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El regreso, la otra Inmigración.

Opinión
Tiempo de lectura: 10 min.

Crónicas de los recuerdos

Un error de diagnóstico y sus circunstancias, finalmente afortunadas, interrumpieron por un corto tiempo mi proceso inmigratorio en Venezuela y me obligaron a regresar a España; lo narré en un artículo anterior (ver "La Inmigración, y 4, en https://bit.ly/41hhSv); pero, ese regreso me permitió también reencontrarme con mis abuelos, tíos y primos y conocer esa España −y sobre todo Asturias− que había dejado atrás, que no había tenido oportunidad de conocer. La reconstrucción en la memoria de ese periodo, corto pero muy intenso, es lo que inicio con este artículo, comenzando ahora por diferenciar lo que recuerdo de España, antes de viajar a Venezuela en 1956, de los recuerdos que quedaron grabados en mi vida con el regreso en 1958 y el reencuentro con una vida muy distinta a la que yo llevaba en Venezuela.

 Corta niñez en España

Tengo pocos recuerdos de esa etapa de mi vida; apenas tenía cinco años cuando emigré con mi familia a Venezuela, y los recuerdos que tengo frecuentemente se entremezclan con las cosas que me contaba mi madre y, eventualmente, mi abuela; pero, al final, los recuerdos ajenos son también mis recuerdos y me son útiles para recrear y explicarme a mí mismo algunas cosas. Hasta 1956, vivíamos entre Gijón y Guimarán, una pequeña parroquia del concejo de Carreño, camino a Avilés −en el hoy Principado de Asturias−, relativamente cerca de la casa de mis abuelos paternos, en Logrezana, a quienes mi padre visitaba frecuentemente montando su bicicleta, que era, además, su medio de transporte para ir todos los días a trabajar a una fábrica cercana, en Aboño, que es una población bastante industrializada, cerca de Gijón, a unos 30 minutos en bicicleta desde Guimarán. Ya conté hace tiempo que mi padre era “ajustador mecánico”. (Ver "Mi Padre" en https://bit.ly/3Vngu7m)

 La casa de Guimarán

Mis recuerdos de esa época transcurren entre esos dos espacios geográficos, muy distintos: Guimarán y Gijón. La casa en Guimarán era un pequeño edificio de dos plantas y cuatro viviendas; vivíamos en la segunda planta de la derecha, a la que se subía por unas escaleras externas, debajo de las cuales había un pequeño local, en el que mi papá criaba conejos. Aún en la memoria una borrosa imagen y recuerdo la sensación de los conejos, casi recién nacidos, en las palmas de mis manos y la sonrisa de mi padre.

 De esa época en Guimarán recuerdo muy pocas cosas y puntuales. Por ejemplo, los regalos de los Reyes Magos en la última Navidad que pasé allí, antes de irnos para Gijón, que ya comenté en un artículo anterior (Ver La Inmigración 2, en https://bit.ly/3JwdL9j); y una lluviosa mañana de invierno que me obligaron a ir a la escuela; yo era el único que fue ese día. Me veo aun con un creyón o lápiz en la mano, tratando de dibujar y mirando por la ventana cómo llovía; por la rabia y la soledad, me rodaban unos lagrimones por las mejillas. Esa escuela es distinta a la escuela pública de hoy, que vi hace algunos años en una de mis visitas de adulto. La que yo frecuente quedaba por la carretera en dirección hacia Gijón, era una casona de dos pisos y yo recuerdo la ventana de la segunda planta por la que me asomaba.

 Recuerdo también las tardes de “cacería” de gorriones y jilgueros; los atraíamos a una trampa con una masa de harina con agua y algo de azúcar, que se metía en el fondo de unos grandes barriles, y cuando se llenaba de pájaros corríamos a tapar el barril con una tela de saco. A los gorriones los soltábamos, pero los jilgueros no tenían igual suerte, eran más bonitos y cantaban, estaban destinados a unas pequeñas jaulas donde los condenábamos a cantar como prisioneros. Desde luego, yo, que solo tendría tres o cuatro años, solo observaba cómo los más grandes, que eran mis héroes, hacían toda la “operación”, y que no se enterara mi padre que aborrecía cualquier maldad o crueldad hacia los animales.

Despedida de los abuelos

Pero quizás uno de los recuerdos más claros es la vez que fui a despedirme de mis abuelos paternos, porque nos regresábamos para Gijón, a la casa de mi abuela materna −en donde nací y probablemente viví los dos primeros años de mi vida−, pues estábamos en preparación del viaje a cualquier parte del mundo, que era ya inminente y terminó siendo Venezuela, país del que mis padres oyeron hablar apenas unas semanas antes del viaje de mi tía y mi madre, que fueron las primeras en emigrar. Era evidente que −al menos yo− no volvería a Logrezana para ver a mis abuelos antes del viaje. No recuerdo nada de esa despedida, pero sí la caminata, con mi papá, desde Guimarán (oficialmente, Quimarán) a Logrezana, donde vivían ellos, que distaba unos seis kilómetros y los recorrimos en poco tiempo, no sé cuánto, ya tenía cuatro años para ese entonces. En esa oportunidad, o en una similar por la misma época −aquí sí se entremezclan los recuerdos−, conocí también a mi primo José Carlos, de unos meses de nacido, y que no volvería a ver sino tres años más tarde, cuando regresé por primera y única vez a España, siendo niño.

 Playa y zambullida

Tengo también vagos recuerdos del Gijón de esa época −Gijón es el principal puerto de Asturias−; pero hay uno en especial que es un recuerdo “alimentado” por los relatos de mi mamá, que nunca lo pude confirmar con mi padre, a quien jamás le hizo gracia; pero, sí lo hice con mis primas, algo mayores que yo, divertidas testigos del incidente. Mis primas y tía nos visitaban, y nos fuimos a la playa de Gijón o Playa de San Lorenzo, que es una de las más famosas y bonitas del norte de España, que quedaba relativamente cerca y podíamos ir caminando. Nos adelantamos mis primas, mi papá y yo, mientras mi tía y mi mamá hacían otras cosas y preparaban la comida para pasar un día de playa. Cuenta mi madre que yo iba vestido con un traje de piqué, blanco, con gorra y todo, que ella me había hecho; mientras mi padre buscaba algo con qué sujetar las toallas en el suelo, en ese descuido arranqué a correr hacia el mar, mis primas gritaban y mi papá corría detrás de mí, pero no pudo evitar que me tirara de cabeza al agua, y él se metió detrás de mí para sacarme. Allí quedaron uno de mis zapatos y mi gorra de piqué blanco y se acabó el día de playa. Mi padre me envolvió en su chaqueta y regresamos a casa; −en las frías playas del Cantábrico, especialmente en la de Gijón, no se puede jugar con el frío y la ropa mojada; si ven una foto de esa playa verán a miles de personas disfrutando del sol en la arena y unos pocos metidos en el mar−; mi mamá y mis primas contaban que yo le iba diciendo a mi desencajado padre: ¡Viste cómo me tiré de cabeza, Avico!; mi padre se llamaba Eurico, pero yo no les decía papá y mamá, sino Ángeles y Eurico −y a esa edad para mí el nombre de mi padre era impronunciable−. Tampoco sé de dónde saqué que eso de tirarse de cabeza al agua era una proeza.

Nombres familiares

La anécdota anterior es, en realidad, un buen pretexto para comentar lo de los nombres “raros” en mi familia, que viene de mi abuelo paterno, pues en su familia gustaban de los nombres de origen godo y visigodo; así, mi papá se llamaba Eurico, tuve un tío que se llamó Egetino, una tía Felicísima, otra Patrocinio y otra Alfonsa −esos eran casi normales−, y había un par de primos de mi papá −a quienes no conocí− que uno se llamaba Lugerico y otro Quirico. A mí pensaban llamarme Egetino, como mi tío, pero el cura que me bautizó −o el señor que me asentó en el registro−, se negó a ponerme ese nombre porque no estaba en el Santoral Católico −recuerden que estábamos en plena era franquista−, por lo tanto, me pusieron José, por mi abuelo, e Ismael, por el día que me asentaron o registraron, que fue el 17 de junio, día de San Ismael mártir. Esa era la historia que contaba mi mamá acerca del origen de mi nombre. ¡Qué agradecido estoy al cura que me bautizó o al Sr. que me asentó!

Gijón

Tengo algunos recuerdos del Gijón de esa época, antes de venir a Venezuela; son de los meses muy cercanos a la fecha antes del viaje. Jugar con mi primo Pedro en la calle “pavimentada”, por así llamarlo, con una especie de asfalto negro, mezclado con tierra, creo, y era en pendiente; vivíamos en la parte más alta, al comienzo de la calle, y cuando llovía, que era algo frecuente, el final de la calle se llenaba de charcos a donde íbamos mi primo y yo a bailar sobre ellos, lo que siempre terminaba en un par de nalgadas, no por el agua o los charcos, sino por habernos alejado tanto de la casa. Nunca escarmentamos y siempre recibimos las nalgadas.

La casa de la abuela

La casa donde vivía mi abuela era grande −o así me lo parecía− o más bien larga y estrecha, algo oscura, con patio trasero, siempre lleno de carbón para la cocina, es lo único que recuerdo; era la Calle Jesús # 19 −la calle existe, pero la casa fue reemplazada por un edificio− y allí nacimos todos los primos, de manos de parteras o comadronas, que era lo usual de la época, a menos que hubiera alguna complicación en el parto, que en ese caso venía un médico. Mi madre y mis tías iban allí a “dar a luz” −como se decía en la época− porque mi abuela había sido una especie de enfermera durante la guerra civil y tenía buena mano para atender emergencias y en eso de ayudar a dar a luz, lo que daba mucha seguridad a mi mamá, a mi papá y todas mis tías y tíos. Después de nacer, un par de años después o algo así, con mis padres nos fuimos a Guimarán, en donde vivimos un par de años, antes de volver a Gijón, cuando ya era inminente el viaje a Venezuela.

Variar colchones

Tengo también un vago y singular recuerdo de haber ido con mis tíos a ver un partido de fútbol, en un campo que quedaba relativamente cerca y que el partido se veía de pie, en unas gradas, que tenían una baranda en la parte delantera. Pero lo singular del recuerdo no lo es tanto por el fútbol, que yo no alcanzaba a ver y apenas recuerdo a mis tíos, de pie y gritando, sino porque allí era donde íbamos con mi abuela a “variar” colchones. Según mi tía Geli, era el campo de Los Fresnos, hoy en día un centro comercial del mismo nombre. Los colchones estaban rellenos de lana, que con el tiempo se “aplastaba” y para que se “esponjara” de nuevo, cada cierto tiempo se sacaba la lana de los colchones, se lavaba y se llevaba a ese campo de fútbol, se tendían al sol en la misma tela del colchón o en otra tela grande y se golpeaba la lana con unas varas largas de avellano; por eso se llamaba “variar” a esa “técnica” de re-esponjar y poner nuevamente suave la lana de colchones y almohadas. Siempre había gente en esa actividad, que usualmente se hacía en el verano, cuando había buen tiempo.

Conclusión

Tanto la salida de España, en 1956, como mi regreso a ella, en 1958, se debieron a factores ajenos a mi voluntad; obviamente, pues solo tenía cinco y ocho años, respectivamente. La salida hacia Venezuela se debió a razones económicas y políticas que vivía mi familia; el regreso en cambio, fue por razones personales y de salud. Lo que nos indica que las razones para emigrar son muy variadas: económicas, políticas, sociales, religiosas y muchas otras, y no pretendo analizarlas; mi pretensión es más modesta.

 

Hacer este recuento se reduce a tres objetivos fundamentales: uno, rescatar para mí, para mi familia y mis amigos esa particular situación que me tocó vivir, que seguramente vivieron y viven muchos niños, de aquella época y de esta; dos, mostrar las marcadas diferencias, de un ambiente muy rural, el de Asturias, frente a uno más urbano de Caracas, que a muchos seguramente sorprenderá, como me sorprendió a mí; y tres, porque al rescatar esos recuerdos aspiro a estimular a que otros compartan los suyos y ayuden en la tarea de despojar a la migración del halo de maldad que hoy se le pretende atribuir.

 El pueblo venezolano, generosamente y por décadas, recibió inmigrantes de toda Europa; hoy que miles de venezolanos e hijos y nietos de inmigrantes, muchos con doble nacionalidad −o sin ella− se van a buscar la oportunidad que aquí tuvieron los inmigrantes, les toca a los pueblos de los países europeos corresponder a esa generosidad.

 Interrumpo aquí el relato que continuaré en las próximas semanas con la narración de mi regreso a España, narración que haré por temas, tratando de guardar una cierta cronología, porque me es muy difícil ordenar por fecha la secuencia de los hechos.

 https://ismaelperezvigil.wordpress.com/