“¡La planta insolente del Extranjero ha profanado el sagrado suelo de la Patria!”, profirió el tirano Nicolás Maduro el 20 de agosto de 2025 en un acto público frente a sus acólitos, evocando la celebérrima proclama de otro autócrata venezolano.
Cipriano Castro es famoso por esta frase, con la que el 9 de diciembre de 1902 denunció el bloqueo naval de Alemania, Italia y Gran Bretaña ante el incumplimiento de pago de la deuda externa. Aquel conflicto entre Venezuela y las potencias europeas terminó con la mediación de los Estados Unidos y la firma del llamado Protocolo de Washington. Así se consolidó la influencia de la potencia del norte en la región y el comienzo de lo que un par de años después se convertiría en el Corolario Roosevelt de la vieja Doctrina Monroe del “América para los americanos”, el cual legitimaría intervenciones y ocupaciones en Centroamérica y el Caribe durante buena parte del siglo XX.
Los Estados Unidos de Norteamérica, tienen más de un siglo operando cambios de régimen en lo que proyectan como sus fronteras extendidas hasta el sur del Mar Caribe. La iniciativa de Donald Trump de rebautizar el Golfo de México como Golfo de América, es un gesto que invoca la vetusta doctrina del “espacio vital” o Lebensraum, y da a entender que Estados Unidos está buscando no solo extender su “área de influencia”, sino incluso establecer un imaginario oloroso a la época del Gran Garrote: el Caribe entero es parte de su seguridad nacional.
Otros gestos simbólicos de este nuevo expansionismo estadounidense es el refuerzo de su presencia en el Ártico, con Alaska en el este y la pretensión de anexión de Groenlandia en el oeste, pero también el cambio de nombre de “Departamento de Defensa” a “Departamento de Guerra”. Con ello, Estados Unidos no solo busca recrudecer la imagen de su poderío militar, sino mostrar un nuevo marco doctrinal de su alcance territorial ante la expansión de las otras dos superpotencias competidoras por la hegemonía mundial, al mismo tiempo que China se proyecta en el Indo-Pacífico y Rusia en su exterior cercano (Cáucaso, Europa del Este, Asia Central).
En el Caribe, esta redefinición de espacios vitales se ha traducido en las últimas semanas en un despliegue militar considerable, además de ejercicios y demostraciones militares y la eliminación de cuatro lanchas rápidas cargadas de droga provenientes de Venezuela. Según datos tomados tanto de la Drug Enforcement Administration como del Informe Mundial sobre las Drogas de las Naciones Unidas 2025, por Venezuela transitan entre el 10 y el 24% de la producción mundial de cocaína. A pesar de las discrepancias, lo que sí es unánime es que el gobierno venezolano obtiene gran parte de sus beneficios financieros de esta situación.
La administración Trump se ha tomado el asunto tan en serio que el Departamento del Tesoro de EEUU designó al Cartel de los Soles como una organización terrorista internacional y, apenas unos días después de la designación, la Fiscal Pam Bondi recordó que la recompensa por información que lleve a la captura de Nicolás Maduro Moros subió a 50 millones de dólares, más de lo que se pedía por Osama Bin Laden en su momento.
Si bien el discurso MAGA ha manifestado estar en contra de intervenir directamente en “cambios de régimen” de otros países, recientes informaciones del New York Times y NBC, afirman que, según oficiales militares y analistas de seguridad, no es descartable que un objetivo de estas operaciones militares pueda ser propiciar un escenario de presión inédita que permita sacar a quien ocupa la silla de Miraflores, o incluso obtener todo tipo de concesiones del régimen venezolano a cambio de su permanencia en el poder.
Sin embargo, las acciones de Estados Unidos en el Caribe no han despertado el sentimiento antiimperialista en la mayoría de los países de la región. Pareciera que la retórica que inflamaba los discursos de Ernesto Che Guevara cuando exigió “crear dos, tres, muchos Vietnam”, o, el famoso “huele a azufre” de Hugo Chávez en la ONU refiriéndose a George Bush Jr., ya no es una bandera compartida por la mayoría de los liderazgos latinoamericanos. Con cautela, gobiernos de izquierda como el de Lula Da Silva y Claudia Sheinbaum observan que en un contexto de amenaza de aranceles y cierre de los flujos de cooperación extranjera, alinearse con Washington o expresar una tibia e inane discrepancia, puede garantizarles beneficios concretos frente a problemas más urgentes como acuerdos comerciales, migración, deuda externa, seguridad alimentaria y control del crimen organizado. Es decir, la solidaridad ideológica ya no es suficiente y los incentivos materiales pesan más que la retórica antiimperialista del siglo pasado.
La excepción es Gustavo Petro, quien en sus últimos meses de gobierno ha decidido enfrentarse cada vez que puede a Donald Trump, sin resultar airoso en ninguna ocasión, sino más bien debilitado. Los reveses han sido estrepitosos: primero, con el fracaso del borrador de comunicado impulsado en la CELAC, que buscaba articular un respaldo regional frente a las presiones de Washington contra Caracas. El documento no prosperó, pues los gobiernos de la región priorizaron mantener buenas relaciones con su principal socio comercial y fuente de sus ingresos por remesas, Estados Unidos. Sin embargo, aún sin el apoyo unánime del organismo, Petro decidió publicar el documento de forma unilateral. El presidente colombiano no contó con que minutos después de haberse hecho público el borrador, iban a salir sendas aclaraciones de las cancillerías de República Dominicana y Guatemala, desmarcándose del pronunciamiento. El segundo error derivó en espectáculo: primero, dio un arrebatado discurso en la Asamblea General de Naciones Unidas –donde afirmó que “La política antidrogas no es para detener la cocaína que llega a los Estados Unidos, la política antidrogas es para dominar a los pueblos del sur en general”–; segundo, apareció en las calles de Nueva York haciendo un bochornoso llamado a la desobediencia al ejército de los Estados Unidos en relación con Gaza, que le valió la cancelación de su visa por parte del Departamento de Estado.
Lo más interesante es que el desgaste del discurso antiimperialista no solo se experimenta fuera de Venezuela, sino dentro del país. Según datos de una reciente encuesta de la firma londinense Panterra (antes ClearPath), el 63% no ve a Nicolás Maduro como presidente legítimo del país y, cerca del 70% de los que se definen como no-chavistas, un 75% quiere que Venezuela sea aliada de los Estados Unidos y un 77% espera que sus familiares regresen al país tras un cambio democrático. No obstante, y a despecho de las opiniones más irracionales dentro del chavismo que proclaman que la oposición está “pidiendo una invasión militar”, este despliegue responde a un interés y a una decisión unilateral de Washington, en la que la dirigencia opositora venezolana no tiene un peso determinante. Otra cosa es que la circunstancia sea aprovechada con el fin de crear divisiones y fracturas en el régimen.
En todo caso, volviendo al contexto regional, hay un factor que diferencia este momento y que puede ser la explicación del pragmatismo de los gobiernos latinoamericanos respecto al despliegue estadounidense en el Caribe: los enfrentamientos entre las potencias que se están disputando el mundo, más que ideológicos (capitalismo vs. socialismo, democracia vs. autoritarismo), se revelan directamente en torno al control territorial y de recursos. De manera que el Caribe ya no se percibe como un campo de batalla entre visiones de mundo, como en la época de la Guerra Fría, sino como un espacio donde se disputan la explotación de recursos, el control de cadenas de suministros y la movilidad humana.
En este nuevo tablero, Nicolás Maduro ha quedado aislado en su propio vecindario, incapaz de capitalizar la narrativa antiimperialista que alguna vez tuvo éxito en la región. Dentro de Venezuela, el antimperialismo suena a retórica vacía, dado el sufrimiento de la población y el agotamiento de todas las vías institucionales internas para lograr una transición (elecciones, negociaciones, protestas no violentas, etc.). Así que es probable que, sin proponérselo, el tirano caribeño tuviera razón en rescatar aquel trasnochado discurso de Cipriano Castro de La planta insolente… en 2025, pues los ecos de aquel momento de la historia venezolana y mundial irradian otra vez en esta era de un nuevo imperialismo en el Caribe.
Edición España
N° 289 / Octubre 2025
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