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Crónicas de los recuerdos: La segunda inmigración (4)

Opinión
Tiempo de lectura: 10 min.

Quiero referirme ahora a aspectos relacionados con la comida y algunas características peculiares y singulares de Asturias que me impactaron cuando tenía ocho años −y muchos años después, cuando de adulto visité nuevamente esa región−, pero trataré de mantenerme fiel a lo que recuerdo de la visita que hice de niño.

Imposible dejar de mencionar las comidas; por lo general, eso de comer a diario es un tema que nunca se trata en ningún escrito o artículo, pues algo tan cotidiano y hasta banal como comer se da por sobreentendido. Pero, no voy a cambiar la tónica de mis relatos para hacer descripciones gastronómicas detalladas; mucho menos para dar recetas, aunque, indirectamente, algo de eso habrá.

Si es cierta la creencia −al menos, así lo pienso yo− que muchas de las características de personalidad provienen de la infancia y la niñez, no me cabe la menor duda que mi afición por comer, por cocinar y por disfrutar una conversación, de largas horas, con familiares y amigos alrededor de una mesa, provienen de esa experiencia temprana en la casa de mis abuelos en Logrezana. En todo caso, a pesar de que es algo que tengo muy nebuloso y endeble en mis recuerdos, me parece importante ponerlos en contexto e iluminarlos para aclarármelos a mí mismo.

Primeras lecciones de cocina
Algún día quizás narraré cómo fue que aprendí con mi mamá lo poco que sé de cocinar; pero las primeras lecciones las recibí en Logrezana y de la manera más insospechada o insólita. Detrás de la casa de mis abuelos había una pequeña casa, muy modesta, en donde vivían dos hermanas: Consuelo y Carmen. Consuelo era mucho mayor que yo y solía estar siempre en la casa. En mis correrías por los alrededores la conocí e iba visitarla de vez en cuando. En una de esas visitas, en que se disponía a comer, me enseñó a hacer tortilla de papas, comenzando por enseñarme a “freírlas” con agua, pues el aceite creo que era un artículo que no podía desperdiciar en dar lecciones de cocina a un niño de ocho años. Lo cierto es que las papas no quedaban nada mal, y años más tarde, cuando decidí por la edad rebajar el uso de grasas, esas lecciones de Consuelo fueron para mí de gran utilidad. No queda nada mal la tortilla española con papas “fritas” −o más bien cocinadas− en agua. En cualquier caso, esa es la comida que tengo en mi memoria como la primera que alguna vez preparé.

Cocina venezolana y asturiana
Mi dieta en Caracas, recién llegado en 1956, no difería mucho de mi dieta de antes de llegar a Venezuela, excepto por los ingredientes que no siempre se conseguían. Es bueno mencionar o recordar aquí que a la cocina asturiana se le conoce como “cocina de cuchara”, y mi mamá mantuvo esa costumbre todo lo que pudo; además, por razones prácticas, pues era lo que más conocía y mejor cocinaba. Pero en Venezuela comenzamos a incorporar otras cosas: arroz, más carne, plátano, frutas tropicales, pasta, hamburguesas y perros calientes, etc. Por eso, al regresar a Asturias, la cocina asturiana de la casa de mis abuelos fue una de las peculiaridades que tuve que confrontar, y me parece interesante narrar las pocas cosas que recuerdo, aunque −como he dicho− usualmente nadie se ocupa del tema comidas, cuando se narran recuerdos como yo lo estoy haciendo.

Comidas rutinarias

En uno de mis artículos anteriores (“Crónicas de los recuerdos: El regreso, la otra inmigración - 2") dije que no había visto en Logrezana ningún abasto o lugar donde se compraran alimentos o las cosas necesarias para la casa, pero que evidentemente lo hacían en alguna parte, pues comida y lo indispensable siempre había. Es bueno decir que una gran parte de los alimentos −verduras, papas, granos, algunas frutas− provenían del propio huerto de la familia, al igual que huevos, gallinas y carne de cerdo.

No recuerdo ningún episodio específico de “almuerzo”; sospecho que es porque la comida principal era la cena. Ese era el momento en que todos estábamos en casa: mi mamá ya había regresado de visitar a familiares y amigos en alguna de las ciudades cercanas −Gijón, Avilés, Oviedo y otras− y siempre traía cosas y cuentos; mi tío Carlos regresaba del trabajo “esgalazado” por el hambre y todos nos reuníamos al calor de la cocina de carbón para la cena y, sobre todo, para la muy española sobremesa que se prolongaba hasta muy tarde. No me cabe duda de que en esas ocasiones debo haber aprendido algo de cocina, además de las lecciones de Consuelo.

El “pote”

Pero no voy a hablar de la cocina asturiana ni a describir en detalle ninguna receta; a los ocho años no tenía mayor preocupación por la gastronomía. La comida típica asturiana −la fabada, por ejemplo, sin duda la más conocida, típica e importante− que hoy me apasiona, no la recuerdo de esa época. Pero sí recuerdo, y muy bien, lo que comíamos muchos días, con pocas variaciones: unas “fabas”, habas o judías blancas cocinadas con papas y verdura, una especie de col verde muy parecida a la acelga que allá llamaban “berza” y que en Venezuela no he conseguido, aunque se parece algo a la acelga. A la cocción, eventualmente, se le agregaba chorizo o algo de lacón −el jamón de la pata delantera del cerdo− y también, ocasionalmente, alguna longaniza o morcilla asturiana, esa que es arrugada y de sabor muy fuerte. A esa especial cocción, muchos la llaman “pote asturiano”, no sé si ese era el ampuloso nombre que le daban en casa de mis abuelos.

Como dije, esa era la comida de muchos días, alternada alguna vez con lentejas o con habas de otro tipo, como las “fabes pintas”, que recuerdo pequeñas, de color rojo intenso y moteadas −de allí el nombre de “pintas”−; y algunos fines de semana o en ocasiones especiales, con un cocido de garbanzos con algo de carne y gallina, con la cual se preparaba también una sopa con fideos. Por supuesto, huevos provenientes del gallinero de la casa los comíamos en todas sus formas, al igual que tortilla de papas y, desde luego, papas fritas −pues las papas, en buena medida, se cultivaban en casa y no faltaban− que a veces, al freír, se acompañaban con algo de chorizo, también casero. Era una comida fuerte, alta en calorías, apropiada para el frío clima asturiano.

Postres y dulces

A esa dieta, mi mamá, que como dije viajaba con frecuencia a las ciudades cercanas, incorporaba algunos suculentos bistecs, o filetes, como allá les dicen, sobre todo para los cuatro niños de la familia: mis primas, primo y yo. A veces también traía Cola Cao, esa bebida achocolatada, originaria de España, y que se ha extendido por otros países. En materia de postre o dulce, mi mamá tenía una “especialidad” −que mantuvo en Venezuela− con la que nos deleitó a los más pequeños de la casa en Logrezana: preparaba una mezcla de cambur −o plátanos, como les decían allá− “pisados” con galletas maría, crujientes, dulce de membrillo, unas gotas de limón y algo de jugo de naranja, con el que iba suavizando las galletas y facilitando la mezcla con el cambur y el membrillo; el resultado era una especie de pasta o papilla de sabor inolvidable. Como inolvidable era su “tortilla dulce”, con tajaditas de pan duro ablandadas en algo de leche, un poco de azúcar y huevo, que freía procurando que no se secara mucho.

En casa de los abuelos, frecuentemente también se preparaban “farrapas”, que es una simple cocción en agua de nuestra conocida harina de maíz, a la que se le espolvoreaba azúcar, que formaba encima una capa líquida, obviamente dulce, que siempre me pareció exquisita. “Les farrapes”, en asturiano, serían la base de nuestro “majarete”, pues su textura y consistencia es similar, solo que aquí le agregamos canela, coco y papelón, que allá conocían poco o desconocían por completo. Algunas veces nos preparaban “frixuelos” −que en esa parte de Asturias se les dice “fisuelos”− especialmente en las proximidades del carnaval (ignoro por qué), y que son unas tortas similares a las crepes, muy finas, de una masa de harina, huevos y leche, que se fríen ligeramente y se espolvorean con azúcar. Cuando los hacían, ¡preparaban una inmensa y olorosa torre de “fisuelos” que nos ponían en la mesa frente a nosotros y que todos lamentábamos que se acabaran!

Una panadería cerrada

Tengo muy tenue en la memoria que en contadas ocasiones había flan, algo similar a nuestro “quesillo”; pero ese flan era: “flan del chino”, que se preparaba con el polvo de unos sobrecitos que venían en una caja y que tenían el dibujo de un chino, y creo que por eso se llamaban así, aunque el nombre completo era: Flan Chino, El Mandarín, que aún hoy en día, en viajes recientes, recuerdo haber visto en algunos supermercados. De esa época no recuerdo el turrón ni los mazapanes, que hoy son para mí uno de los símbolos de la Navidad, por lo que lamento que ya no exista la Panadería Las Ciencias, de Panificadora Rodríguez. (Quedaba al comienzo de la avenida principal de Santa Mónica en Caracas y a finales de año preparaba dulces típicos españoles. Inmejorables las figuritas de mazapán, los polvorones de pura almendra y extraordinarios los brazos de gitana; el de crema pastelera y el de mazapán, son inolvidables. No he encontrado sustituto para esas delicias de Panadería Las Ciencias)

La fabada

Ese “pote” o potaje, que describí más arriba y que se preparaba frecuentemente en la casa de los abuelos, es una “semblanza” −por llamarla de alguna manera− de la “fabada asturiana”, con la no menor diferencia de que para el cocido o “potaje” que se preparaba en casa de los abuelos se utilizaba la judía o haba corriente, proveniente del huerto familiar −el “llosico”−, del cual ya he hablado (ver el vínculo anterior: https://bit.ly/3I5BpJ6). No se utilizaban, como en la “fabada” genuina, las llamadas “fabes de la granja”, que son una judía blanca muy especial, de mayor tamaño y forma arriñonada, y que desde 1996 tienen “Indicación Geográfica Protegida (IGP)”, que es una protección al nombre y la calidad, ligada al origen; a diferencia de lo que conocemos como “certificación de origen”, que es más de carácter administrativo y aduanero, aunque ambas clasificaciones están vinculadas al territorio y buscan proteger el producto.

Las “fabes de la granja” son mucho más difíciles de cultivar que las “fabas” comunes, pues no se dan en todos los suelos y climas, y en consecuencia son más costosas. Si se cocinan adecuadamente, con el tiempo y la paciencia del caso, no se rompen ni se despellejan, y su textura es suave. En todo caso, en la casa de mis abuelos y en la de mi mamá no siempre se disponía de “fabes de la granja”; por lo tanto, se utilizaban “fabes” blancas comunes y se preparaban de la manera tradicional, poniendo “les fabes” en remojo el día anterior y añadiendo a la “pota” −olla− todos los ingredientes juntos: “les fabes” y el llamado compango −chorizo, morcilla y la carne de cerdo de que se disponía: panceta, lacón o hueso de jamón− y cocinando lentamente, con la paciencia del caso, por casi tres horas.

En casa de los abuelos −y después mi mamá en Caracas− se preparaba la fabada de la forma tradicional; lo digo porque algunos incluyen un “sofrito” entre los ingredientes de la fabada; el sofrito es una argucia −¿truco? − o recurso sibilino de cocinero, que nunca he entendido del todo, pues le da sabor uniforme a todas las comidas. Por supuesto aromatiza toda la cocina y la casa, pero añadido a la fabada puede desequilibrar el sabor y ocultar la identidad del compango. El dulzor de la cebolla y la acidez del tomate pueden alterar la cocción y hacer que se rompan o se resequen “les fabes”.

La fabada es un guiso “puro”, donde el protagonismo lo tienen “les fabes” y la calidad del compango, que aporta grasa y sabor suficiente; no necesita “refuerzo”. Con una verdadera fabada, el aroma ya lo anuncia todo y cuando se sirve, todos callan un momento, antes de empezar a comer.

Manzanas y sidra

Y no puedo cerrar mi viaje a Logrezana y Asturias sin hablar de “les manzanes”. Asturias es la tierra de las manzanas y la sidra. Hoy me interesa más la sidra de lo que me interesó en esa época y fiel a mi relato, no recuerdo nada de la sidra en 1958 y 1959; solo tenía ocho años, no era un gran tomador de sidra. Pero sí me acuerdo, y muy bien, de las manzanas, porque sí era un gran comedor de manzanas.

Desafortunadamente no vi los manzanos florecidos, al menos no muchos que recuerde, pues llegué después de la floración; pero sí vi muchos manzanos cargados de fruta, pues era plena época de recoger la cosecha, que es entre septiembre y noviembre. Había manzanas de todos los tamaños, colores y sabores. Mis preferidas eran, y todavía lo son, las verdes, pero recuerdo muy bien las manzanas con las que −según me explicó mi prima Vidaflor− se hacía la sidra, que no me parecían tan dulces al comerlas; eran, eso sí, más grandes, amarillentas y con una piel un poco más rugosa y gruesa. Las que tengo en la memoria se parecen a las que hoy he buscado por Internet: la llamada “reineta” o la “blanquina”, pero las que más vi en los árboles por la zona eran de un tono rojizo. En todo caso, hay mucha variedad de manzanas con las que se elabora la sidra, que en ese momento casi no conocí ni aprecié.

Conclusión

Cierro esta parte del relato sobre mi viaje a Asturias en 1958 y estoy ya listo para el regreso a Caracas, con el que concluiré esta serie la próxima semana, narrando el viaje en barco, de ida y vuelta, y las experiencias en el mismo.

https://ismaelperezvigil.wordpress.com