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Entrevista a Jordi Canal: “Es muy problemático que la memoria sustituya a la historia”

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Tiempo de lectura: 11 min.

Jordi Canal (1964) forma parte del Centro de Investigaciones Históricas del Instituto de Altos Estudios de París. Como experto en la historia de España y de su región natal Cataluña, cuenta con numerosas publicaciones especializadas y con intervenciones públicas sobre el polémico tema de los nacionalismos en España. Entre sus últimos libros destacan: Historia mínima de Cataluña (2015); Con permiso de Kafka. El proceso independentista en Cataluña (2018); Dios, Patria, Rey. Carlismo y guerras civiles en España (2023); y Contar España. Una historia contemporánea en doce novelas (2024). 

¿Vivimos una época en que la memoria se impone  sobre la historia hasta en el mundo de las universidades?

No diría que se ha impuesto de forma definitiva, porque eso sería demasiado pesimista, pero sí es evidente que ha desplazado a la historia como principal referente. Hasta hace no mucho, la historia –en sus distintas interpretaciones– era el marco desde el cual comprendíamos el pasado. Sin embargo, desde finales del siglo XX, y con mayor claridad en el XXI, la memoria ha ocupado ese lugar. Esto no es necesariamente negativo, siempre que sepamos distinguir entre memoria e historia. Muchos sectores –unos por desconocimiento, otros por falta de reflexión, y algunos de forma deliberada– tienden a confundirlas. Pero son cosas distintas. La memoria parte del presente para mirar al pasado; lo interpreta desde las preocupaciones, valores y sensibilidades actuales. En cambio, la historia busca comprender el pasado desde sus propias claves, evitando caer en anacronismos. Desde esta perspectiva, podemos hablar de un abuso de la memoria. Este abuso está transformando nuestras formas de ver el pasado. Lo vemos en la polémica sobre los monumentos, en las celebraciones públicas, en la eliminación de ciertos contenidos de los libros de texto. Todo aquello que no encaja con los valores del presente tiende a ser borrado, y la memoria se convierte en el instrumento para justificar esa eliminación. Y eso es peligroso. Es peligroso porque quien controla la memoria, en el fondo, controla también el relato del pasado. Y ese control puede extenderse a cualquier ámbito. Evidentemente, esto resulta útil para los nacionalismos, pero también para ciertas corrientes populistas de izquierda. Esto, desde mi punto de vista, plantea un problema serio para la labor del historiador. Nosotros, como historiadores, debemos advertir que, aunque la memoria puede ser valiosa e interesante, sus usos pueden ser peligrosos. 

¿Un ejemplo?

A lo largo de la historia, cada nuevo régimen o gobierno –y con mayor frecuencia en contextos dictatoriales– ha llevado a cabo una “limpieza simbólica”: cambiar nombres de calles, plazas, eliminar monumentos. Eso ya lo conocíamos. Lo preocupante hoy es que este proceso va más allá de un simple cambio de régimen o de gobierno. Estamos ante un cambio de paradigma. Se ha instalado la idea de que podemos intervenir sobre la historia, añadiendo o eliminando elementos según los valores del presente. Así, se pretende construir una historia nacional –de México, de cualquier país– sin figuras como Cristóbal Colón o Hernán Cortés, simplemente porque hoy resultan incómodas. Esto ya lo veíamos venir: en México, por ejemplo, Cortés o Iturbide no encuentran su lugar en el relato oficial, desplazados por otros personajes que encajan mejor en la narrativa dominante. Hemos llegado a un punto en el que, desde ciertos sectores progresistas, se busca reescribir el pasado a partir de una memoria anacrónica. Se expulsa de la historia todo aquello que no se ajusta a los valores actuales. Otro caso preocupante es el de las demandas de perdón histórico, como las que ha hecho el gobierno mexicano a la Corona española. Me parece un despropósito. Entiendo que se trata de un gesto político, pero cuando se justifica con argumentos históricos, los historiadores tenemos algo que decir. Una cosa es usar mitos o ficciones en el debate político; otra, muy distinta, es presentarlos como hechos históricos. Pedir perdón por hechos ocurridos hace 500 años es absurdo. No somos los mismos. ¿Quiénes son hoy los sujetos responsables de lo que ocurrió entonces? ¿Y a quién se le debe pedir perdón? ¿A los mexicas? ¿A los mayas? ¿A los tlaxcaltecas que apoyaron a Cortés? Es una lectura completamente fuera de contexto histórico, otro ejemplo más de abuso de la memoria. Este tipo de discursos han sido explotados por algunos gobiernos latinoamericanos –como los de Venezuela o Nicaragua– para desviar la atención de sus propios problemas. Chávez lo hizo, Maduro lo sigue haciendo. Cuando hay una crisis interna, sacan a relucir el tema de España. Daniel Ortega también lo intentó en su momento. Pero claro, hablamos de dictaduras.

¿Y en el caso español?

En España, esto se manifiesta claramente en las llamadas Ley de Memoria histórica y Ley de Memoria Democrática, nombres que, en mi opinión, son una aberración. Estas leyes permiten eliminar nombres de calles o monumentos por el simple hecho de que sus protagonistas no encajan con la sensibilidad del presente, incluso si no tuvieron relación directa con la dictadura. Se han cometido excesos, como borrar a figuras por ser militares o por tener ideas consideradas demasiado conservadoras. Estamos, en definitiva, ante un intento de construir una historia idealizada, funcional a ciertos movimientos políticos. Y esto implica un uso constante –y a veces perverso– de la memoria. En el caso español, por ejemplo, una ley que permitiera localizar y recuperar los cuerpos de víctimas de la Guerra Civil me parece necesaria: toda familia tiene derecho a saber dónde están sus muertos. Pero lo que finalmente se ha incluido en la Ley de Memoria Histórica, y luego en la Ley de Memoria Democrática, va mucho más allá. Se trata de reescribir el pasado, de otorgar al Estado la facultad de decidir quién fue demócrata y quién no, tanto en el pasado como en el presente. Esto lleva a absurdos como considerar automáticamente demócratas a todos los que estuvieron del lado perdedor en la Guerra Civil, incluidos anarquistas y comunistas. Podemos debatir si ciertos sectores del comunismo actual han evolucionado hacia la democracia, pero es difícil sostener que los comunistas de los años 30  fueran demócratas. Ceder al Estado –y a comisiones con criterios ideológicos– el poder de otorgar “patentes de democracia” es profundamente problemático. Se construye así una narrativa de buenos y malos, donde todos los represaliados por el franquismo son automáticamente considerados virtuosos, lo cual genera contradicciones evidentes. Pero a quienes promueven estas políticas parece no importarles: su objetivo es blanquear el pasado.

¿Cuál debería ser la intervención del historiador en este contexto, marcado además por el auge de los nacionalismos?

Por un lado, con su trabajo historiográfico, riguroso y bien fundamentado; por otro, con su papel como ciudadano. El historiador, como ciudadano, puede –y yo diría que debe– participar en el debate público. En el siglo XX, hablábamos del intelectual comprometido; hoy, tras el declive de esa figura, debemos replantear ese rol. Pero sigue siendo necesario que el historiador alce la voz cuando se tergiversa el pasado. Un ejemplo claro es el caso de Cataluña:  me siento en la obligación de decir que la historia que se enseña en los colegios catalanes es, en muchos aspectos, una historia falseada. Lo mismo ocurre con la que difunden algunas instituciones autonómicas. Si alguien quiere creer en esa versión, está en su derecho, pero no puede asumir que eso es historia. Es, más bien, una versión patriótica construida con el objetivo de legitimar un futuro Estado catalán. Cataluña fue, hasta finales de los años ochenta y principios de los noventa, una sociedad moderna. En un  libro que escribí sobre los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, 25 de julio de 1992 (2021), sostengo que ese evento fue el último gran momento de esa Cataluña abierta y cosmopolita que pudo haber sido, pero que no fue. A partir de entonces, el nacionalismo dominante impulsó un proceso de provincialización cultural. Yo viví en Barcelona en esa época y era una ciudad vibrante, diversa, moderna. Pero tras los Juegos, el nacionalismo reaccionó con fuerza: le preocupaba esa imagen de una Barcelona abierta, bilingüe, plural. Y desde entonces se aplicó una política de nacionalización intensa, con medidas como la inmersión lingüística obligatoria en las escuelas o las multas por no usar el catalán en el comercio. Ese proceso ha transformado a la sociedad catalana en una sociedad más cerrada, más conservadora, no en el sentido político, sino en el antropológico. Una sociedad que se mira a sí misma con complacencia, que no quiere cambiar, que no quiere compartir sus recursos con otros, y que se considera, en cierto modo, superior. En ese contexto, se ha reescrito la historia para adaptarla a ese relato identitario.

¿Ocurre en otras autonomías este fenómeno?

Lo preocupante es que, a diferencia de otras regiones como el País Vasco, donde la historia nacionalista se mantiene mayoritariamente fuera del ámbito académico, en Cataluña esa narrativa ha penetrado en las universidades. En el País Vasco, las universidades siguen enseñando historia seria, mientras que la historia patriótica se difunde por otros canales. En Cataluña, en cambio, esa historia mítica se ha convertido en la historia oficial, la que se enseña en escuelas y universidades, y la que incluso defienden algunos historiadores de prestigio que antes no lo hacían. Hoy, quienes nos atrevemos a decir que esa historia es inventada –aunque los hechos hayan ocurrido, pero se atribuyan a entidades que nunca existieron, como un supuesto Estado catalán– somos vistos como traidores. Y somos muy pocos: cabemos en un pequeño autobús. Pero es necesario decirlo. Además, hay un fenómeno nuevo que agrava esta situación: las redes sociales. Ya no se trata solo de los medios tradicionales –prensa, radio, televisión–, sino de plataformas digitales y de streaming que llegan especialmente a los jóvenes. Y el problema es que el discurso nacionalista es el único que escuchan. Está en los medios, en las celebraciones públicas, en las escuelas, en los institutos, en la universidad. Para muchos jóvenes, es la única narrativa disponible. Muchos de ellos probablemente nunca leerán un libro de historia. Las redes sociales, con todas sus ventajas, también amplifican este discurso único.

Los nacionalismos parecieran estar ganando la partida a la narrativa de la Unión Europea como memoria común y logro histórico.

En general, lo que existe en Europa es una suma de memorias nacionales. Y, junto a ello, persiste una cuestión fundamental: ¿cuáles son los orígenes de Europa? Sobre este punto sigue habiendo una gran discordancia. Basta recordar el debate que surgió durante la redacción de la fallida Constitución europea, donde uno de los temas más controvertidos fue la mención –o no– de los orígenes cristianos del continente. Este debate no es menor: tiene implicaciones ideológicas profundas, pero también consecuencias prácticas, como en el caso de la candidatura de Turquía a la Unión Europea. ¿Es Turquía parte de Europa o no lo es? La respuesta a esa pregunta depende, en gran medida, de cómo se definan los fundamentos culturales e históricos del proyecto europeo. Este desacuerdo también se vincula con una cuestión más amplia: ¿cuál es el lugar de Europa –o de Occidente– en la historia del mundo? En los últimos tiempos, hemos asistido a un creciente desprestigio de Occidente, tanto en América como dentro de la propia Europa. Se cuestionan sus fundamentos, sus valores, su legado. Y, sin embargo, creo que hay ciertos elementos que forman parte esencial de nuestra historia y que no pueden ser ignorados. Esto no significa que los temas que interesan a los estudios decoloniales o culturales no sean importantes –lo son, sin duda–, pero no podemos perder de vista que existen unas bases culturales comunes que han dado forma a lo que entendemos por civilización occidental. Esas bases –como la Ilustración, el cristianismo, la cultura clásica– deben seguir presentes en cualquier reflexión seria sobre nuestra identidad histórica. No se trata de excluir otras voces, sino de no olvidar lo que ha sido estructural en nuestra trayectoria colectiva.

¿Hay razones para alarmarse por el destino de la Unión Europea?

La Unión Europea atraviesa un momento complicado. Existe un consenso general –al menos en el plano institucional– de que, sin una mayor integración, Europa corre el riesgo de volverse irrelevante en el escenario internacional. Sin embargo, al mismo tiempo, asistimos a un resurgimiento de los nacionalismos dentro de sus propias fronteras. Francia es un ejemplo claro: el europeísmo tradicional ha perdido fuerza, y no es descabellado pensar que, en pocos años, la extrema derecha pueda llegar al poder. En Italia, ya gobierna una derecha radical, aunque con un perfil algo más moderado que la francesa. En Alemania, la extrema derecha también está creciendo. Y en los países del Este –como Hungría, Polonia o Rumanía– predominan gobiernos populistas que, en muchos casos, muestran más afinidad con Rusia que con los valores fundacionales de la Unión. Viktor Orbán, en Hungría, es un caso paradigmático. En este contexto, resulta difícil imaginar que la Unión Europea logre avanzar hacia una mayor unificación en el corto plazo. A esto se suma un tercer factor clave: la falta de liderazgo. Durante décadas, Europa se sostuvo sobre el eje franco-alemán. Hoy, ese eje está prácticamente roto. Alemania, que durante mucho tiempo fue el pilar económico y político más estable del continente, atraviesa ahora sus propias dificultades internas. Francia, por su parte, tiene un liderazgo débil. A pesar de los intentos de Emmanuel Macron por proyectar influencia –visitando a Putin, interviniendo en conflictos internacionales, proponiendo reformas–, su capacidad real de liderazgo es limitada, tanto por su baja popularidad interna como por el hecho de que Francia ya no ocupa el lugar geopolítico que tuvo hace cincuenta o cien años. A esto se suma la salida del Reino Unido, que ha dejado a la Unión sin uno de sus principales actores. Y, por supuesto, está el papel de la OTAN, que condiciona muchas decisiones estratégicas. Por ejemplo, España se ha mostrado reacia a aumentar su gasto militar, lo que genera tensiones dentro de la alianza. En resumen, soy pesimista respecto al futuro inmediato de la Unión Europea. Ha cometido muchos errores, y se ha convertido en una estructura excesivamente burocratizada, incapaz de generar un verdadero sentimiento de pertenencia o de construir un relato europeo sólido. No ha sabido responder a los desafíos contemporáneos ni crear un europeísmo que movilice a sus ciudadanos.

8 de julio 2025

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