta años, de esa etapa de ruptura de paradigmas globales que ocurre a partir de 1989 y enlaza con el inicio de la pandemia. Esa ampliación consta en el prólogo que escribo para la obra reciente de Allan R. Brewer Carías The Colapse of The Role of Law in Venezuela and The Struggle for Democracy (2020) y lleva como título “The Constitutional Dismantling of the Venezuelan Nation and State”: El desmantelamiento constitucional de la nación y el Estado venezolano 1999-2020.
Afirmar la cabal desaparición de la nación y el Estado venezolanos es máxima de la experiencia, no algo metafórico. La primera resulta de la dispersión de un pueblo que alcanza su unidad histórica y cultural alrededor del Estado y sus cuarteles, antes de que fragüe la idea de la ciudadanía en los intersticios de civilidad que se nos vuelven excepciones. Pero, en uno u otro caso, tales identidades desplazan las raíces culturales originarias y plurales que sostienen desde antes la diversidad fundacional que somos y alcanza su primera madurez hacia la emancipación. Éramos hijos de la civilización judeocristiana y grecolatina.
De la república, nada que agregar a lo que es palmario. No existen hoy poderes constituidos o espacios públicos reales, salvo en las cárceles o en el exilio. Lo prueba la fragmentación de los órganos previstos en la Constitución: dos jefes de Estado, una constituyente, dos asambleas, tres tribunales supremos: uno en Caracas y dos en el exilio, dos cabezas del Ministerio Publico, unas franquicias partidarias dispersas y también divididas e incapaces de interpretar –es una observación– el inédito fenómeno social señalado; desapareciendo otra vez y a la par, como el siglo XIX, el monopolio militar de las armas que justifica nuestro ingreso tardío al siglo XX.
¿Por qué fue imposible que, sin solución de continuidad, la experiencia democrática y civil que conoce Venezuela a partir de 1958 se prorrogase hasta el presente siglo que ya cubre dos décadas? Bastaban y por lo visto no bastaron algunos pocos datos para confirmar la existencia de una nación que alcanzó su modernidad plena durante medio siglo.
Si el propósito es imaginar el bosque sin tropezarnos con los árboles cabe dejar atrás las simplificaciones; esas que siguen a la orden y en la práctica. Tanto que, tras dos décadas de empeño en sostener la senda decreciente de libertades ante la barbarie que avanza, el propósito revulsivo se nos ha vuelto frustración.
Si la cuestión es la ruptura de la modernidad económica ocurrida a inicios de los noventa, bastaría sacar del poder o derrocar a Maduro e implementar un conjunto de políticas públicas adecuadas, distintas de las actuantes por retrógradas. Y, si en contrapartida, lo pertinente es restablecer las políticas populistas de solidaridad abandonadas, como algunos lo predican, sería suficiente una gerencia pública competente y nada más. Pero la cuestión es de un mayor calado.
La desintegración de lo nacional y su transformación en una red de nichos humanos atados a vínculos fundamentalistas a partir de los años noventa hace que las formas de relación entre la denominada sociedad civil y la política, a través de los partidos, se hayan agotado; sea por explicarse estos en el mismo Estado, por hacerse diafragmáticos, ora por incapaces para darle tejido a una democracia de rompecabezas. Se trata de un fenómeno que no es propio de Venezuela. Se extiende por todos los países americanos y en la Europa occidental. Italia inaugura el deconstructivismo político, dando lugar al hundimiento de los partidos históricos, el socialista y el demócrata cristiano, como ocurre en Colombia con los partidos liberal y conservador y en Venezuela con sus partidos AD y Copei.
En el caso nuestro, la desconcentración del poder político en beneficio de las regiones y ciudades con la elección directa de gobernadores y alcaldes permitió una oxigenación coyuntural y tardía dentro de un aparato institucional en declive, ya inadecuado al cosmos emergente. Mal podían los partidos hacerse intérpretes inmediatos de realidades que les resultaban incomprensibles. Siguieron siendo presas de sus dinámicas electoralistas y clientelares. Y al haberse operado una expansión del espíritu crítico por obra misma de la modernización y expansión educativas alcanzadas hasta 1998, en el caso nuestro resultaba inaceptable el sostenimiento de la visión tutelar militar clásica y la partidaria que se construyen, ambas bajo inspiración bolivariana, a lo largo del pasado siglo. Dicho en términos coloquiales, los partidos no podían estar a la altura de la obra de desarrollo integral que propulsaron.
En suma, agotada la nación y la república, para el tiempo posterior y si la mirada de los venezolanos se quiere dirigir hacia un horizonte de libertad, el desafío reside, exactamente, en saber descubrir o construir un hilo de Ariadna que a todos nos sirva de mínimo común capaz para sostener vínculos básicos entre las retículas sociales y de vocación excluyente, nutridas de desconfianza, que se expanden como identidades caseras, de raza o de género, entre tantas. Para ello urge proveer transacciones sobre las exclusiones razonables que estas denuncian y para que puedan ser satisfechas bajo instituciones probablemente nuevas y capaces de situarse en ese espacio vacío que ahora media entre el ecosistema tribal de los internautas y el sentido globalizador de la humanidad.
La integración de necesidades y sus soluciones
Hace más de cuatro décadas hube de trillar con las cuestiones de la integración regional –así, en 1974, participamos de la fundación en el IESA, con apoyo del BID y el Intal, del primer máster latinoamericano que suma a varias legiones de extranjeros y venezolanos– y nos era inevitable aceptar que su fuente intelectual, en el caso de las Américas, procedía de una visión estructuralista sobre las relaciones asimétricas entre los países centrales y periféricos.
Era la consecuencia explicable, más allá de las elaboraciones teóricas, de unas deficiencias genéticas que tienen como su punto de partida nuestros procesos de independencia y formación como repúblicas. El “gendarme necesario” reinterpreta o intenta darnos una historia “nueva” que oculta los 300 años trascurridos bajo la influencia cultural latina e hispana, forjando a propósito culpables ajenos.
Ya desde 1949, incluso antes de iniciarse la luminosa experiencia de la integración europea con los tratados de 1951 que impulsan Robert Schuman y Jean Monnet, la Cepal, encabezada por el célebre académico y economista Raúl Prébisch, habla de los desequilibrios e injusticias que afectan al llamado capitalismo periférico apalancándose sobre la idea de nuestro desarrollo hacia adentro: la industrialización mediante la sustitución de las importaciones y un régimen de protección moderada de las economías nacionales. En esa vía se enrumban los distintos gobiernos.
Agotado tal estadio, durante los años cincuenta e inicios de los sesenta Prébisch plantea como desaguadero la formación de un Mercado Común. Propone el derrumbe progresivo de las fronteras económicas y comerciales entre nuestros países –una zona de libre comercio– a la vez que su cuidado mediante un muro virtual compartido, la unión aduanera, que otra vez nos protegiese como en la colonia de los bucaneros.
Es larga y azarosa la historia que cubre el nacimiento y la muerte por reconversión de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) creada con el Tratado de Montevideo (1960) y la de su complemento y corrección, alimentado por la misma tesis del complejo ante los grandes, el Pacto Andino o Acuerdo de Cartagena (1969). El ensayo centroamericano es el pionero, la Odeca de 1951.
Un dato que no puede omitirse hoy es que, a pesar de esos esfuerzos y sus resultados debatibles, el soporte que los acompaña es la voluntad de los Estados y sus gobiernos, antiguallas para la globalización; más allá de que estos le hayan dado paso a la noción de la supranacionalidad y al establecimiento de autoridades comunes que les distancian de la lógica de las soberanías que rige hasta después de la Segunda Gran Guerra del siglo XX.
Ahora declinan los sólidos de la Europa de la integración, un modelo que influye mucho y acaso contamina indebidamente al latinoamericano durante sus fases de avance, y puede pensarse –lo pregunta Moisés Naím– que una buena idea que todos consideran buena y loable pero que jamás se realiza es una mala idea.
No obstante, desde Guatemala, en un marco de excelencia académica y calidad en la experiencia que junta a empresarios e intelectuales con gobernantes y ex gobernantes durante la semana que recién finaliza, la Fundación Libertad y Desarrollo ha optado por marchar a contracorriente. Su conductor, Dionisio Gutiérrez, líder de experiencia transnacional y académico salmantino, plantea una vuelta a la integración económica como obligante y apropiada respuesta ante la disolución global de las certezas y la obvia incapacidad de los viejos Estados para asumir los desafíos que plantea el siglo XXI.
La cuestión no es baladí ni subalterna, menos en esta témpora mejor ganada para la experiencia de lo instantáneo y la inmediatez.
Si se admite que las solideces políticas y culturales ceden y se desmoronan y desparraman ante nuestros ojos como líquidos, las poblaciones ahora huérfanas de patria de bandera – así se sienten y copio para ello el giro de don Miguel de Unamuno–, la solución es encontrar otro hilo de Ariadna. Cabe armonizar las diferencias y exclusiones recíprocas que a todos anegan. No son un soliloquio, son máxima de la experiencia la miríada de nichos sociales o cavernas neoplatónicas que siguen a la evidente pérdida de las texturas políticas y sociales nacionales, presionadas por la supervivencia o las expectativas de bienestar.
Es aquí en donde la integración de los problemas centrales que a todos aquejan y de las soluciones comunes que a todos beneficien puede volverse una idea-fuerza innovadora –ya no estamos en los tiempos de Prébisch, hechos de espacios y de tiempos– y que mal puede encerrarse en los conventos de este neo Medioevo en curso.
Si lo dominante es la dispersión y la indignación, la “libanización” entre hombres y mujeres millonarios en informaciones y billonarios en deseos –se lo escuchamos decir a Mauricio Macri, en lúcida exposición– y que abandonan sus lares nativos para refocilarse en las indiferencias hacia los otros y las huidas, lo veraz es que todos a una tienen necesidades básicas igualmente inmediatas: transportarse, alimentarse, educarse, reposarse, sin mengua de los nomadismos y narcisismos propios al ecosistema digital.
Solo cabe resolver, pues, a través de un esfuerzo común, el de la integración de los servicios sin rostro y de sus usuarios, que es cosa muy distinta a la integración de las vanidades políticas y sus instituciones de museo, sin importancia para estos.
Las contramedidas de EE UU
Las medidas de retorsión o contramedidas –según el derecho internacional– adoptadas por la Casa Blanca contra la empresa criminal transnacional que mantiene bajo secuestro a Venezuela y destruye sus fundamentos como Estado, lleva a algunos políticos de medianía, más que a los afectados, a reaccionar con indignación. ¡Algo muy extraño!
Cada uno es libre de tener sus afectos o desafectos con el mundo exterior, que en el caso de las naciones iberoamericanas es lo propio frente a Estados Unidos –no ocurre con las de origen lusitano, como Brasil– por razones intestinas, que nos vienen desde las guerras fratricidas por la Independencia.
Con aquel opera una suerte de doble rasero intelectual –lo constato en el mismo epistolario de Simón Bolívar, quien afirma que plaga a América de “miseria en nombre de la libertad” y a la vez recomienda hablar ante los Parlamentos copiando los discursos del “presidente de Estados Unidos”– lo que bien me resume un antiguo colega de la Corte Interamericana: Ustedes mueren y no van al cielo sino a Miami.
Lo cierto es que quienes más se rasgan las vestiduras para endosar otro traje como antiimperialistas de circunstancia o fingir vergüenza de admirar a esa gran nación del norte son los que sufren si el “imperio” les reduce sus privilegios e impide disfrutar de sus mieles.
Corren los años setenta del pasado siglo cuando, al concluir un conversatorio sobre Puerto Rico en la Universidad de Pittsburg, dos dirigentes fundacionales comunistas venezolanos participantes me piden llevarlos a conocer Nueva York, antes de regresar a Caracas. No olvido sus caras, creían estar en la presencia del Dios humanado.
Al caso y en nuestro caso, la mala memoria o la ingratitud –ambas herencias europea y española– omite hechos desdorosos de nuestro recorrido y el auxilio norteamericano siempre presente para sacarnos las castañas del fuego, sin que a cambio nos invadan.
Nos tiende la mano ante un Cipriano Castro que no honra sus deudas con las potencias del Viejo Mundo por daños causados a sus nacionales durante nuestras revoluciones, por lo que media para ponerle fin al bloqueo armado europeo de nuestros puertos; o al Inglaterra intentar quitarnos nuestro costado oriental hasta más allá de las bocas del Orinoco, coludida con los rusos.
El memorándum póstumo de Severo Mallet Prevost, nuestro abogado gringo –“albino” le llamaría Bolívar–, es el que remienda, en efecto, la última situación, que permite al gobierno de Rómulo Betancourt denunciar la corrupción habida durante el dictado del Laudo de París de 1897 y al gobierno de Raúl Leoni firmar el Acuerdo de Ginebra, abriéndonos espacios para la reclamación del Esequibo a partir de 1966; logro que tiran por la borda los felones de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
Rafael Caldera luego denuncia el Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos –que lo viola este para restringir sus importaciones petroleras– sin que nos agreda el Departamento de Estado; sabiendo, incluso, que perdían los beneficios de nuestra expansión comercial hacia Latinoamérica y el mundo andino.
Las contramedidas recién impuestas contra el usurpador Maduro y sus cómplices políticos y económicos –para impedirles vender, transar y robarse los bienes y dineros que hacen parte del patrimonio nacional de Venezuela– las protesta, con inenarrable cinismo, Europa. También Michelle Bachelet, la alta comisionada de la ONU, que ayer se escandaliza por los crímenes del primero. Olvidan que en su momento los europeos las adoptan contra Polonia (1980), suspendiéndole la ayuda alimentaria; también contra la Argentina (1982); así como Francia lo hace contra Suráfrica por el apartheid, en 1985.
Estados Unidos suspende sus ayudas públicas a los Estados que expropian bienes de americanos sin indemnización, durante los años sesenta, o que no respeten los derechos humanos, como lo decide Jimmy Carter entre 1977 y 1980; pues la retorsión es una medida nacional y territorial unilateral y legítima, según el derecho internacional. La ejecuta todo Estado afectado como respuesta apropiada, provisional, y proporcional ante el comportamiento internacionalmente ilícito de otro Estado –en el caso el comportamiento criminal de lesa humanidad, más que ilícito, del régimen usurpador de Maduro– a fin de hacerlo respetar y acatar las reglas que impone el mismo derecho internacional, y para que repare los daños causados.
Los límites que impone la doctrina jurídica internacional son precisos. Se cumplen esta vez. No pueden significar uso de la fuerza, o vulnerar derechos humanos y principios humanitarios.
Las contramedidas que comentamos tienen como propósito, justamente, ponerle coto al robo de los dineros públicos venezolanos y a las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos que ejecutan el mismo Maduro y los suyos. Tampoco pueden –como lo dice el Instituto de Derecho Internacional– destruir la economía del país afectado, o poner en peligro su integridad territorial o independencia política.
Es palmario, es máxima de la experiencia silenciada a propósito por los europeos y la Bachelet, que la economía de Venezuela ha sido destruida de raíz por el régimen sancionado; que ha enajenado, además, la soberanía territorial e independencia política, entregándosela, para su canibalización, a grupos narcoguerrilleros y organizaciones criminales, a rusos, chinos y cubanos, y sometiendo sus decisiones al escrutinio previo de los gobernantes de La Habana. Extrañan, pues, tales protestas.
Paginación
- Página anterior
- Página 2
- Siguiente página