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Nelson Rivera

Habla Marino J. González R.

Nelson Rivera

—Decía Asdrúbal Baptista que el auge de la riqueza que se inició alrededor de 1920 había culminado en 1970. Desde entonces, se habría iniciado el declive. A lo anterior tocaría sumar la destrucción a la que ha sido sometida la república en las dos últimas décadas: 50 años en descenso. ¿Entienden los venezolanos que el nuestro no es un país rico? ¿Aceptamos nuestra condición de país pobre?

Todo depende de lo que consideremos como riqueza. Si se entiende la riqueza como la capacidad de “producir con la mayor diversidad”, Venezuela no ha sido un país rico. El concepto de “producir con diversidad” está en el centro de la preocupación por entender la causa de la riqueza de las naciones, el objetivo de la clásica obra de Adam Smith.

Para Smith, la riqueza de las naciones era el resultado de la “cantidad de ciencia” que lograran generar. Porque en la medida que las naciones aumentan la “cantidad de ciencia”, diversifican lo que producen, y ese círculo virtuoso es el que genera una mayor diversidad. En palabras de hoy, riqueza es producir lo mejor posible la mayor cantidad de servicios y bienes. Y para hacerlo, se requieren muchas capacidades.

Actualmente, podemos comparar lo que producen los países, lamentablemente solo en los últimos sesenta años. Con esos datos se evidencia que Venezuela siempre ha producido bienes con menor diversidad que el promedio internacional. Me refiero a bienes que sean atractivos para otros países. Es verdad que hemos producido petróleo y derivados, muy importantes para el mercado internacional. Pero no es menos cierto que sabemos hacer menos cosas que el promedio del mundo.

A principio de los años sesenta del siglo pasado, Venezuela tenía siete veces más ingreso per cápita que Corea del Sur, y también menos mortalidad infantil, por ejemplo. Sin embargo, producíamos con menor diversidad. De hecho, en aquellos años ya teníamos índices negativos. Y en los sesenta años siguientes continuamos con índices negativos de diversidad productiva.

Lo que tuvimos hasta finales de los setenta fue un “boom de acceso a bienes y servicios”. Los podíamos comprar, pero eso no significaba que los pudiéramos producir. De allí que fue muy fácil confundir la riqueza con la “capacidad de compra”. Y entonces la sociedad tuvo la ilusión de que era rica, porque podía comprar mucho a precios relativamente baratos.

Pero una cosa es comprar, y otra muy diferente es producir. Lo que hicieron países como Corea del Sur fue aumentar las posibilidades de producir con diversidad, y eso implicaba avanzar hacia las fronteras de la creación de conocimientos, vale decir de riqueza, la “cantidad de ciencia” que proponía Adam Smith hace casi 250 años. Entonces Corea del Sur trató de emular a Japón, el país con la mayor diversidad en la actualidad, definida también como complejidad económica.

Venezuela, por las políticas públicas que se han implementado, ha transitado el camino contrario. Esa destrucción de las últimas dos décadas que mencionas es justamente “destrucción de posibilidades para producir con diversidad”, la tendencia ideal para alcanzar la riqueza. Es todavía peor, porque en los últimos años se suma a esta destrucción una terrible emergencia humanitaria compleja.

Y vale preguntarse: ¿dónde se observa esa mayor destrucción? Pues, en la pérdida de empresas. Porque el escenario ideal para que se utilice la “cantidad de ciencia” es en las empresas. Cuando se cierra una empresa, o se traslada a otro país, la sociedad pierde capacidad para hacer, es allí cuando se hace más pobre. Por supuesto, en estas décadas también hemos perdido capacidad de investigación en nuestras universidades y empresas. Y además hemos perdido a millones de personas que saben hacer, que tienen capacidades, porque la migración es una pérdida impresionante de talentos, de conocimiento, de “cantidad de ciencia”.

En esta perspectiva, una de las grandes dificultades es que la sociedad pueda comprender que no ha sido ni es rica, y que además identifique las razones. Esto no debería ser una aceptación fatalista. Sino más bien una visualización de las posibilidades. Es decir, si se modifica lo que ha imposibilitado nuestra diversidad productiva, se puede avanzar en una dirección de mayor bienestar. En otras palabras, es crucial asumir que el país se ha empobrecido, pero que las alternativas para superar esa situación están disponibles para todos los ciudadanos.

—Se ha repetido, a lo largo de un siglo, que los venezolanos somos propietarios de la riqueza petrolera. Así, nuestra pobreza sería producto de una injusticia: la causada por la mala administración o la corrupción. ¿Cuál es el estatuto hoy de esa idea? ¿Se ha potenciado bajo la incalculable corruptela de las últimas dos décadas? ¿Somos más víctimas que antes?

La relación con el petróleo está en el centro de las dificultades para no ser una sociedad de diversidad productiva. Porque producir petróleo y sus derivados pudo en una larga etapa generar los recursos para ese “boom de acceso”. Pero eso no es posible desde hace décadas. Esto no es un rasgo exclusivo de Venezuela. Los países con economías muy dependientes del petróleo son, en general, sociedades no diversificadas, con poca capacidad para generar nuevas modalidades de producción. De allí que algunos países petroleros estén tratando de avanzar hacia la diversidad productiva, como Arabia Saudita.

Seguir contemplando el bienestar del país solamente a través del petróleo no puede ser una idea más desfasada. Lo que hay que construir es una sociedad de creación de conocimientos, en la frontera de la diversificación tecnológica en la cual el petróleo sea un factor pero no el único determinante. La gran pregunta es en qué medida la sociedad está consciente de transitar esta ruta. Por supuesto, es vital para ese tránsito contar con una industria petrolera efectiva, pero es fundamental asumir que ello no es suficiente, que las exigencias de ahora van en otra dirección.

—Hay autores que hablan de una mentalidad de la pobreza. Esa mentalidad tendría algunas características: apego al presente y falta de visión de futuro, ausencia de una cultura de la productividad, sensación de que el trabajo es un castigo, poca disposición al ahorro. ¿La cultura petrolera en Venezuela ha devenido, acaso, en una mentalidad de pobreza? ¿Una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza?

Las lógicas de una sociedad que no potencia la “cantidad de ciencia” son siempre de corto plazo.

Para que una empresa, independientemente de su tamaño o área de especialidad, se proponga mejorar lo que produce, necesita hacer cosas bien y sistemáticamente por largos períodos. Debe visualizar los recursos humanos que requiere, los que están ya formados y los que deban formarse, vincularse con centros de investigación, enviar personas a otros países o empresas para entrenarse, y así sucesivamente. Igual pasa con universidades y centros de investigación. Deben preparar los recursos en tiempos extensos. Y para todo ello se requieren entornos sociales y económicos que permitan planificar a mediano y largo plazo.

Lo anterior no es posible si la sociedad no tiene orientación hacia la diversidad productiva. La experiencia de Venezuela ilustra que incluso desaparece la visión de mediano plazo. Todo se centra en las decisiones de hoy porque no hay mayor preocupación por lo que se debe producir mañana o dentro de cinco años. Es decir, los patrones de decisión están nuevamente condicionados por lo que sabemos hacer ahora.

Si sabemos hacer pocas cosas, el futuro no es relevante. En cambio, si queremos hacer muchas cosas, o mejorar la calidad de lo que hacemos, el futuro más bien se convierte en un aliado. Porque sabemos que el esfuerzo de hoy tendrá una repercusión en lo que vamos a hacer mañana. Entonces se hacen previsiones de inversión a cinco o diez años, y se forman los recursos humanos que serán necesarios en ese momento. El hecho de que Venezuela sea uno de los pocos países petroleros con hiperinflación indica el grado en que se ha destruido la institucionalidad económica y social, requisito sine qua non para la sostenibilidad y la previsión.

Ahora bien, en nuestra propia experiencia como país hemos tenido esa visión de futuro. Las personas que contribuyeron a erradicar la malaria en gran parte de nuestro territorio, con Arnoldo Gabaldón como gran conductor, por allá en los años cincuenta del siglo pasado, fueron formadas como inspectores sanitarios en la Venezuela post-gomecista. Se anticipó esa realidad porque estaba claro que, sin control de la malaria, no habría desarrollo en el país. Pero esas medidas se tomaron en plazos largos. Igual sucedió con otros éxitos como la masificación educativa, o la creación de una industria petrolera de nivel internacional, solo por mencionar pocos casos. Es decir, es verdad que hemos tenido una mentalidad de creación de bienestar. Lamentablemente, no con la profundidad y persistencia que se requiere.

El hecho de que las políticas de las últimas décadas hayan traído este nivel de destrucción ha ido vinculado a las tendencias para potenciar el clientelismo y la dependencia. Pero esos no son los rasgos determinantes cuando tomamos como referencia una perspectiva más amplia del desarrollo del país.

Por otra parte, la necesidad de una política de protección social está todavía más justificada en Venezuela. Para evitar las secuelas de este empobrecimiento en niños y jóvenes, se requieren políticas que los identifiquen y apoyen, tanto con recursos económicos como con la calidad de los servicios públicos. Pero esa política de protección no se puede quedar ahí. Justamente la pregunta es cómo incorporar a esos millones de niños y jóvenes en los procesos de una sociedad que crea conocimientos en los niveles de mayor exigencia. La protección social es el primer paso, pero no el único. Especialmente si se piensa en las empresas o el tipo de trabajos que son necesarios en diez o quince años.

—Escucho a menudo esta afirmación: nos hemos acostumbrado al deterioro de la calidad de la vida. ¿Es así? ¿Se está normalizando la experiencia de ser cada vez más pobres?

Estudios de opinión pública recientes indican que el sentimiento mayoritario de los venezolanos es la decepción. Visto el extraordinario cambio que permitió que los venezolanos tuvieran acceso a la mayor proporción de bienes y servicios en América Latina, así como a uno de los índices más altos de urbanización y acceso al sistema educativo, esa decepción es totalmente comprensible.

La modernización del país ha estado ligada a esa posibilidad de acceso. Que ese acceso haya sido interpretado como asegurado y sin vinculación con la capacidad de producir es un hecho notorio. Pero también permanecen grandes demandas de bienestar. La sociedad venezolana experimentó ciclos de bienestar hasta comienzos de este siglo. También es verdad que este bienestar no fue homogéneo en la sociedad. Múltiples sectores, especialmente por las deficiencias en la creación de empleo, y las restricciones de la protección social, sufrieron las manifestaciones de esas desigualdades.

En los últimos años, y especialmente con los efectos desastrosos de la hiperinflación, estas brechas se han ampliado mucho más. Porque la hiperinflación es el grado extremo de destrucción de la capacidad de producir. En este momento la hiperinflación se acerca a los 36 meses. Si supera esa duración, será la tercera más larga de la historia. Lo cual es una evidencia de la severa destrucción de capacidades que confronta el país. También explica que la emergencia humanitaria compleja haya llegado a niveles tan críticos.

A pesar de ello, creo que los venezolanos no han normalizado la experiencia de la pobreza. Prueba de ello son las sistemáticas demandas y exigencias por todos aquellos aspectos de la vida cotidiana que se encuentran amenazados o deteriorados. Y también por la reiterada expresión de inconformidad con la situación actual.

—¿Cómo percibe ahora la tensión entre esperanza y desesperanza? ¿Se han debilitado las energías espirituales de la sociedad venezolana, el ánimo para luchar y salir adelante? ¿Seguimos siendo la sociedad optimista que a menudo se invoca?

El deterioro experimentado en la calidad de vida de los venezolanos es uno de los episodios más dramáticos en los últimos cincuenta años en el mundo. A la destrucción sistemática de oportunidades, se han sumado casi tres años de hiperinflación y en los últimos meses la pandemia de covid-19. Las condiciones básicas para la protección de las personas, comenzando por su propia vida, están en amenaza permanente. Que millones de familias no tengan los alimentos del día es una medida absoluta de la desprotección de la sociedad. No hay nada más estremecedor que una familia sin alimentos. Y eso pasa en la inmensa mayoría de los hogares venezolanos.

Papel Literario

El Nacional

Septiembre 27, 2020

Habla Arnoldo José Gabaldón

Nelson Rivera

Decía Asdrúbal Baptista que el auge de la riqueza que se inició alrededor de 1920 había culminado en 1970. Desde entonces, se habría iniciado el declive. A lo anterior tocaría sumar la destrucción a la que ha sido sometida la república en las dos últimas décadas: 50 años en descenso. ¿Entienden los venezolanos que el nuestro no es un país rico? ¿Aceptamos nuestra condición de país pobre?

Los venezolanos, mayoritariamente, no han interiorizado la percepción de que somos un país pobre; la cultura rentista y nuestra deficiente educación ha contribuido a crear el mito de que somos un país rico.

No hay que confundir un país que tiene enormes potencialidades, por los recursos naturales disponibles, con un país rico. Somos un país pobre, porque no tenemos un capital humano capacitado para producir competitivamente y poner en valor nuestros recursos naturales. Así mismo, porque un porcentaje importante de nuestra población es ignorante, por estar mal educada y no poseer las capacidades para que cada quien pueda ser agente de su propia vida.

Además, hemos sido pésimos gestores de nuestra economía, especialmente durante las tres últimas décadas, sobre esto volveremos más adelante. Fuimos competitivos en producir petróleo, pero esta actividad generaba solamente un mínimo de empleos.

La pobreza actual de los venezolanos no es una percepción, es un hecho completamente demostrado por la encuesta Encovi sobre condición de vida y por otras encuestas serias. También lo confirma a nivel internacional el Misery Index —estadística que expresa la suma de la tasa de inflación y de desempleo—. No se trata exclusivamente de una pobreza de ingreso, sino también por imposibilidad de la gente común para acceder a buenos servicios públicos, como los de salud o educación, que podrían compensar la baja de los ingresos. La tasa de mortalidad infantil, por ejemplo, ha retrocedido varias décadas.

Mas, no hay que creer que antes fuimos un país rico. No lo hemos sido nunca. Este ha sido un país históricamente muy pobre, aunque durante la segunda mitad del siglo XX, lo fuimos con menor intensidad.

El país ha demostrado ser una buena matriz para producir talentos, pero estos son como el petróleo debajo de la tierra; no se aprovechan para generar riqueza, lo que requiere también de otros factores: contexto económico apropiado, buena educación, innovación tecnológica y capital financiero, entre otros, el talento puro y simple no nos hace un país rico. Más cuando parte importante de ese talento lo hemos perdido a través de la diáspora.

En la década de los años setenta, cuando se incrementó aceleradamente el ingreso petrolero, se vio con claridad cómo el país superó su capacidad de absorción o “absortive capacity”. Entendemos por este concepto a la capacidad de una nación para invertir eficientemente sus recursos financieros, lo cual a su vez depende de una serie de factores tales como disposición empresarial, habilidades gerenciales, oferta de mano de obra calificada, propensión al ahorro, Estado de Derecho y administración pública razonablemente eficiente, entre otros factores. Así fue como la eficacia del gasto público se redujo, se incrementó el volumen de recursos mal administrados y, por supuesto, aumentó la corrupción. Juan Pablo Pérez Alfonzo fue un visionario al predecir esa situación, por eso fue contrario a las abultadas inversiones previstas en el V Plan de la Nación. A partir de fines de los años setenta se inicia la declinación económica de Venezuela.

La noción errada de que somos un país rico no solo está presente entre las clases humildes, sino también en la media y en muchos dirigentes. Hubo mandatarios que inventaron que Venezuela podía ser una potencia; ¡qué insensatez! Y lo que es peor, esta creencia está presente además entre integrantes de la clase empresarial, que crecieron al amparo de la renta petrolera.

Se ha repetido, a lo largo de un siglo, que los venezolanos somos propietarios de la riqueza petrolera. Así, nuestra pobreza sería producto de una injusticia: la causada por la mala administración o la corrupción. ¿Cuál es el estatuto hoy de esa idea? ¿Se ha potenciado bajo la incalculable corruptela de las últimas dos décadas? ¿Somos más víctimas que antes?

El empobrecimiento general de los últimos tiempos tiene como causa principal las malas políticas económicas de los gobiernos. La corrupción ha agravado mucho esta situación. Nos hemos empobrecido no porque unos explotadores nos robaron los ingresos, sino porque el manejo público de la economía y la impunidad ante el dolo nos condujo a la inopia en que nos encontramos.

Por supuesto que ha habido una administración muy ineficiente y por ende mucha corrupción, tanto en el sector público como en el privado y ello ha contribuido a la mala distribución de la riqueza. Esta situación anómala se agravó sustancialmente durante los últimos veinte años.

La pobreza se ha incrementado en este último período a niveles increíbles y también la corrupción administrativa. Sin embargo, este proceso reciente de empobrecimiento ha tenido la característica de afectar a toda la sociedad por igual, ya que su causa principal ha sido la pérdida astronómica del poder adquisitivo de sus ingresos por la hiperinflación y el deterioro general de los servicios públicos. Toda la sociedad se empobreció, menos aquel segmento social cuyos haberes están mayormente en moneda dura.

Los dictadores Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez tuvieron mucho mejor criterio administrativo que sus pares de ahora: Chávez y Maduro. El criterio de sana administración: unidad del tesoro, priorización del gasto y la inversión, control del gasto, rendición de cuentas y transparencia administrativa, entre otros conceptos, prácticamente desapareció de la agenda de estos dos últimos gobernantes. Ellos son la expresión más crasa y primitiva de la falta de racionalidad administrativa.

Hay autores que hablan de una mentalidad de la pobreza. Esa mentalidad tendría algunas características: apego al presente y falta de visión de futuro, ausencia de una cultura de la productividad, sensación de que el trabajo es un castigo, poca disposición al ahorro. ¿La cultura petrolera en Venezuela ha devenido, acaso, en una mentalidad de pobreza? ¿Una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza?

La mentalidad de la pobreza es un síndrome principalmente de la ignorancia y la mala información, que hace que la gente no esté preparada para ejecutar trabajos productivos, ni capacidad autónoma de emprendimiento, lo cual genera niveles muy bajos de aspiraciones y que la gente se satisfaga con retribuciones elementales. La cultura rentista se ha amalgamado a las anteriores conductas. Esta cultura se conforma por actitudes tales como poca valoración de la productividad; desgano por el trabajo disciplinado, en lo cual la desnutrición tiene su culpa; muy baja propensión al ahorro e inclinación más bien a patrones de consumo inconvenientes o simplemente suntuarios; escaso estímulo hacia el aumento del ingreso y aspiración a que el Estado asista a la gente gratuitamente a través de subsidios, en todo lo que sea posible.

La mentalidad de la pobreza en Venezuela no solo prevalece entre los segmentos más humildes de la sociedad, sino que también se hace a veces presente en personas que han ascendido en la escala social, al ver crecer sus ingresos relativamente rápido. Este es un rasgo distintivo de la cultura rentista. Por lo tanto, existen muchos ricos con mentalidad de pobres.

Las políticas de subsidio constituyen uno de los asuntos más delicados dentro de la gestión económica de cualquier gobierno. Hay que estar conscientes de que los subsidios significan recursos financieros generados por la economía, que se sustraen para respaldar necesidades sociales. En ciertos casos los subsidios se otorgan para proteger actividades productivas —créditos blandos, estímulos fiscales, reducción de aranceles, etcétera—. Pero existen empresarios que aspiran seguir beneficiándose eternamente de estos subsidios. En los países verdaderamente ricos, los subsidios son recibidos como una compensación justificada ante determinadas necesidades sociales o económicas, que están sustentadas por razones específicas. Una de las actuaciones más perversas del actual régimen es, por ejemplo, hacerle creer a la gente que, porque Venezuela es un país supuestamente rico, todos los servicios deben estar fuertemente subsidiados o incluso ser gratuitos. En el tratamiento del manejo de los precios de los combustibles, hemos visto las consecuencias de dicho enfoque, como contribuyente a la destrucción de nuestra principal industria.

Sobre la cultura de la productividad. Recuerdo una anécdota de mi padre, Arnoldo Gabaldón, durante la campaña antimalárica. Relataba que había que hacer canales de drenaje para desecar pantanos que eran criaderos de zancudos transmisores del paludismo alrededor de algunas poblaciones. Se requería de obreros excavando tierra. Pagaban a razón de un bolívar por m3 excavado y el rendimiento era en promedio de un m3 por día por trabajador. Se les ocurrió a los directivos de la campaña, para incrementar la productividad por obrero, aumentar el pago a dos bolívares por m3. Después del experimento resultó que el volumen de tierra excavado diariamente por trabajador se redujo a la mitad, pues los obreros preferían trabajar menos y seguir ganando un bolívar por día. No había estímulo para ganar más, lo cual es contrario a lo que se esperaría, si razonasen de acuerdo con los mecanismos de la economía de mercado.

Durante los últimos años no ha habido ninguna política pública para inducir el aumento de la productividad en la economía. Ha sido todo lo contrario; para el régimen hablar de productividad es una mala palabra. Mientras todos los países basan su progreso en el aumento de la productividad del capital fijo o la productividad laboral, aquí se estigmatiza el término.

Todo esto conforma la cultura rentista, que ahora es imprescindible transformar por otra más auspiciosa al desarrollo sostenible. Los japoneses demostraron a lo largo de su entrada tardía a la industrialización, iniciada a partir de 1868 —período Meiji—, que el desarrollo exige una conducta social favorable al crecimiento. “La mentalidad japonesa es el resultado de haber vivido en escasez, construyendo en la mente de cada ciudadano una fuerte aspiración de progreso, espiritualidad y excelencia. La pobreza es una condición social, pero también un estado mental”.

Por eso actualmente nos preocupa mucho el práctico desmontaje de la educación pública a todos los niveles, que viene ocurriendo. Estamos destruyendo lo que puede ser en verdad la factoría de las nuevas mentalidades requeridas para encarar con éxito el periodo de economía post petrolera. La clausura enmascarada de las universidades públicas autónomas constituye uno de los crímenes más graves que ha cometido el gobierno.

Al movimiento Fe y Alegría tenemos que darle el mayor respaldo posible, público y privado, ya que constituye un esfuerzo muy meritorio, orientado a elevar el nivel de la calidad de la educación popular.

Escucho a menudo esta afirmación: nos hemos acostumbrado al deterioro de la calidad de la vida. ¿Es así? ¿Se está normalizando la experiencia de ser cada vez más pobres?

La gente trata de seguir la línea de mínima resistencia; adaptarse a condiciones de vida de menor calidad constituye una defensa mental para poder soportar el proceso de depauperación, sin tensiones psíquicas insoportables.

El desarrollo, además de guarismos económicos, que a veces la gente no entiende, es mejoramiento tangible y equitativo de la calidad de vida. Por eso el deterioro acelerado de los servicios públicos que estamos presenciando es “no desarrollo”. Estamos en franco retroceso y a veces este proceso ocurre un poco inadvertido. El deterioro de los servicios de agua potable, electricidad y telecomunicaciones que estamos sufriendo actualmente, por ejemplo, es desastroso.

¿Cómo percibe ahora, la tensión entre esperanza y desesperanza? ¿Se han debilitado las energías espirituales de la sociedad venezolana, el ánimo para luchar y salir adelante? ¿Seguimos siendo la sociedad optimista que a menudo se invoca?

En la medida que no se logra un cambio político que insinúe mejores perspectivas en los niveles de calidad de vida cunde la desesperanza. Hay mucha gente desesperanzada y por ende con menores energías para luchar política y socialmente. No creo que las encuestas muestren actualmente que la gente sea optimista sobre el futuro. Le he oído decir al economista Gerver Torres, alto funcionario de Gallup Internacional, que hace 15 años los venezolanos aparecían en sus encuestas como muy altos en cuanto al llamado “índice de felicidad”, pero que en los últimos años eso ha cambiado radicalmente. Prevalece ahora un profundo pesimismo sobre el futuro.

Industria petrolera al borde del colapso. Envejecimiento de la población y pérdida del bono demográfico. Población desnutrida. Bajos niveles de acceso a la educación. Aparato productivo del país en estado de semirruina. Y una perspectiva mundial de declive en el uso de las energías fósiles. ¿Cómo se siente usted ante esta perspectiva? ¿Qué país tenemos por delante? ¿Acaso una Venezuela que inevitablemente ingresará en la categoría de los países más pobres?

Los retos que tiene Venezuela para retomar una trayectoria de desarrollo son formidables. Se requiere mucho más que un cambio político; es necesaria una profunda transformación en la conducta colectiva y sobre todo en la mentalidad de los conductores.

Al unísono hay que abordar la reconstrucción de la industria petrolera nacional. Aunque tenemos que prepararnos para el modo de vida de la Venezuela post petróleo, después del cambio político, será urgente abocarse al rescate de dicha industria. En esto se ha logrado, dentro del sector democrático, bastante consenso en cuanto a la estrategia apropiada, que le da preeminencia al sector privado nacional y foráneo y cuáles son las acciones prioritarias, cuya ejecución será viable en la medida que tengamos el acierto para atraer las cuantiosas inversiones necesarias. En todo caso son múltiples los retos a encarar. Por ejemplo, la transición energética hacia fuentes renovables, de la cual oíamos hablar como asunto remoto, es una realidad en el presente. La situación de los mercados internacionales de combustibles fósiles está siendo afectada por estas realidades y Venezuela debe adaptarse a esas nuevas condiciones, lo cual plantea a su vez otros retos.

Gran parte de nuestro parque industrial está en estado comatoso. Soñamos por décadas con que la región de Guayana sería el asiento de la industria pesada necesaria para diversificar nuestra economía y la generadora de grandes cantidades de energía hidroeléctrica a bajo costo para mover el aparato industrial. Tuvimos el acierto de crear el gran polo de desarrollo de Ciudad Guayana. Pero en la actualidad se genera menos de la mitad de la energía que habíamos llegado a producir en el pasado y todas las grandes plantas metalúrgicas están paralizadas. La recuperación de esta región va a requerir mucha creatividad y una gerencia muy competente. ¿De dónde van a salir ese capital humano y las ingentes inversiones necesarias, en un país que está arruinado?

Después del cataclismo socioeconómico que significó la Independencia, entre 1830 y 1900, por 70 años prácticamente no hubo crecimiento económico ni demográfico en el país. No tendría nada de extraño, por lo tanto, que una retrospectiva de Venezuela, hecha dentro de 100 años, mostrara que nuestro país perdió totalmente el rumbo a finales del siglo XX y no lo volvió a recuperar. Quedó por más de un siglo postrado, siendo muy pobre y la mayoría de su gente en la miseria. Este es un escenario que hay que discutir crudamente entre los grupos dirigentes.

¿Hay conciencia en el liderazgo y en las instituciones —sin incluir en ello a los entes gubernamentales— sobre las complejísimas perspectivas y desafíos de Venezuela hacia el mediano y largo plazo?

Tengo la impresión de que el liderazgo, principalmente el más joven, ha subestimado los obstáculos que tendrá el desarrollo en el mediano y largo plazo de Venezuela. Se aprecia poco estudio de la problemática; hay superficialidad en los enfoques; se plantean soluciones voluntaristas; hay inexperiencia para apreciar la complejidad de las soluciones a instrumentar y los esfuerzos sociales concomitantes, que son absolutamente indispensables. Este último aspecto, el cambio conductual colectivo requerido, ha sido muy subestimado.

Para lograr el cambio necesario en la mentalidad de los venezolanos, la próxima administración democrática que venga tendrá que asignarle máxima prioridad a su política de pedagogía colectiva. La sociedad venezolana en su mayoría debe ser reeducada. Será esa una misión para nuestros mejores pensadores. En esto, además de la educación formal que hay que rehacer, los medios de comunicación social deberán jugar un rol central.

Por eso una tarea prioritaria en el presente es inducir o, en último caso, presionar al liderazgo, para que se empape mejor de las realidades objetivas y de sus posibles soluciones. El Grupo Orinoco, que coordino, ha emitido recientemente el pronunciamiento “Más allá del cambio político” (*) orientado principalmente a la dirigencia, en el cual se sintetizan los aspectos cruciales que consideramos habrá que abordar con mayor énfasis después de la transición a la democracia.

Esta posibilidad: que el profundo y extendido empobrecimiento que está viviendo el país estimule una cultura de la victimización. Que derivemos en una sociedad de víctimas, a la espera de salvadores y auxilios externos. ¿Es posible?

La victimización es una forma de llamar la atención sobre uno mismo, pero de manera negativa. Cuando ese sentimiento se generaliza, por causas reales o figuradas, se transforma en cultura y una sociedad con esa característica puede ser fácilmente pasto de cualquier caudillo engañador. Estamos ahora muy expuestos a esa eventualidad. Hay que señalar, además, que la gente tiene la tendencia, consciente o inconsciente, a la victimización, ya que esa es una forma de eludir sus responsabilidades.

Tenemos en Venezuela un Estado fallido, con todas las derivaciones que el término implica. Por lo tanto, hay riesgo de que nos transformemos en una sociedad anodina, sin resortes para reaccionar ante las indignidades a que se le somete y la panorámica de miseria que se le ofrece.

Por último: ¿han calado los miedos en la sociedad venezolana? ¿Estamos tomados, acosados por miedos e incertidumbres? ¿Tiene usted miedo por el futuro de Venezuela?

Tengo mucho temor por el futuro de Venezuela. En este momento existen muy pocas señales para ser optimistas. A no ser que surja un grupo de hombres con sentido de estado y alto apego a principios éticos, que puedan conducir al país hacia una trayectoria de desarrollo sostenible, no tendremos futuro. Pueden pasar 100 años, como lo he dicho anteriormente, y el país seguirá dando tumbos sin ningún progreso. Eso me aterra, sobre todo pensando en las nuevas generaciones y en mis propios descendientes.

Papel Literario

EL NACIONAL

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