Concebida originalmente como una cuestión central de la política exterior de los Estados Unidos, la Doctrina Monroe era una manifiesta oposición al colonialismo europeo en el hemisferio occidental y una advertencia de que cualquier intervención en los asuntos políticos de las Américas por parte de potencias extranjeras constituiría un acto potencialmente hostil contra ese país.
El presidente James Monroe la expuso por primera vez el 2 de diciembre de 1823, durante su séptimo discurso anual ante el Congreso (aunque fue en décadas posteriores cuando empezó a conocerse por su apellido). En ese momento, casi todas las colonias españolas en América habían logrado o estaban a punto de lograr la independencia.
De hecho, un año después, el 9 de diciembre de 1824, Antonio José de Sucre, como lugarteniente del Libertador Simón Bolívar, lideró a las fuerzas patriotas que derrotaron, en la Pampa de Ayacucho, al último ejército realista del continente, comandado por el virrey José de la Serna.
A raíz de esta acción, Sucre fue ascendido, a petición del Congreso peruano, a mariscal y general en jefe y, aunque la batalla aseguró la independencia del Perú y del resto de los Estados sudamericanos beligerantes, la campaña continuó hasta 1825 en el Alto Perú.
De modo que, por esos días, la independencia de las nuevas repúblicas no era un hecho definitivamente consumado. Las fortificaciones costeras españolas en Veracruz, el Callao y Chiloé fueron los bastiones que resistieron hasta 1825 y 1826. En la década siguiente, las guerrillas realistas continuaron operando en varios países y España lanzó algunos intentos por recuperar partes del continente, como la expedición del brigadier Isidro Barradas para reconquistar México en 1829. Además, existía la amenaza de que los monarcas de Europa, coligados en la Santa Alianza, asistieran militarmente a la Corona española en su pretensión de someter a los rebeldes americanos y restaurar el absolutismo en esta parte del mundo.
Ese temor llevó a Monroe a afirmar que los esfuerzos adicionales de esas potencias europeas por controlar o influir en los Estados soberanos de la región se considerarían una amenaza para la seguridad de Estados Unidos:
“Se ha juzgado propicia la ocasión para afirmar (…) que los continentes americanos, por la condición libre e independiente que han asumido y mantienen, no deben ser considerados de ahora en adelante como sujetos de futura colonización por ninguna potencia europea…
…Por lo tanto, debido a la franqueza y a las relaciones amistosas existentes entre Estados Unidos y dichas potencias, declaramos que consideraremos cualquier intento de su parte de extender su sistema a cualquier parte de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad. Con las colonias o dependencias existentes de cualquier potencia europea no hemos interferido ni interferiremos. Pero con los gobiernos que han declarado su independencia y la han mantenido, y cuya independencia hemos reconocido, tras gran consideración y con justos principios, no podríamos considerar ninguna interposición, con el propósito de oprimirlos o controlar de cualquier otra manera su destino, por parte de cualquier potencia europea, como una manifestación de una disposición hostil hacia Estados Unidos”.
Sin embargo, como por entonces la república del norte carecía de una armada y un ejército de importancia, la citada doctrina fue ignorada por las potencias europeas y quedó como letra muerta durante casi todo el resto del siglo XIX.
Bolívar, perfectamente consciente de que Monroe, o cualquier presidente de Estados Unidos, carecía de poder alguno si de enfrentarse a la Santa Alianza se trataba, prosiguió en sus esfuerzos por asegurarse el apoyo de Gran Bretaña a su causa, pues la Marina Real británica era la única fuerza efectiva que podía servir de obstáculo a otras potencias europeas.
Aunque los nuevos dirigentes hispanoamericanos apreciaron la proclama con simpatía, en Chile Diego Portales escribió: “Pero debemos ser muy cuidadosos: para los americanos del norte, los únicos americanos son ellos mismos”.
Así, Cuba y Puerto Rico permanecieron bajo dominio español hasta la Guerra Hispanoamericana de 1898; en 1833, los británicos ocuparon las islas Malvinas; de 1845 a 1850, el Río de la Plata fue bloqueado primero por la armada francesa y luego por las armadas británica y francesa; en 1861, el comandante militar dominicano Pedro Santana firmó un pacto con la Corona española que devolvió a Santo Domingo a la soberanía de España; en 1862, las fuerzas francesas al mando de Napoleón III invadieron y conquistaron México, imponiendo al monarca títere Maximiliano I.
En todos esos casos, Washington o no hizo nada o se limitó a denunciar la violación de la doctrina, como ocurrió en el caso de la intervención francesa en México. En esta ocasión, la amenaza la tenía muy cerca, mas no pudo intervenir debido a que estaba inmerso en su Guerra Civil.
En 1865, cuando cesó ese conflicto interno, Estados Unidos acuarteló un ejército en la frontera con México y comenzó a entregar suministros y armas al ejército liberal del presidente Benito Juárez.
No obstante, ese mismo año España ocupó las islas Chincha frente a la costa del Perú, mientras los británicos consolidaban su posición en la Honduras Británica. El gobierno estadounidense no expresó su desaprobación por esas acciones, ni durante ni después de la Guerra Civil.
Sin embargo, eso iba a cambiar a partir de 1895, cuando el crecimiento del poder de Estados Unidos chocó con el Imperio británico en una zona inesperada.
Para ese entonces, la disputa entre Gran Bretaña y Venezuela sobre el territorio de la Guayana Esequiba había durado medio siglo. Las reclamaciones territoriales se originaron en el tratado mediante el cual el gobierno de las Provincias Unidas de los Países Bajos cedió en 1814 sus colonias al oriente del río Esequibo a los británicos. No obstante, estos alegaban que la frontera occidental de ese territorio con Venezuela no estaba definida, de manera que en 1840 encargaron al explorador y naturalista alemán Robert Hermann Schomburgk un estudio de los límites.
Este estudio dio como resultado lo que se conocería como la Línea Schomburgk. El croquis no fue publicado hasta 1886, dando lugar a la acusación posterior del presidente estadounidense Grover Cleveland, según la cual la línea se había extendido “de alguna manera misteriosa”.
Efectivamente, esta iba mucho más allá del área de ocupación británica original y otorgaba a estos el control de la desembocadura del río Orinoco. El gobierno de Venezuela cuestionó la medición de
Schomburgk, alegando que el Reino Unido se había apropiado ilegalmente de 80 mil km² adicionales de su territorio. Afirmó que sus fronteras se extendían hasta el río Esequibo, citando los límites que las autoridades españolas habían establecido para la Capitanía General de Venezuela en 1777.
Pero se impuso la ley del más fuerte. El Imperio británico, la potencia dominante de la época y el imperio colonial más grande de la historia, declaró que la Línea Schomburgk era la frontera de la Guayana Británica. En febrero de 1887, Venezuela rompió relaciones diplomáticas. Los venezolanos apelaron a los Estados Unidos para que interviniera, citando la Doctrina Monroe como justificación.
Estados Unidos expresó su preocupación, pero inicialmente hizo poco para resolver la situación hasta que apareció un personaje que le dio un giro a esa historia: William L. Scruggs, un cabildero en Washington, D. C., que llevó la disputa a un punto crítico.
“Agresión británica”
Escritor y abogado, Scruggs fue embajador de Estados Unidos en Colombia primero, y luego en Venezuela entre 1889 y 1892. En 1893, el gobierno de Joaquín Crespo lo contrató para representarlo en Washington como cabildero y agregado legal. Así fue como publicó un folleto titulado British Aggressions in Venezuela: The Monroe Doctrine on Trial, donde afirmó que Gran Bretaña buscaba expandir su reclamo territorial en la Guayana Británica para incorporar la cuenca del río Orinoco. Allí atacó la “agresión británica”, alegó que Venezuela deseaba arbitrar la disputa fronteriza y que las políticas británicas en el territorio constituían una amenaza para los intereses de Estados Unidos.
El regreso a la Casa Blanca de Grover Cleveland (el único presidente, hasta Donald Trump, en ser reelegido para un mandato no consecutivo) resultó ser un hecho afortunado para los propósitos venezolanos.
En su informe al Congreso del 3 de diciembre de 1894, dijo: “La discusión de la frontera de la Guayana Esequiba entre Gran Bretaña y Venezuela no se ha terminado. Creyendo que, en esta materia, un arreglo justo y honrable entre las partes (…) he renovado esfuerzos para restablecer las relaciones entre los contendientes…”.
En París, el expresidente Antonio Guzmán Blanco, quien precisamente había roto relaciones con el Reino Unido en 1887 y se había mantenido muy interesado en el asunto, se mostró entusiasmado por el giro dado en Washington. Su biógrafo Tomás Polanco Alcántara cita una correspondencia dirigida a Francisco González Guinán donde le dice: “Supongo que habrás visto el mensaje de Cleveland. ¡Qué triunfo tan grande! Se salvó el Orinoco y con él toda la América del Sur, que la Inglaterra tenía el propósito de hacer propiedad británica” (Tomás Polanco Alcántara, pág. 545).
Mientras tanto, la campaña de Scruggs y un enfrentamiento armado ocurrido en la región del río Cuyuní en enero de 1895 entre venezolanos e ingleses convencieron a la opinión pública estadounidense de que los británicos estaban infringiendo el territorio de Venezuela.
La cuestión central del asunto era la negativa de Gran Bretaña a incluir el territorio al este de la Línea Schomburgk en el arbitraje internacional propuesto por Venezuela. Pero Scruggs se las arregló para que se presentara una resolución en tal sentido en el Congreso. El proyecto de ley, escrito por él mismo, recomendaba que Venezuela y Gran Bretaña resolvieran la disputa mediante arbitraje. El presidente Cleveland lo convirtió en ley el 20 de febrero de 1895, después de aprobarse en ambas cámaras. La votación había sido unánime. A partir de allí, Cleveland adoptó una interpretación amplia de la Doctrina Monroe que no solo prohibía nuevas colonias europeas, sino que declaraba un interés estadounidense en cualquier asunto dentro del hemisferio.
Sin embargo, la respuesta del primer ministro británico, Lord Salisbury, fue despectiva.
En julio de 1895, el nuevo secretario de Estado, Richard Olney, envió un largo documento a Londres donde repasaba la historia de la disputa anglo-venezolana y de la Doctrina Monroe, e insistía firmemente en la aplicación de esta al caso, declarando que “hoy Estados Unidos es prácticamente soberano en este continente, y su mandato es ley sobre los temas a los que limita su intervención”. En este asunto, agregaba, “el Reino Unido estaba equivocado, los intereses vitales de Estados Unidos están en juego y debía intervenir”.
En el gobierno británico, Joseph Chamberlain, desde la Oficina Colonial, rechazó tanto la aplicabilidad como la validez legal de la Doctrina Monroe y afirmó que Gran Bretaña seguía siendo una potencia imperial en las Américas. Su respuesta a la nota de Olney desafió directamente la posición de los norteamericanos:
“El Gobierno de los Estados Unidos no tiene derecho a afirmar como proposición universal, con referencia a un número de Estados independientes por cuya conducta no asume ninguna responsabilidad, que sus intereses están necesariamente afectados por lo que pueda suceder a esos Estados, simplemente porque están situados en el hemisferio occidental”.
Amenaza
El 17 de diciembre de 1895, Cleveland pronunció un discurso ante el Congreso que se interpretó como una amenaza directa de guerra al Imperio británico si no cumplía con las demandas venezolanas (ahora defendidas abiertamente por Estados Unidos). Casi inmediatamente después de la declaración, el ejército estadounidense fue puesto en alerta de combate ante una posible guerra con Gran Bretaña.
Fue en ese momento cuando en Londres se percataron de que no tenían cómo defender las 5.525 millas (8.891 kilómetros) de frontera común entre Estados Unidos y los territorios británicos de Norteamérica (el Dominio de Canadá). Durante la Guerra Civil (1861-1865), los “yankees” habían demostrado una impresionante capacidad de transformar su potencial industrial y demográfico en poder militar. Además, una guerra entre los países resultaría en un desastre económico. En realidad, ninguno de los dos gobiernos tenía interés alguno en ir a un conflicto armado.
Así las cosas, Gran Bretaña cedió y aceptó tácitamente el derecho de Estados Unidos a intervenir bajo la Doctrina Monroe. En 1896 firmó un acuerdo de arbitraje con Venezuela.
Según autores como Paul Kennedy y Bradford Perkins, con esa crisis comenzó la convergencia entre las crecientes ambiciones imperialistas de Estados Unidos y la retirada británica del hemisferio occidental para centrarse en la amenaza naval del Imperio alemán. A partir de allí, la república del norte tuvo puerta franca para imponer su ley en esta parte del mundo.
Es probable que la decisión de Cleveland de involucrarse en aquella disputa se debiera a la creciente influencia de los votantes irlandeses (apasionadamente antibritánicos) en el Partido Demócrata. Además, el sentimiento estadounidense hacia Gran Bretaña fue profundamente negativo durante casi todo el siglo XIX. Era el enemigo natural. La enemistad entre ambas naciones alcanzó su punto álgido durante la Guerra de Secesión, y las disputas sobre fronteras y derechos de pesca avivaron la continua hostilidad.
Sin embargo, la crisis de Venezuela en 1895 fue el inicio del denominado Gran Acercamiento en las dos décadas previas a la entrada estadounidense en la Primera Guerra Mundial como aliado de los ingleses contra Alemania.
En cuanto a la Doctrina Monroe, como una proclamación de oposición moral al colonialismo, posteriormente fue reinterpretada a medida que Estados Unidos comenzaba a emerger como potencia mundial.
Así, por ejemplo, Theodore Roosevelt, antes de convertirse en presidente, la invocó para apoyar la intervención en la colonia española de Cuba en 1898. La crisis de Venezuela de 1902-1903 mostró al mundo que Estados Unidos estaba dispuesto a usar su fuerza naval para intervenir y estabilizar los asuntos económicos de los Estados del Caribe y América Central si no podían pagar sus deudas internacionales, a fin de evitar la intervención europea.
Sin embargo, cuando el ministro de Asuntos Exteriores argentino, Luis María Drago, la citó en respuesta a las acciones de Gran Bretaña, Alemania e Italia, que en 1902 habían bloqueado a Venezuela ante la negativa del gobierno del presidente Cipriano Castro a pagar la enorme deuda externa, adquirida bajo administraciones anteriores a su llegada al poder, Roosevelt rechazó esa política como una extensión de la Doctrina Monroe, declarando que: “No garantizamos a ningún Estado contra el castigo si se comporta mal”.
“Corolario Roosevelt”
En cambio, Roosevelt añadió el “Corolario Roosevelt” a la Doctrina en 1904, afirmando el derecho de Estados Unidos a intervenir en Latinoamérica en casos de “faltas flagrantes y crónicas por parte de una nación latinoamericana” para evitar la intervención de los acreedores europeos. Esta reinterpretación de la Doctrina Monroe se convirtió en la política del gran garrote.
El Corolario se invocó para intervenir militarmente en Latinoamérica. Fue la enmienda más significativa a la doctrina original y ha sido ampliamente rechazada por los críticos, quienes han argumentado que la Doctrina Monroe originalmente tenía como objetivo detener la influencia europea en América y no afirmar el dominio estadounidense en la zona, convirtiéndolo en un “policía hemisférico”.
En cuanto al origen de la crisis, el acuerdo arbitral preveía un tribunal con dos miembros representando a Venezuela (pero elegidos por la Corte Suprema de Estados Unidos), dos miembros elegidos por el gobierno británico y un quinto miembro elegido por esos cuatro, quien lo presidiría. Este resultó ser Friedrich Martens, un diplomático y jurista al servicio del Imperio ruso.
Finalmente, el 2 de febrero de 1897 se firmó el Tratado de Washington entre Venezuela y el Reino Unido, que fue ratificado varios meses después.
Con sede en París, el Tribunal de Arbitraje presentó su decisión el 3 de octubre de 1899. El laudo fue unánime, pero no expuso sus razones, limitándose a describir el límite resultante, que le dio a Gran Bretaña casi el 90 % del territorio en disputa.
La reacción al fallo fue de sorpresa, siendo una preocupación particular la falta de razonamiento del mismo, y para los venezolanos resultó profundamente decepcionante.
Sin embargo, medio siglo después, el jurista estadounidense Otto Schoenrich entregó al gobierno venezolano el Memorándum de Severo Mallet-Prevost (secretario de la delegación de Estados Unidos/Venezuela en el Tribunal de Arbitraje), escrito en 1944 para ser publicado solo después de la muerte de su autor. Allí afirma que había habido un acuerdo político entre los jueces británicos y el juez ruso en el tribunal arbitral a fin de perjudicar la reclamación de Venezuela sobre el territorio en disputa.
Dicho memorando dio lugar a la queja formal del gobierno venezolano ante las Naciones Unidas en 1962, que condujo al Acuerdo de Ginebra firmado con el Reino Unido en 1966.
@PedroBenitezF