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Gustavo Tarre Briceño

El Procurador Especial

Gustavo Tarre Briceño

Estimados lectores,

Cuando el presidente Juan Guaidó, previa aprobación de la Asamblea Nacional, me designó representante permanente de Venezuela ante la Organización de Estados Americanos, resolví suspender la columna que generosamente El Nacional me publicó durante varios años. No me parecía prudente expresar mis opiniones sobre política venezolana y más bien traté de limitarme a hacer conocer planteamientos relativos a mis funciones, aceptando entrevistas en los medios de comunicación.

Pero hoy me veo obligado a interrumpir mi autocensura, pues resulta que se ha desatado una campaña infame en contra de José Ignacio Hernández, procurador especial de la República del gobierno legítimo, en ocasión de una sentencia dictada por un Tribunal del Estado de Delaware desfavorable a los intereses de Venezuela. Ya tanto el propio procurador, como el gobierno de Juan Guaidó, directivos de Pdvsa y una gran variedad de personas autorizadas han explicado hasta la saciedad y con argumentos irrebatibles que ese juicio, consecuencia de un arbitraje contrario a Venezuela, ya se había perdido en una instancia inferior, que la derrota obedecía exclusivamente a errores, negligencias y omisiones del gobierno usurpador de Nicolás Maduro. Por ello no voy a repetir lo ya dicho. Quiero referirme fundamentalmente a José Ignacio Hernández.

Nacho, como le llaman sus amigos, es hijo de Carlos Hernández Delfino, un destacadísimo servidor público con quien tuve oportunidad de interactuar cuando ejercí la función de diputado. Años más tarde conocí a José Ignacio en un seminario en Bogotá sobre el pensamiento de Alexis de Tocqueville y quedé muy impresionado por su muy sólida formación jurídica y sus acertados criterios en el campo de la teoría política.

Desde entonces empecé a verle y a leerle con frecuencia, en diferentes escenarios: encuentros de profesores de Derecho Público, foros sobre el acontecer constitucional, programas de televisión, charlas, conferencias y artículos en revistas especializadas.

Me asombró la facilidad con la que es capaz de resolver problemas jurídicos muy complejos y evacuar con lujo de acierto consultas sobre temas vinculados con la vida política y parlamentaria. En el año 2013 le tocó coordinar el equipo de abogados que preparó la impugnación de la elección fraudulenta de Nicolás Maduro.

Cuando fui forzado a salir de mi país, me volví a topar con José Ignacio cuando vino a Washington a investigar en la Escuela de Derecho de la Universidad de Georgetown y posteriormente en la Universidad de Harvard, donde trabajaba en la Kennedy School of Government y colaboraba en darle forma jurídica al Plan País.

Hace algunos meses, el presidente Guaidó lo designó procurador general especial de la República y el nombramiento me pareció impecable.

Ya yo estaba en la OEA y desde allí le vi actuar en defensa de los intereses de la República con esmero, dedicación y talento. Todo ello en condiciones de máxima precariedad, pues no tenía a su disposición recurso alguno, ni material ni humano y sin embargo fue acumulando éxitos, muchas veces enfrentado a muy poderosos intereses representados por legiones de abogados expertos.

En ese ir y venir de ciudad en ciudad, de tribunal en tribunal y de una a otra agencia gubernamental, se presentó al gobierno la posibilidad de intervenir en el juicio de la empresa Crystallex contra la República. Mucho antes, José Ignacio Hernández había comparecido en el tribunal como “testigo experto”, no como abogado de la empresa como falsamente ha afirmado Nicolás Maduro.

Su testimonio consistió en ilustrar a los jueces sobre puntos concretos del derecho venezolano en ocasión del litigio de marras. Es una actividad normal en la vida de un abogado en ejercicio que no ejercía para el momento ninguna función pública, pero esa intervención llevó a nuestro amigo a hacer lo que era más aconsejable en aras de la transparencia: inhibirse y dejar en cabeza de otro abogado la representación de la República.

En torno a esta situación se dio inicio por parte del gobierno usurpador, pero también de unos pocos particulares, a una alegre campaña de destrucción moral de José Ignacio: se le acusó, no solo de ser responsable por la pérdida de juicio sino de haberse parcializado en favor de quienes adversaban a Venezuela en ocasión de su testimonio.

Me parece insólito que existan personas que pretendan construir protagonismos sobre la base de la calumnia y de acusaciones infundadas. No se aportan pruebas, no se esgrimen argumentos, no se razona. Simplemente se trata de destruir a alguien, olvidando la presunción de buena fe y de inocencia. Dejando de lado la objetividad y la justicia. En claro ejercicio del famoso “dispare primero y averigüe después”. El testimonio de José Ignacio reposa en los archivos del tribunal y es muy fácil corroborar qué fue lo que dijo o hizo.

Un ex presidente venezolano decía que hay dos cosas que no se pueden ocultar: la tos y el dinero mal habido. Y es verdad. Todos los que conocemos la vida y el accionar de José Ignacio Hernández podemos testificar con relación a la austeridad en la que vive, fundamentada en la rectitud de sus principios morales.

Este artículo tiene una finalidad: expresar mi solidaridad con José Ignacio e invitar a los venezolanos a no creer en mentiras.

Solo nos queda recordar a Nacho uno de los preceptos del famoso Decálogo del Abogado del jurista uruguayo Eduardo Couture:

La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras cargando tu alma de rencor, llegará un día en que la vida será imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota”. No permitas que la canalla afecte la tranquilidad que merece haber actuado con base en tu conciencia y en defensa de los mejores intereses de Venezuela.

La economía no tumba gobiernos

Gustavo Tarre Briceño

Esta afirmación se repite todos los días en Venezuela. Proviene de sesudos académicos que han estudiado todas las crisis económicas del mundo; de encuestadores parlanchines que dictan cátedra sobre cualquier tema; de analistas políticos que se amarran a determinismos y dogmas, muchas veces con la mayor buena fe y también de aquellos que, de una manera u otra, piensan que la estabilidad del gobierno de Nicolás Maduro puede traerles algún provecho personal. Han creado una matriz de opinión que se transforma en profecía autocumplida y que nos hace creer que Maduro no saldrá nunca del poder. A menos que, como algunos líderes opositores piensan, se hagan elecciones libres en Venezuela y el gobierno reconozca los resultados adversos. Sobre esta opción dejo abierto al criterio del lector su aceptación o rechazo.

En Venezuela se ha propagado una visión dogmática: Maduro se quedará para siempre, como lo hicieron Castro, Mugabe (que por fin cayó, pero después de 37 años) y la dinastía norcoreana.

Yo sencillamente recuerdo que en las ciencias sociales no hay relaciones de causalidad necesaria y que lo que ha ocurrido de una manera en muchos países, no tiene por qué reproducirse, inexorablemente, en cualquier lugar del mundo y en cualquier período de tiempo.

Yo simplemente sostengo que la catástrofe venezolana no se asemeja, ni por sus causas, ni por su intensidad ni por su manejo, a ninguna crisis económica ocurrida en ningún país del mundo. Nuestro desastre es único y Venezuela no es ni Cuba, ni Zimbabue, ni Corea del Norte ni Kirguistán. La magnitud del daño producido por Chávez y por Maduro no tiene antecedentes en ninguna parte y la imposibilidad de rectificación no tiene parangón en la historia. También constato, sin llegar al determinismo marxista, que la economía ha tenido un papel importantísimo en más de un proceso histórico

Estoy absolutamente convencido de que el gobierno de Maduro no va a durar mucho, así “gane” elecciones, incremente la represión, divida a la oposición o termine de entregar lo que queda de soberanía a cubanos, chinos y rusos.

Muchos amigos que me han oído esta afirmación me dicen, con razón, que tengo tiempo diciendo lo mismo y que el gobierno no cae a pesar de que la situación del país es cada vez peor. Precisamente por eso, por el deterioro diario de la vida de cada venezolano, es que sostengo ahora con mayor fuerza que nunca, mi afirmación: a Maduro le queda poco tiempo en Miraflores. No puedo poner fecha, pero de que se cae, se cae.

El único sostén sólido del régimen es el instinto de supervivencia de la cúpula del narcoestado. Es realmente una tragedia para quienes la integran el saber que no tienen un destino distinto a la cárcel después de haber acumulado inmensas riquezas y haber lambuceado hasta la saciedad las mieles del poder.

Pero ocurre que los grandes y verdaderos enchufados son una minoría. La inmensa mayoría de los venezolanos, chavistas y no chavistas, sufre de manera directa los efectos de la crisis. Para salvarse de ella hay que disponer de ingentes cantidades de dólares, vivir en mansiones amuralladas, trasladarse en camionetas blindadas y con decenas de escoltas, tener la posibilidad de mandar a buscar a cualquier parte del mundo alimentos y medicamentos, dinero para mantener a los hijos y familiares viviendo como reyes fuera del país y, como si fuera poco, hacer gala de un inmenso desdén por el sufrimiento ajeno, por la muerte de tantos compatriotas, por la desnutrición de los niños, por el exilio forzado de millones de venezolanos, por el dolor de los familiares de las víctimas del hampa y de la represión.

La mayoría de las fuerzas que hoy respaldan a Nicolás Maduro no están en esa situación. Ven, oyen, sufren y padecen en mayor o menor grado. Saben que la Constitución se viola descaradamente, que se está conduciendo al país a un barranco sin fondo, que Venezuela es hoy una colonia cubana dirigida por un atajo de ladrones incompetentes y cínicos. Ese conocimiento les conducirá a rebelarse, no para participar en un golpe de Estado, sino para hacer cumplir la Constitución y para buscar el rumbo del progreso, del crecimiento económico y de la justicia social.

Esto vale para la inmensa mayoría de los oficiales de la Fuerza Armada, cansados de ver a algunos de sus integrantes robar a manos llenas, asesinar y torturar manifestantes y violar los derechos más elementales de los ciudadanos. Eso no se corresponde con las tradiciones aprendidas en “la casa de los sueños azules” ni se corresponde con la herencia del Ejército Libertador. El honor militar es algo muy distinto a los discursos del Alto Mando.

En la misma situación se encuentran la mayoría de los agentes policiales, de los funcionarios, de los diplomáticos, de los profesores y maestros, de los líderes sindicales. No son ni ciegos ni sordos y por ello la rebelión está allí, latente, en espera.

A los que creen que Venezuela se cubanizó para siempre, a los que piensan que nos parecemos a Zimbabue, a los que no se dieron cuenta de que el Reich de mil años se derrumbó, a los que no quieren recordar que el comunismo se esfumó, les digo: no me pregunten cómo va a caer Maduro, traten más bien de explicarme cómo se va a sostener.