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La Segunda Inmigración (1) - Crónicas de los recuerdos…   

Opinión
Tiempo de lectura: 10 min.

Preparativos del segundo viaje a Caracas

Sin embargo, había cosas que resolver: despedirse, nuevamente, de familiares y amigos, tarea nada fácil y que tomaba su tiempo; implicaba visitar a aquellos que no habíamos podido ver, y que seguramente se enterarían de que estuvimos allí, y despedirnos de aquellos a los que sí habíamos tenido ocasión de saludar y de visitar; de paso, eso permitía esperar que se resolviera todo lo necesario para que mi tía y mi prima viajaran con nosotros, para encontrarse con mi tío Luis, que ya había emigrado a Venezuela uno o dos años atrás. Comenzó así la tarea de preparar la segunda inmigración.

Esa era la preocupación de mi mamá y su principal tarea; la mía, a mis ocho años, sin mayor capacidad de decisión, era muy distinta: seguir corriendo y disfrutando ese pequeño espacio de ocho a diez kilómetros a la redonda, desde la casa de mi abuelo, entre Logrezana y Guimarán, que en aquel momento era mi mundo de referencia, e incluía además la escuela a la que comencé a asistir y que ya conté en otro momento (Ver en https://bit.ly/3Ib0MJO). De todas las cosas que me ocurrieron en ese regreso a Asturias hace más de 60 años, recuerdo algunas y he olvidado muchas; pero hay una que me quedó grabada, solo el nombre, porque no recuerdo nada más: la Virgen de Lugás.

La Virgen de Lugás

La imagen de la Virgen de Lugás, está en un pequeño santuario dedicado a una Virgen cuya aparición data de cientos de años y está cercana a Cajide, una pequeña aldea próxima a la también pequeña ciudad de Villaviciosa. Allí me llevaron mis abuelos al regresar a Asturias, porque mi abuela, en una de esas promesas que hacen las abuelas o las mamas, había ofrecido que me llevaría a su santuario a dar gracias si todo resultaba favorablemente, con respecto a la supuesta intervención quirúrgica de la columna que se suponía me tenían que hacer.

Nunca supe por qué el ofrecimiento fue a la Virgen de Lugás y no a cualquier otra, más conocida, o a la Virgen de Covadonga, “La Santina”, que es la patrona de Asturias (Covadonga, por cierto, viene de las palabras asturianas: “cova” o cueva y “donga”, o agua). La verdad es que yo en aquel momento no tenía conocimiento de ninguna de las dos −el santuario de Covadonga lo visité veinte años más tarde, y desde entonces he ido un par de veces más−. Todo lo relacionado con respecto a esa peregrinación al santuario de la Virgen de Lugás está en una nebulosa de mi memoria, y además del nombre, solo tengo en mi mente una vaga imagen de haber estado allí con mi abuela. Hace pocos años, con mis primos de Asturias, movido por la curiosidad, lo visité; pero no me trajo mayores cosas a la memoria, ni aportó ninguna nueva idea, en ese momento, acerca de por qué mi abuela ofreció llevarme a ese lugar.

Sólo ahora creo que entendí por qué la promesa fue a esa Virgen y no a otra. Y eso me lleva a corregir un error de un artículo pasado en el cual, al hablar de mis aparatos ortopédicos, afirmé que: “ni siquiera sé qué hicimos con ellos”, (Ver La Inmigración (y 4), en https://bit.ly/41hhSvY), pues hasta ese momento ciertamente no sabía qué había ocurrido con los aparatos. Pero, sesenta y siete años más tarde, cuando me puse a investigar más a fondo sobre ese santuario para referirlo en este artículo, entendí la razón de mi abuela para el ofrecimiento a esa Virgen y la suerte que corrieron mis aparatos. La imagen de la Virgen es una gran talla del siglo XII, que tiene al Niño sentado sobre su brazo izquierdo, y éste tiene una manzana en su mano derecha y un libro en la izquierda. Durante muchos años se pensó que a la imagen le faltaba un brazo, hasta que se descubrió que estaba debajo del manto; por eso, al santuario, que como dije tiene varios siglos, acuden muchos peregrinos a ofrecer cosas o a pagar promesas, en particular, aquellos que temían perder un pie o una mano, o los afectados de enfermedades. Y los que recibían el favor pedido, como fue el caso de mi abuela conmigo, suelen llevar al santuario los llamados “exvotos” −o una reproducción en cera de los mismos− y dejarlos colgados en sus paredes como ofrenda de agradecimiento. De manera que, sin tener ninguna confirmación, hoy estoy casi seguro que allí fueron a parar mis aparatos ortopédicos. En alguna de las paredes de ese santuario deben estar colgados.

Correrías por Logrezana

El tiempo que viví en Logrezana, menos de 8 meses de mi vida, en la casa de mis abuelos paternos, lo pasé de lo mejor. Gracias a mi abuelo, no usé los aparatos mientras estuve en su casa, aparte de que, al poco tiempo de llegar, como ya he contado, me los quitaron para siempre. Cumplida la promesa de mi abuela, a partir de ese momento, el disfrute fue mayor: continué saltando y corriendo por prados, montes y “caleyas”, o trepando la higuera que estaba en el prado frente a la casa, o corriendo por él hasta el arroyo y saltándolo usando un palo como palanca, clavado en el fondo del arroyo. Tenía entera libertad para salir a jugar y correr. Mi mamá solía salir muy temprano, casi todos los días, a Gijón, Avilés u Oviedo, y yo quedaba de mi cuenta con mis tíos y primos, donde la única precaución era cruzar la carretera, que tampoco suponía mayor peligro, pues pasaba un carro cada hora o más.

La relación con los vecinos

Era un ambiente totalmente seguro; además, toda la gente de por allí, de las casas dispersas y alejadas unas de otras, notaban de inmediato que yo no era un niño de la localidad; me delataban mi vestimenta y mi lenguaje. Yo hablaba con el “cantaito” venezolano, seseaba, sin pronunciar zetas ni “ces”, y como buen caraqueño, me “comía” las “d” de muchas de las sílabas finales de las palabras –“cansao”−, e igualmente convertía las “s” al final de las palabras en “h” −Adioh− y demás “caraqueñismos”. (Lo primero que aprende cualquier niño español al emigrar a Venezuela, para evitar el “chalequeo”, es a eliminar su acento y adoptar el local y sus modismos, yo lo hice a la perfección). El lenguaje y las palabras de los asturianos es algo que comentaré más a fondo, vale la pena dedicar un relato, y en un próximo artículo trataré el tema.

En Logrezana, cuando me encontraba con algún vecino, incluso poco conocido o desconocido, yo tenía mi discurso listo. A la pregunta de “¿Quién yes (eres) tú?”, yo soltaba con desparpajo toda mi andanada: “…soy el nieto de José, el de Logrezana, el hijo de Eurico, nos fuimos para América y mi mamá y yo regresamos para operarme la columna, pero no fue necesario, y ya vamos a volver a Caracas”. Eso les caía en gracia y yo aprovechaba esa circunstancia para meterme en sus caseríos, en sus prados, en sus cuadras, a ver algún “terneru” (ternero) o conejos recién nacidos. Hablaba con todos, les preguntaba cosas, les contaba de Venezuela, los acompañaba cuando iban a segar o a sembrar, y sobre todo cuando salían con sus “carros de vacas”; ¡era lo máximo montarse en aquellos carretones! y recorrer las “caleyas”, hoy todas asfaltadas o “engranzonadas”, pero entonces eran estrechas y llenas de barro. Tomé literalmente el mandato de mi abuelo: “déjenlo correr”, y recorrí Logrezana, al menos por las inmediaciones de la casa de mi abuelo, de la manera más feliz y despreocupada.

A veces me metía en los huertos o prados de los caseríos vecinos y “tomaba” de los árboles frutales ciruelas, piescos (duraznos), manzanas y peras, sin conciencia de que aquello era una “falta” o al menos una mala costumbre. Mi prima Vidaflor me torcía los ojos cuando nos encontrábamos con alguien de regreso de la escuela y yo fanfarroneaba contándole mi hazaña de trepar por las frutas que acabábamos de comer, sin saber que ese era el dueño del huerto; pero nada pasaba, al “nieto de José, el hijo de Eurico”, todo se le perdonaba.

Todo era distinto para mí en Logrezana, aunque antes de ir a Venezuela había estado buena parte de mi corta vida en Guimarán, que también era una “aldea”. Pero, por la edad –pues me había ido muy pequeño para Venezuela–, lo que más recuerdo de esa época era Gijón, que no se comparaba con todo lo que ahora vivía. Eso de ver pasar frente a la casa una familia de gitanos, algunos con carretones y todo, y ver a todos los vecinos preocupados recogiendo las gallinas, o ver recorrer la carretera de arriba abajo a la “pareja” de guardias civiles, con su tricornio y fusil terciado, hablándose a gritos uno al otro desde cada lado de la carretera, o que llegara a la puerta de la casa un señor que reparaba, de manera casi mágica, las “potas” (ollas) y calderos (tobos) que tenían huecos o corrosión de óxido y que quedaban perfectos, eran cosas que ni las habría podido imaginar en Caracas.

Al reiniciar mis recorridos por Logrezana, cuando tuve la bicicleta y aprendí a usarla, después de que regresé de Madrid, definitivamente liberado de los incomodos aparatos, no hubo lugar que no recorriera, lo que se puede recorrer a los ocho años, en esos diez o doce kilómetros a la redonda. En mis correrías recuerdo haberme asomado por la carretera que va a El Valle de Guimarán −o Quimarán−, donde yo había vivido de pequeño; me acercaba hasta que veía las primeras casas, pero sin atreverme a llegar hasta allá, no fuera a ser que alguien me reconociera y mi mamá se enterara.

Guimarán

Solo fui dos veces con mi mamá hasta Guimarán; no era fácil llegar hasta allá. Recuerdo que había un autobús que hacía el recorrido, no recuerdo si desde Gijón o desde algún punto intermedio, se llamaba La Sabina y lo conducía una mujer −nunca supe si el nombre era porque así se llamaba la empresa o la conductora−. Fuimos a saludar a los vecinos y amigos y, desde luego, mientras mi mamá hacía la visita, yo salía a jugar por allí con los hijos de los vecinos que habían sido mis amigos pocos años atrás.

En ese recorrido por Guimarán, una de las cosas que no he olvidado, porque me sorprendió, fueron los nogales; mirando esos inmensos árboles preguntaba a mis amigos qué eran esas “pepas verdes” −ya la palabra “pepas” ameritó toda una explicación− y cuando me dijeron que eran nueces, pensé que me tomaban el pelo y respondí que no, que no podía ser, que las nueces eran de cáscara dura y color crema, y esas eran unas “pepas verdes” y blandas −parecidas a las “pepas” del Pilón, de Venezuela−; pero eran ellos los que tenían razón, eran nueces, y para mí eso fue toda una revelación. Y al preguntar, me enseñaron cómo las bajaban de esos árboles tan altos: “con estes vares (varas) simielgamos (sacudimos) les rames y les apañamos (recogemos) del suelu”; eran, en efecto, unas varas muy largas. Jamás había visto algo similar; en Caracas era más fácil agarrar los mangos o bajarlos a pedradas. Igual me pasó con las castañas; no podía creer que esas cosas tan exquisitas, que recogíamos del suelo por casi todos los caminos de Logrezana y que nos comíamos cocinadas, asadas o puestas simplemente al fuego, pudieran estar encerradas en una especie de erizo de mar. Y lo que más me sorprendía era que, cuando íbamos en algún “carro de vacas”, que nos parábamos o se hacía lento el paso por el barro y estábamos cerca de algún castaño, las vacas se comieran aquellos “oricios” o erizos con todas sus púas, y lo disfrutaban, sin dar muestras de ningún dolor.

En Guimarán, por supuesto, visitamos a nuestro antiguo vecino, Ángel, y su esposa −no recuerdo que tuvieran niños−, que vivían en el mismo edificio que nosotros, al otro lado, también en la segunda planta. Ángel, además de trabajar en no sé qué, se dedicaba a criar palomas; tenía un gran palomar con cientos de ellas que levantaban vuelo en bandadas todas las mañanas y tardes. Después de que regresamos a Venezuela, no supimos nada más de ellos, pero años más tarde, cuando volví de adulto, ya no vi el palomar por ninguna parte, mucho menos a Ángel.

Conclusión

Dejo así a Logrezana y Guimarán, para adentrarme en el próximo artículo en otros pueblos del norte de Asturias que visité con alguna frecuencia en ese viaje: Antromero, Piedeloro y Solís.

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