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La deliberada destrucción del pensamiento en Venezuela

Dictaduras
Tiempo de lectura: 4 min.

Uno de los daños más profundos que ha sufrido Venezuela en las últimas décadas no es económico ni siquiera político: es espiritual. Lo que el chavismo destruyó con mayor precisión fue la capacidad de pensar libremente. Y esa demolición no fue fruto de la improvisación ni de la torpeza, sino el resultado de una estrategia consciente de dominación: anular la autonomía del individuo, sustituir el juicio crítico por la fe ideológica y convertir al Estado en el único árbitro de la verdad.

Cuando un proyecto político busca perpetuarse en el poder a cualquier costo, su enemigo principal no es el adversario armado, sino el ciudadano que razona. El pensamiento libre —sea filosófico, científico, artístico o ético— constituye la mayor amenaza para todo autoritarismo, porque genera duda, criterio y pluralidad. Desde sus primeros años, el chavismo comprendió que para imponer su relato debía controlar la educación, la información y la palabra. Allí comenzó la demolición del pensamiento.

Las universidades autónomas fueron cercadas presupuestariamente hasta la asfixia. Se degradó la enseñanza pública y se sustituyeron los valores del estudio, la excelencia y la investigación por la lealtad política y la obediencia. El aula dejó de ser un espacio de aprendizaje para convertirse en un terreno de adoctrinamiento. En lugar de estimular la curiosidad, se exaltó la consigna; en vez de formar ciudadanos capaces de discernir, se cultivó la pasividad de quien espera que el Estado le resuelva la vida. Así se destruyó, desde la base, el sentido del mérito y del esfuerzo que da dignidad al conocimiento.

La ciencia, que requiere libertad y rigor, también fue víctima. Se clausuraron institutos, se redujeron presupuestos y se marginó a investigadores de prestigio. Se les negó la posibilidad de discrepar, de publicar o de participar en redes internacionales. Lo que durante décadas fue una tradición de excelencia —la medicina venezolana, la ingeniería, la física, las humanidades— terminó en ruina o en diáspora. La verdad científica fue sustituida por la propaganda, y la evidencia, por el discurso emocional. Un país que desprecia la ciencia se condena a vivir de la superstición y del mito. Eso fue precisamente lo que el chavismo fomentó: la idea de que el líder, y no la razón, poseía la respuesta a todos los males.

La economía corrió la misma suerte. La productividad exige competencia, iniciativa y responsabilidad individual; el poder, en cambio, prefirió la dependencia y el clientelismo. Se destruyó el aparato productivo porque la autonomía económica era vista como una forma de independencia política. Las empresas fueron intervenidas o arruinadas, los profesionales perseguidos, y el mérito reemplazado por la sumisión. En ese escenario de ruina deliberada, floreció la corrupción como instrumento de control: un funcionario corrupto es un funcionario dócil. El enriquecimiento ilícito dejó de ser una vergüenza para convertirse en una señal de pertenencia al sistema.

La libertad de expresión fue otro de los blancos. Los medios fueron comprados o cerrados, los periodistas perseguidos o silenciados, y la información, convertida en un terreno de manipulación. El chavismo entendió que dominar el relato era dominar la realidad. Durante años impuso un lenguaje en el que las palabras dejaron de significar lo que decían: la pobreza se llamó “inclusión social”, la censura “hegemonía comunicacional”, el exilio “migración voluntaria”. El deterioro del lenguaje precedió al deterioro moral.

Paralelamente, la disidencia fue tratada como traición. Pensar distinto se convirtió en un acto sospechoso. La política se vació de debate para llenarse de culto a la personalidad. Las instituciones se transformaron en extensiones del poder ejecutivo. Los sindicatos fueron intervenidos, las asociaciones civiles hostigadas y las iglesias vigiladas. El mensaje fue claro: en la Venezuela chavista, pensar por cuenta propia era un acto de rebeldía.

Pero toda destrucción deja un rastro. Y ese rastro —pese al dolor— puede ser también una semilla. Porque, paradójicamente, en los años de mayor oscuridad surgió una nueva conciencia ciudadana. Los venezolanos que emigraron llevaron consigo sus conocimientos y los transformaron en diáspora creadora; los que permanecieron resistieron desde la docencia, la cultura, el periodismo o la solidaridad. En cada rincón del país y fuera de él, miles de venezolanos siguieron pensando, enseñando, escribiendo y creando, demostrando que el pensamiento puede ser perseguido, pero no erradicado.

Hoy, cuando el país enfrenta el desafío de su reconstrucción, el principal reto no será económico, sino intelectual y moral. Recuperar la educación, restablecer la ciencia, rescatar la verdad y devolverle sentido a la palabra son tareas más urgentes que reparar edificios o puentes. Sin pensamiento libre, toda reconstrucción será aparente; con él, todo será posible.

El chavismo creyó que destruyendo el pensamiento aseguraba su permanencia. En realidad, firmó su condena. Los pueblos pueden vivir un tiempo bajo la mentira, pero no eternamente sin verdad. La inteligencia, la curiosidad y la dignidad del ser humano siempre terminan abriéndose paso, incluso entre las ruinas.

Venezuela volverá a ser una nación pensante. Y cuando eso ocurra, recordaremos estos años no solo como un tiempo de dolor, sino como la prueba que nos obligó a redescubrir el valor de lo más simple y esencial: la libertad de pensar.