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Mario Vargas Llosa

Libertad para las drogas

Mario Vargas Llosa

El Partido Socialista, en el poder, y el Partido Popular, en la oposición, han fraguado una momentánea alianza en el Parlamento español para poner fin al cannabis que, parecía, iba a ser tolerado en España. Se han equivocado gravemente. Sólo conseguirán con esta prohibición que las mafias de narcotraficantes que pululan ya en España, aunque menos que en México y otros países latinoamericanos, se robustezcan y aumenten su ejercicio criminal, así como el consumo de drogas en el país.

Cuando fui candidato, en los años ochenta del siglo pasado, vivíamos en el Frente que me respaldaba la pasión del programa. Creíamos que jugaría un papel crucial en la elección y nos equivocamos en redondo: no jugó ninguno y la mayoría de electores ni siquiera lo leyó. Pero para mí fue estimulante; según el programa, todos los problemas peruanos tenían solución. Menos las drogas, que escapaban al control del país pues eran un asunto internacional.

En lo que los peruanos llamamos la “ceja de montaña”, entre los Andes y la Amazonía, el territorio de la coca, fuente de la cocaína, se dan hasta tres cosechas al año; pese a que los campesinos no consumen droga, sólo la siembran y la venden. Chacchan la coca, es decir, la mastican, y el juguito que extraen los protege del frío, del hambre y del cansancio. Las avionetas colombianas llegan a los solitarios parajes de esa sierra y sus pilotos pagan en dólares por la carga que se llevan. ¿Quién convencería a los campesinos que deben sustituir sus sembríos de coca por productos alternativos que irían a vender, por caminos espantosos, que les toman muchos días, al Agrobanco de las ciudades, que les paga en soles y, además, tarde, mal y nunca? Nadie, por supuesto. Y, por eso, la producción de coca es cada día más extensa en el Perú y en América Latina, y el comercio de la cocaína, que a menudo nos viene importada del extranjero, más intensa.

La única solución a ese problema es la valerosa que ha emprendido el Uruguay: liberalizar el comercio de las drogas, aunque no entiendo por qué sólo una empresa estatal ejerce aquel derecho; la ley debería ser libre y los empresarios privados disfrutar también de ese comercio (está de más decir que supervigilados por el Estado).

Esta fue la solución que propuso, hace muchos años, un economista liberal, Milton Friedman, quien, además, añadió que si seguía creciendo la lucha contra las drogas, quienes vivían de ese trabajo serían los peores enemigos de su liberación. Exactamente así ha ocurrido.

Quienes luchan contra las drogas son hoy muchos miles de personas e instituciones en el mundo, empezando por los Estados Unidos, donde los funcionarios de la DEA son hoy enérgicos adversarios de su redención legal. Estamos acostumbrados a que, apoyados en estadísticas y encuestas, nos informen que la lucha contra la droga alcanza muchos éxitos, que su circulación disminuye y cosas parecidas. Pero la verdad es que las drogas se venden por doquier —los narcos las regalan en las puertas de los colegios para que los jóvenes, y aún niños, se conviertan en usuarios precoces—, y la corrupción y la violencia que desatan los poderosos carteles no tiene límites. Cientos de mujeres, sus víctimas preferidas, y otros tantos hombres mueren a diario en los países latinoamericanos, en las luchas por la posesión de territorios o las rivalidades personales, en tanto que, al mismo tiempo, las luchas por los aeropuertos clandestinos o las comisarías o, como se ha visto en Venezuela, por el dominio de la fuerza militar, van socavando los Estados, a niveles ministeriales y, a veces, hasta los propios presidentes, como ha sido el caso triste del Perú.

El problema es todavía más profundo. Los sistemas de gobierno y las autoridades están corrompidos o lo estarán por el dinero a raudales que producen las drogas, al extremo de que, en ciertos lugares, que se irán extendiendo, todo depende de ellas y de los funcionarios que tienen que ver con su circulación. Los Estados no pueden competir con quienes gastan y derrochan sumas delirantes para asegurarse el control de ciertas ciudades o regiones, que, prácticamente, quedan en manos de los narcotraficantes, donde éstos sustituyen poco a poco a las autoridades del Estado.

Frente a ese drama, no hay más remedio que la legalización. Es lógico que se comience por las drogas menores, como han hecho ya algunos países avanzados, para medir sus consecuencias y luego, previa receta médica, las drogas mayores que sean efectivamente remedio contra la esquizofrenia y otras enfermedades. Por cierto, al menos en el Perú, hay una vieja polémica —hecha de discusiones a viva voz, artículos y libros— entre los médicos que ven en la legalización de la cocaína un peligro grave para la salud de los usuarios (son una minoría) y los que, por el contrario, creen que la adicción a ella no sería peor que la que provocan el cigarrillo y el alcohol. Pero lo que por ahora interesa es poner fin a ese contrapoder inesperado que, en muchos lugares, ya ha sustituido al Estado y es el que dicta la ley.

No exagero nada. En ciudades donde el uso de las drogas era secreto e inconfesable, hoy en día es poco menos que público, está al alcance de todo el mundo y se ha vuelto una exhibición de modernidad, de juventud y de progreso.

En todo caso, la peor de las soluciones es agravar las penas y aumentar las fuerzas del orden que combaten al narcotráfico. Está visto —y el caso de México no es el único ni mucho menos— que a medida que crece la persecución, los narcotraficantes, que tienen todo el dinero del mundo, se arman con metralletas y fusiles más sofisticados que compran en los Estados Unidos, y multiplican las demostraciones de fuerza, dejando un reguero de muertos en los pueblos y ciudades que controlan. Ese camino, el de las hecatombes y matanzas, no es realista.

Por supuesto que la libertad para las drogas tiene sus riesgos y el Estado debe salirles al frente, en este caso sí con un mayor control judicial y policial de quienes se verían perjudicados con aquella ley. Asimismo, es imperioso que los sistemas de salud presten un servicio de desintoxicación y cura a quienes están dispuestos a liberarse de ese lastre, que podría ser también un grave peligro para la salud. Todo eso es atendible y fecundo. No lo es, sin embargo, proceder como si, en la realidad, estuviéramos derrotando a los narcotraficantes. No es así. Son ellos los que están ganando la guerra. Hay que quitarse la mascarilla de los ojos y reconocerlo. Y la seguirán ganando mientras los Estados pretendan destruirlos. Ellos nos están destruyendo a nosotros.

Lo peor es la violencia asociada a esta situación en la que los grandes traficantes son objeto de culto —las revistas y programas más frívolos informan sobre ellos, pues su popularidad es grande— y las persecuciones y guerras que libran entre ellos forman parte ya de la actualidad cotidiana, como si las consecuencias de todo ello no fueran los torturados y los muertos que se multiplican por doquier. La solución del problema no está solo en la legalización de las drogas, por supuesto. Pero, en lo inmediato, es la única manera de acabar con la ilegalidad que rodea a este asunto, en el que cada día perecen, y en qué horribles condiciones, decenas o centenares de inocentes. La legalización pondrá punto final a esa violencia desmedida que paraliza el progreso y mantiene a muchos países en el subdesarrollo.

6 de noviembre 2021

El País

https://elpais.com/opinion/2021-11-07/libertad-para-las-drogas.html

¿Confinados en una sociedad democrática?

Mario Vargas Llosa

Probablemente la palabra más utilizada por la prensa y la gente en general en el mundo de la lengua española, en estas últimas seis semanas, después de “coronavirus” por supuesto, haya sido “confinamiento” y todos los vocablos asociados a ella, como “confinado”, “confinada” y “desconfinamiento”, más varios etcéteras.

Pero sólo el periodista Ramón Pérez-Maura en un artículo publicado en Abc el 9 de este mes con el título En España no hay nadie confinado parece haber advertido una grave equivocación en este uso indebido de aquella palabra, aplicada a la reclusión que vive la población de España todavía, por culpa de la pandemia que asola al país, así como sigue devastando a buena parte del mundo. En su texto advirtió, consultando el Diccionario de la Lengua, que el verbo “confinar” y su acción y efecto, el “confinamiento”, es una “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto de su domicilio”.

Así es, en efecto, según el Diccionario de la Lengua. Pero, en todo caso, hay en la definición de este vocablo una alusión a la “libertad” que, en cierta forma, la desnaturaliza. La verdad es que en España, pero, sobre todo, en América Latina, han sido las dictaduras y no las democracias las que han utilizado el confinamiento para acallar las voces de sus críticos, silenciarlos por largos años y, en ciertos casos, hasta liquidarlos. Es la razón por la que ronda a las palabras “confinado” y “confinamiento” una sombra un tanto siniestra y deletérea, que, naturalmente, en el caso de la reclusión obligada que vivimos en España en las actuales circunstancias, no tiene razón de ser.

No hay duda alguna de que la frase: “Don Miguel de Unamuno estuvo confinado por la Dictadura de Primo de Rivera en la isla de Fuerteventura en el Atlántico, desde febrero de 1924 hasta el 9 de julio de ese mismo año, cuando fue indultado” es rigurosamente exacta, pues corresponde a la verdad histórica. Era un adversario del régimen y éste, manu militari, lo confinó en aquel alejado lugar para tenerlo enmudecido.

Fue el caso de muchas dictaduras latinoamericanas, que mediante la reclusión forzada en algún lugar remoto —un desierto, la selva, una isla, una aldea de los Andes— apartaban y silenciaban a adversarios incómodos y, en ciertos casos, aprovechaban también aquella lejanía para librarse de ellos. El lugar preferido de los dictadores peruanos para confinar a sus críticos era la isla del Frontón, frente a Lima, de siniestra trayectoria pues allí perecieron a lo largo de la historia peruana muchos opositores y críticos, donde eran torturados e incluso asesinados por nuestros dictadores.

Ahora bien, es obvio que la definición que hace el diccionario de este vocablo y que corresponde muy justamente a la vieja acepción de “confinamiento” no conviene para nada a la situación que ha vivido España desde que el Gobierno de Pedro Sánchez, al igual que muchos otros Gobiernos democráticos en el mundo entero, procedió a establecer para el conjunto de la población un confinamiento obligatorio. Lo hizo explicando la razón de ser de la medida y sometiéndola a las Cortes, es decir, al Parlamento, donde fue aprobada por amplia mayoría, primero por el plazo de dos semanas, y luego renovada varias veces, añadamos que con los votos a veces renuentes pero explícitos de los partidos de la oposición.

Es decir, en este caso se guardaron todas las formas legales, se procedió democráticamente, y no hay razón alguna para que esta reclusión se estime idéntica a la que define el Diccionario. Por el contrario, en cierta forma es más bien su antípoda.

¿Cuál es la solución a esta contradicción? No tiene sentido iniciar una campaña para desterrar el último significado que ha adquirido esta palabra gracias al coronavirus, por la sencilla razón de que estaría condenada a fracasar estrepitosamente. Cuando una palabra es adoptada por una vasta multitud de hablantes para expresar una realidad novedosa, por más eficiente y elocuente que sea aquella campaña, fracasará sin remedio.

El contenido de los vocablos no es decidido por los filólogos y las academias sino por el pueblo que se vale de ellos para entenderse y expresarse, por la gente, esa gigantesca sociedad que es la que mantiene vivos y operativos a los idiomas o los deja morir. Ante esa realidad, el Instituto de Lexicografía de la Real Academia Española ha propuesto añadir otra definición además de la original, que figura en el Diccionario desde el año 1843, aunque ya el Diccionario de Autoridades había incluido desde 1734 el verbo “confinar” en el sentido de “desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria”, es decir, en una acepción muy próxima a la que adoptaría posteriormente el Diccionario.

El Instituto de Lexicografía de la Real Academia de la Lengua propone estas dos posibles definiciones del vocablo “confinar”: “Aislamiento temporal impuesto a una población por razones de salud o seguridad”. O esta otra: “Aislamiento forzoso a que se somete a una población para evitar la propagación de una enfermedad epidémica”.

Ambas son bastante justas, pero yo prefiero la primera a la segunda, porque establece el carácter temporal de la medida, que, creo, es indispensable para que aquella situación se entienda como algo pasajero o transeúnte, debido a excepcionales circunstancias como puede ser una pandemia, una acción terrorista de gran envergadura, una cadena de incendios o una guerra.

También sería conveniente, creo, que esta definición señalara de algún modo el carácter legal y legítimo en que ella se sustenta, de modo que quede excluida la arbitrariedad con que solía aplicarse en el pasado. Es importante establecer una clara diferencia entre el “confinamiento” como pena o castigo infligido por una dictadura a un opositor y una medida democrática, aprobada de acuerdo a ley, que se propone proteger a una población civil amenazada por una súbita catástrofe que podría acarrearle muchas más desgracias sin esa merma momentánea de su libertad de desplazamiento.

Una reflexión final sobre este asunto, que trae provechosas enseñanzas sobre un tema que nunca ha quedado del todo claro para muchas personas. No son las academias ni los filólogos los que crean las palabras que utiliza la gente para comunicarse y entenderse; son los hablantes, cultos e incultos, provincianos o capitalinos, rurales o citadinos, los que tienen esa facultad extraordinaria de ir renovando el lenguaje que les sirve para entenderse, y también, por supuesto, quienes escriben en él, periodistas, escritores, políticos, comerciantes, obreros, banqueros y la infinita maraña de quienes lo utilizan y a su vez lo sirven, manteniéndolo vivo, en constante renovación.

Las academias y los filólogos y los diccionarios sólo sirven para poner un cierto orden en lo que, sin ellos, podría disolverse en la confusión selvática, en el caos. Pero es importante tener siempre en la mente que la fuerza y la creatividad de un idioma están en esa base popular y múltiple que se vale de él para entenderse y que es quien da sentido y razón de ser a las palabras, destinando a las que ya no le sirven al olvido, y dando a otras, que crea o adopta o configura de distinta manera como en este caso, en función estricta de la realidad vivida, que es, en última instancia, la que confiere solvencia y vitalidad y trastorna a las palabras o las sepulta en el olvido y las entierra.

2 de mayo 2020

El País

https://elpais.com/opinion/2020-05-02/confinados-en-una-sociedad-democra...

¿Regreso al Medioevo?

Mario Vargas Llosa

El coronavirus comienza a hacer estragos en España. O, mejor dicho, el espanto que causa ese virus proveniente de China ocupa todos los noticiarios y radios y periódicos, se cierran colegios y universidades, bibliotecas y teatros, se paralizan las Fallas de Valencia, se cancelan los plenos de las Cortes, los eventos deportivos se celebrarán sin público, pese a que los distribuidores dicen que habrá provisiones se ven semivacías las estanterías de los supermercados, lo que indica que la gente se carga de productos de primera necesidad para lo que entiende será un largo encierro, y, por supuesto, en las conversaciones privadas no se habla de otra cosa.

Todo esto, en términos prácticos, es muy exagerado, pero no hay nada que hacer: España tiene miedo y los Gobiernos, el nacional y los de las autonomías, salen al frente de la pavorosa enfermedad con medidas cada vez más estrictas que, de una manera general, los españoles aprueban e, incluso, exigen que sean más extensas e intensas. Es por gusto que las estadísticas oficiales digan que, hasta el 11 de marzo, hay apenas 47 muertes por culpa de la pandemia y que, por ejemplo, la simple gripe es más asesina que ella, pues causa por lo menos seiscientas muertes anuales, y que son muchos más los que se recuperan del coronavirus que los que perecen por culpa de él, que España tiene uno de los sistemas de salud mejores en el mundo —por encima de la media europea— y que el trabajo que vienen realizando los médicos y sanitarios en todo el país es eficiente y está a la altura del desafío, etcétera.

Jamás las estadísticas han sido capaces de tranquilizar a una sociedad roída por el pánico y ésta es una buena ocasión de comprobarlo. En medio de la civilización ha reaparecido la Edad Media, lo que significa que muchas cosas han cambiado desde entonces, pero muchas otras no. Por ejemplo: el miedo a la peste. Y, a propósito, la literatura tiene un renacer inevitable en esos períodos de miedo colectivo: cuando no entiende lo que pasa, una sociedad va a los libros a ver si ellos se lo explican. La peor novela de Albert Camus, La peste, tiene un súbito renacimiento y tanto en Francia como en España se hacen reediciones y ese libro mediocre se ha convertido en un best seller.

Nadie parece advertir que nada de esto podría estar ocurriendo en el mundo si China Popular fuera un país libre y democrático y no la dictadura que es. Por lo menos un médico prestigioso, y acaso fueran varios, detectó este virus con mucha anticipación y, en vez de tomar las medidas correspondientes, el Gobierno intentó ocultar la noticia, y silenció esa voz o esas voces sensatas y trató de impedir que la noticia se difundiera, como hacen todas las dictaduras. Así, como en Chernóbil, se perdió mucho tiempo en encontrar una vacuna. Sólo se reconoció la aparición de la plaga cuando ésta ya se expandía. Es bueno que ocurra esto ahora y el mundo se entere de que el verdadero progreso está lisiado siempre que no vaya acompañado de la libertad. ¿Lo entenderán de una vez esos insensatos que creen que el ejemplo de China, es decir, el mercado libre con una dictadura política, es un buen modelo para el tercer mundo? No hay tal cosa: lo ocurrido con el coronavirus debería abrir los ojos de los ciegos.

La peste ha sido a lo largo de la historia una de las peores pesadillas de la humanidad. Sobre todo en la Edad Media. Era lo que desesperaba y enloquecía a nuestros viejos ancestros. Encerrados detrás de las recias murallas que habían erigido para sus ciudades, defendidos por fosos llenos de aguas envenenadas y puentes levadizos, no temían tanto a esos enemigos tangibles contra los que podían defenderse de igual a igual, enfrentarlos con espadas, cuchillos y lanzas. Pero la peste no era humana, era obra de los demonios, un castigo de Dios que caía sobre la masa ciudadana y golpeaba por igual a pecadores e inocentes, contra la que no había nada que hacer, salvo rezar y arrepentirse de los pecados cometidos. La muerte estaba allí, todopoderosa, y después de ella las llamas eternas del infierno. La irracionalidad estallaba por doquier y había ciudades que trataban de aplacar a la plaga infernal ofreciéndole sacrificios humanos, de brujas, brujos, incrédulos, pecadores sin arrepentir, insumisos y rebeldes. Cuando Flaubert viajó a Egipto, todavía vio leprosos que recorrían las calles tocando campanas para advertir a la gente que se apartara si no quería ver (y contagiarse) de sus llagas purulentas.

Por eso casi no aparece la peste en las novelas de caballerías que son otro aspecto, más positivo, del Medioevo: en ellas hay proezas físicas extraordinarias, el Tirant lo Blanc derrota él solo a gigantescos ejércitos. Pero los adversarios de los caballeros andantes son seres humanos, no diablos, y lo que el hombre medieval teme son los diablos, esos demonios que escondidos en el corazón de las epidemias golpean y matan sin discriminar a culpables e inocentes.

El viejo terror no ha desaparecido del todo, pese a los extraordinarios progresos de la civilización

Ese viejo terror no ha desaparecido del todo, pese a los extraordinarios progresos de la civilización. Todo el mundo sabe que, como ocurrió con el SIDA o con el Ébola, el coronavirus será una pandemia pasajera, que los científicos de los países más avanzados encontrarán pronto una vacuna para defendernos contra ella y que todo esto terminará y será, dentro de algún tiempo, una noticia mustia que apenas recordarán las gentes.

Lo que no pasará es el miedo a la muerte, al más allá, que es lo que anida en el corazón de estos terrores colectivos que son el temor a las pestes. La religión aplaca ese miedo, pero nunca lo extingue, siempre queda, en el fondo de los creyentes, ese malestar que se agiganta a veces y se convierte en miedo pánico, de qué habrá una vez que se cruce aquel umbral que separa la vida de lo que hay más allá de ella: ¿la extinción total y para siempre?, ¿esa fabulosa división entre el cielo para los buenos y el infierno para los malvados de un dios juguetón que pronostican las religiones?, ¿alguna otra forma de supervivencia que no han sido capaces de advertir los sabios, los filósofos, los teólogos, los científicos? La peste saca de pronto a estas preguntas, que en la vida cotidiana normal están confinadas en las profundidades de la personalidad humana, al momento presente, y hombres y mujeres deben responder a ellas, asumiendo su condición de seres pasajeros. Para todos nosotros es difícil aceptar que todo lo hermoso que tiene la vida, la aventura permanente que ella es o podría ser, es obra exclusiva de la muerte, de saber que en algún momento esta vida tendrá punto final. Que si la muerte no existiera la vida sería infinitamente aburrida, sin aventura ni misterio, una repetición cacofónica de experiencias hasta la saciedad más truculenta y estúpida. Que es gracias a la muerte que existen el amor, el deseo, la fantasía, las artes, la ciencia, los libros, la cultura, es decir, todas aquellas cosas que hacen la vida llevadera, impredecible y excitante. La razón nos lo explica, pero la sinrazón que también nos habita nos impide aceptarlo. El terror a la peste es, simplemente, el miedo a la muerte que nos acompañará siempre como una sombra.

© Mario Vargas Llosa, 2020

15 de marzo 2020

https://elpais.com/elpais/2020/03/13/opinion/1584090161_414543.html

Retorno a la barbarie

Mario Vargas Llosa

El segundo hombre fuerte de Venezuela, Diosdado Cabello, enfurecido porque, debido a la vertiginosa inflación que azota a su patria, el bolívar ha desaparecido de la circulación y los venezolanos sólo compran y venden en dólares, ha pedido a sus compatriotas que recurran al “trueque” para desterrar del país de una vez por todas a la moneda imperialista.

Es seguro que los desdichados venezolanos no le van a hacer el menor caso, porque la dolarización del comercio no es un acto gratuito ni una libre elección, como cree el dirigente chavista, sino la única manera como los venezolanos pueden saber el valor real de las cosas en un país donde la moneda nacional se devalúa a cada instante por la pavorosa inflación —la más alta del mundo— a la que han llevado a Venezuela sus irresponsables dirigentes multiplicando el gasto público e imprimiendo moneda sin respaldo. La alusión al trueque de Cabello es una diáfana indicación de ese retorno a la barbarie que vive Venezuela desde que, en un acto de ceguera colectiva, el pueblo venezolano llevó al poder al comandante Chávez.

El trueque es la forma más primitiva del comercio, aquellos intercambios que realizaban nuestros remotos ancestros y que algunos pensadores, como Hayek, consideran el primer paso que dieron los hombres de las cavernas hacia la civilización. Desde luego, comerciar es mucho más civilizado que entrematarse a garrotazos como hacían hasta entonces las tribus, pero yo tengo la sospecha que el acto decisivo para la desanimalización del ser humano ocurrió antes del comercio, cuando nuestros antecesores se reunían en la caverna primitiva, alrededor de una fogata, para contarse cuentos. Esas fantasías los desagraviaban del espanto en que vivían, temerosos de la fiera, del relámpago y de los peores depredadores, las otras tribus. Las ficciones les daban la ilusión y el apetito de una vida mejor que aquella que vivían, y de allí nació tal vez el impulso primero hacia el progreso que, siglos más tarde, nos llevaría a las estrellas.

En este largo tránsito, el comercio desempeñó un papel principal, y buena parte del progreso humano se debe a él. Pero es un gran error creer que salir de la barbarie y llegar a la civilización es un proceso fatídico e inevitable. La mejor demostración de que los pueblos pueden, también, retroceder de la civilización a la barbarie es lo que ocurre precisamente en Venezuela. Es, en potencia, uno de los países más ricos del mundo, y cuando yo era niño millones de personas iban allá a buscar trabajo, a hacer negocios y en busca de oportunidades. Era, también, un país que parecía haber dejado atrás las dictaduras militares, la gran peste de la América Latina de entonces. Es verdad que la democracia venezolana era imperfecta (todas lo son), pero, pese a ello, el país prosperaba a un ritmo sostenido. La demagogia, el populismo y el socialismo, parientes muy próximos, la han retrocedido a una forma de barbarie que no tiene antecedentes en la historia de América Latina y acaso del mundo. Lo que ha hecho con Venezuela el “socialismo del siglo XXI” es uno de los peores cataclismos de la historia. Y no sólo me refiero a los más de cuatro millones de venezolanos que han huido del país para no morirse de hambre; también a los robos cuantiosos con los que la supuesta revolución ha enriquecido a un puñado de militares y dirigentes chavistas cuyas gigantescas fortunas han fugado y se refugian ahora en aquellos países capitalistas contra los que claman a diario Maduro, Cabello y compañía.

Las últimas noticias que se han publicado en Europa sobre Venezuela muestran que la barbarización del país adopta un ritmo frenético. Las organizaciones de derechos humanos dicen que hay 501 presos políticos reconocidos por el régimen, y, pese a ello, se hallan aislados y sometidos a torturas sistemáticas. La represión crece con la impopularidad del régimen. Los cuerpos de represión se multiplican y, el último en aparecer, ahora operan en los barrios marginales, antiguas ciudadelas del chavismo y, debido a la falta de trabajo y la caída brutal de los niveles de vida, convertidos en sus peores enemigos. Las golpizas y los asesinatos a mansalva son incontables y quieren, sobre todo, mediante el terror, apuntalar al régimen. En verdad, consiguen aumentar el descontento y el odio hacia el Gobierno. Pero no importa. El modelo de Venezuela es Cuba: un país sonámbulo y petrificado, resignado a su suerte, que ofrece playas y sol a los turistas, y que se ha quedado fuera de la historia.

Por desgracia, no sólo Venezuela retorna a la barbarie. Argentina podría imitarla si los argentinos repiten la locura furiosa de esas elecciones primarias en las que repudiaron a Macri y dieron 15 puntos de ventaja a la pareja Fernández / Kirchner. ¿La explicación de este desvarío? La crisis económica que el Gobierno de Macri no alcanzó a resolver y que ha duplicado la inflación que asolaba a Argentina durante el mandato anterior. ¿Qué falló? Yo pienso que el llamado “gradualismo”, el empeño del equipo de Macri en no exigir más sacrificios a un pueblo extenuado por los desmanes de los Kirchner. Pero no resultó; más bien, ahora los sufridos argentinos responsabilizan al actual Gobierno —probablemente, el más competente y honrado que ha tenido el país en mucho tiempo— de las consecuencias del populismo frenético que arruinó al único país latinoamericano que había conseguido dejar atrás al subdesarrollo y que, gracias a Perón y al peronismo, regresó a él con empeñoso entusiasmo.

La barbarie se enseñorea también en Nicaragua, donde el comandante Ortega y su esposa, después de haber masacrado a una valerosa oposición popular, han retornado a reprimir y asesinar opositores gracias a unas fuerzas armadas “sandinistas” que se parecen ya, como dos gotas de agua, a las que permitieron a Somoza robar y diezmar aquel infortunado país.

Evo Morales, en Bolivia, se dispone a ser reelegido por cuarta vez como presidente de la República. Hizo una consulta a ver si el pueblo boliviano quería que él fuera de nuevo candidato; la respuesta fue un no rotundo. Pero a él no le importa. Ha declarado que el derecho a ser candidato es democrático y se dispone a eternizarse en el poder gracias a unas elecciones manufacturadas a la manera venezolana.

1 de septiembre de 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/08/30/opinion/1567177708_069548.html