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Mariana Mazzucato

La inminente escasez de capital patrimonial

Mariana Mazzucato

Seamos optimistas y supongamos que se descubre que una o más de las 11 vacunas para el COVID-19 que hoy están en la Fase 3 de los ensayos clínicos son seguras y efectivas a comienzos de 2021. También imaginemos que la producción se puede acelerar rápidamente, para que los países puedan vacunar a una parte significativa de sus poblaciones para fines del año próximo.

En este escenario esperanzador, el actual “período especial”, en el que el distanciamiento social restringe seriamente las actividades económicas –desde escuelas a universidades, restaurantes a aerolíneas, conciertos a eventos deportivos y ceremonias religiosas a casamientos-, durará sólo un año más. Una vez que se levanten las medidas de distanciamiento social, la demanda reprimida de celebraciones, reuniones sociales, viajes y los placeres de la interacción humana probablemente alimenten fuertes recuperaciones.

Sin embargo, para muchas empresas que ya han soportado seis meses de disrupción generada por la pandemia, un año parece una eternidad. Las empresas capaces de sobrevivir hasta entonces –en especial en los mercados emergentes- tendrán un futuro brillante, pero balances débiles. Habrán experimentado 18 meses de flujos de caja negativos en los que su capital patrimonial en gran medida se habrá evaporado.

Es verdad, muchos bancos centrales han ofrecido niveles sin precedentes de estímulo monetario, no sólo reduciendo las tasas de interés, sino también comprando enormes cantidades de activos (alivio cuantitativo) y comprometiéndose a mantener esta política por un período sustancial. Esta llamada “forward guidance” (orientación prospectiva) está destinada a convencer a los bancos de que deberían prestar más a tasas de interés más bajas, porque estas tasas no van a subir por un bien tiempo.

Pero los bancos prestarán solamente a prestatarios solventes –y la solvencia no depende sólo de las perspectivas prometedoras de los prestatarios, sino también de cuánto capital patrimonial tengan-. El capital actúa como una suerte de garantía de que el prestatario es tiene capacidad de pago. Si las cosas no resultan tan bien como sugieren las hojas de cálculo, la empresa de todas maneras puede pagar un crédito porque debe menos de lo que vale.

En este sentido, el capital patrimonial y la deuda se complementan: cuanto más capital tiene una empresa, más puede pedir prestado. Los bancos normalmente exigen que los prestatarios mantengan su ratio de deuda-capital por debajo de cierto límite.

De modo que, en el escenario optimista que se describe más arriba, habrá muchas empresas con perspectivas promisorias, pero con patrimonio insuficiente para garantizar un mayor endeudamiento. Su crecimiento dependerá de lo rápido que incrementen su capital –ya sea de manera acelerada, a través de una inyección de capital, o mucho más lentamente, a través de utilidades retenidas-. Claramente, una infusión rápida de capital hará que la política monetaria sea mucho más efectiva y la recuperación, mucho más robusta.

Pero el capital es institucionalmente mucho más complejo que la deuda. La deuda implica el compromiso de pagar una cierta cantidad fija de dinero en determinadas fechas. Es fácil para un prestador saber si el pago se produjo y convencer a un juez cuando éste no haya ocurrido.

El capital, en cambio, es un derecho sobre lo que queda después de que todas las otras partes interesadas ya han cobrado, incluidas no sólo las deudas con proveedores, trabajadores y acreedores, sino también los salarios, bonos, gastos de representación y aviones corporativos de los gerentes. El derecho de los accionistas sobre el flujo de caja residual de la empresa, por ende, puede evaporarse muy fácilmente.

Impedir esto y tranquilizar a los inversores de capital patrimonial requiere una buena gobernanza corporativa y una ejecución judicial confiable. Los accionistas deben contar con algunos derechos como el poder de elegir y remover a la junta, controlar el pago de los ejecutivos y limitar la cantidad de operaciones riesgosas en las que entra la compañía. También deberían tener derecho a ser informados por auditores independientes sobre lo que está haciendo la empresa y garantizar que quienes tengan información privilegiada no comercialicen sus acciones de manera ventajosa.

Ahora bien, establecer una estructura de gobernanza que pueda ofrecer esas garantías resulta costoso. En Estados Unidos, esto ha propiciado el crecimiento de la industria de “private equity”, que prefiere evitar esos costos retirando de la bolsa a empresas previamente listadas. En la mayoría de los países en desarrollo, las bolsas de valores, cuando existen, comprenden sólo a las empresas más grandes, incluidos bancos, compañías de seguros, empresas de telecomunicaciones, energía eléctrica y unas pocas manufacturas grandes. Para el resto de las empresas, el capital proviene de amigos y familiares.

A menos que tuvieran una participación mayoritaria en la compañía, los fondos de “private equity” globales que han intentado ingresar en los mercados emergentes desde los años 1990 muchas veces vieron evaporarse el valor de sus inversiones. Asimismo, la ausencia de bolsas de valores líquidas significa que cuando quieren desinvertir, se encuentran en una situación tipo Hotel California, en la que pueden dejar la habitación, pero nunca marcharse. Esto es particularmente problemático para los fondos de “private equity” que prometen devolver el capital a sus inversores después de un período predeterminado.

El costo social de estas ineficiencias se disparará durante la recuperación post-vacunación. Lidiar con ellas de manera efectiva hoy puede ser una de las inversiones de mayor retorno que se haya visto.

Parte de la solución debería venir de la innovación financiera liderada por el sector privado. Los fondos de capital privado que se transan como acciones no necesitan períodos de desinversión predeterminados y, por lo tanto, no tienen ningún apuro en vender. En Estados Unidos, las empresas de adquisición de propósito especial (SPAC, por su sigla en inglés) obtienen su capital a través de una oferta pública de acciones antes de saber qué harán con el dinero, y están listas para invertir cuando aparezcan las oportunidades. No tienen que estar listadas en el país en el que invierten, lo que significa que pueden salir a bolsa en lugares con mejores instituciones y mercados más líquidos.

Los países emergentes se beneficiarían enormemente si le encontraran una solución a la inminente escasez de capital. Las empresas familiares, por ende, necesitan considerar las ventajas de aceptar nuevos accionistas y la resultante dilución de la autoridad de los miembros de la familia en la toma de decisiones, a menos que quieran ver cómo los competidores que sí aceptan a esos fondos les quitan el mercado.

Mientras tanto, las autoridades económicas en países emergentes deberían hacer un esfuerzo por mejorar los marcos regulatorios –asegurando, por ejemplo, que los fondos de pensión y las compañías de seguros puedan invertir en los nuevos vehículos de capital-.Y los fondos globales, con el estímulo de instituciones como la Corporación Internacional de Finanzas del Grupo Banco Mundial e IDB Invest, parte del Grupo Banco Interamericano de Desarrollo, deberían crear fondos de “private equity” para invertir en estos países.

Nada de esto es neurocirugía, y puede rendir grandes frutos en términos de una recuperación más rápida. Una razón más para ser optimistas.

9 de octubre 2020

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/new-private-equity-funds-ca...

El capitalismo después de la pandemia, Consiguiendo la recuperación correcta

Mariana Mazzucato

Después de la crisis financiera de 2008, los gobiernos de todo el mundo inyectaron más de 3 billones de dólares en el sistema financiero. El objetivo era descongelar los mercados de crédito y hacer que la economía mundial volviera a funcionar. Pero en lugar de apoyar la economía real -la parte que implica la producción de bienes y servicios reales- el grueso de la ayuda acabó en el sector financiero. Los gobiernos rescataron a los grandes bancos de inversión que habían contribuido directamente a la crisis, y cuando la economía se puso en marcha de nuevo, fueron esas empresas las que cosecharon los frutos de la recuperación. Los contribuyentes, por su parte, se quedaron con una economía mundial tan quebrada, desigual e intensiva en carbono como antes. "Nunca dejes que una buena crisis se desperdicie", dice una máxima popular de la política. Pero eso es exactamente lo que pasó.

Ahora, mientras los países se tambalean por la pandemia de COVID-19 y los consiguientes cierres, deben evitar cometer el mismo error. En los meses posteriores a la aparición del virus, los gobiernos intervinieron para hacer frente a las crisis económicas y sanitarias concomitantes, desplegando paquetes de estímulo para proteger los puestos de trabajo, emitiendo normas para frenar la propagación de la enfermedad e invirtiendo en la investigación y el desarrollo de tratamientos y vacunas. Estos esfuerzos de rescate son necesarios. Pero no basta con que los gobiernos intervengan simplemente como último recurso cuando los mercados fallan o se producen crisis. Deben dar forma activamente a los mercados para que ofrezcan el tipo de resultados a largo plazo que beneficien a todos.

El mundo perdió la oportunidad de hacerlo en 2008, pero el destino le ha dado otra oportunidad. A medida que los países salen de la crisis actual, pueden hacer algo más que estimular el crecimiento económico; pueden dirigir la dirección de ese crecimiento para construir una economía mejor. En lugar de prestar asistencia sin condiciones a las empresas, pueden condicionar sus rescates a la adopción de políticas que protejan el interés público y aborden los problemas de la sociedad. Pueden exigir que las vacunas COVID-19 que reciben apoyo público sean accesibles universalmente. Pueden negarse a rescatar a las empresas que no reduzcan sus emisiones de carbono o que no dejen de esconder sus beneficios en paraísos fiscales.

Durante demasiado tiempo, los gobiernos han socializado los riesgos pero han privatizado las recompensas: el público ha pagado el precio de la limpieza de los desórdenes, pero los beneficios de esas limpiezas se han acumulado en gran medida para las empresas y sus inversores. En tiempos de necesidad, muchas empresas se apresuran a pedir ayuda al gobierno, pero en los buenos tiempos, exigen que el gobierno se aleje. La crisis de COVID-19 presenta una oportunidad para corregir este desequilibrio mediante un nuevo estilo de negociación que obliga a las empresas rescatadas a actuar más en el interés público y permite a los contribuyentes compartir los beneficios de los éxitos que tradicionalmente se atribuyen únicamente al sector privado. Pero si en lugar de ello los gobiernos se centran únicamente en poner fin al dolor inmediato, sin reescribir las reglas del juego, entonces el crecimiento económico que siga a la crisis no será ni inclusivo ni sostenible. Tampoco servirá a las empresas interesadas en las oportunidades de crecimiento a largo plazo. La intervención habrá sido un desperdicio, y la oportunidad perdida sólo alimentará una nueva crisis.

LA PODREDUMBRE EN EL SISTEMA

Las economías avanzadas habían estado sufriendo grandes fallas estructurales mucho antes de que COVID-19 llegara. Por un lado, las finanzas se financian a sí mismas, erosionando así los cimientos del crecimiento a largo plazo. La mayoría de los beneficios del sector financiero se reinvierten en las finanzas -bancos, compañías de seguros y bienes raíces- en lugar de destinarse a usos productivos como la infraestructura o la innovación. Sólo el diez por ciento de todos los préstamos bancarios británicos, por ejemplo, apoyan a empresas no financieras, y el resto se destina a bienes inmuebles y activos financieros. En las economías avanzadas, los préstamos inmobiliarios constituían alrededor del 35% de todos los préstamos bancarios en 1970; en 2007, habían aumentado a alrededor del 60%. La estructura actual de las finanzas alimenta así un sistema impulsado por la deuda y las burbujas especulativas que, cuando estallan, llevan a los bancos y a otras personas a mendigar el rescate del gobierno.

Otro problema es que muchas grandes empresas descuidan las inversiones a largo plazo en favor de las ganancias a corto plazo. Obsesionados con los rendimientos trimestrales y los precios de las acciones, los directores generales y los consejos de administración de las empresas han recompensado a los accionistas recomprando acciones, aumentando el valor de las acciones restantes y, por lo tanto, de las opciones sobre acciones que forman parte de la mayoría de los paquetes de remuneración de los ejecutivos. En la última década, las compañías de Fortune 500 han recomprado más de 3 billones de dólares de sus propias acciones. Estas recompras se hacen a expensas de la inversión en salarios, capacitación de los trabajadores e investigación y desarrollo.

Luego está el vaciamiento de la capacidad del gobierno. Sólo después de un fallo explícito del mercado suelen intervenir los gobiernos, y las políticas que proponen son demasiado escasas, demasiado tardías. Cuando el Estado no es visto como un socio en la creación de valor sino como un simple fijador, los recursos financiados públicamente se ven privados de recursos. Los programas sociales, la educación y la atención sanitaria no reciben fondos suficientes.

La relación entre el sector público y el privado se rompe.

Estos fracasos se han sumado a mega crisis, tanto económicas como planetarias. La crisis financiera fue causada en gran medida por el exceso de crédito que fluyó hacia los sectores inmobiliario y financiero, inflando las burbujas de activos y la deuda de los hogares en lugar de apoyar la economía real y generar un crecimiento sostenible. Mientras tanto, la falta de inversiones a largo plazo en energía verde ha acelerado el calentamiento global, hasta el punto de que el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas ha advertido que al mundo le quedan sólo diez años para evitar sus efectos irreversibles. Sin embargo, el gobierno de los Estados Unidos subvenciona a las empresas de combustibles fósiles con unos 20.000 millones de dólares al año, en gran parte mediante exenciones fiscales preferenciales. Los subsidios de la Unión Europea ascienden a unos 65.000 millones de dólares al año. En el mejor de los casos, los encargados de formular políticas que tratan de hacer frente al cambio climático están considerando la posibilidad de ofrecer incentivos, como impuestos sobre el carbono y listas oficiales de las inversiones que cuentan como ecológicas. No han llegado a emitir el tipo de reglamentos obligatorios que se requieren para evitar el desastre para 2030.

La crisis de COVID-19 sólo ha empeorado todos estos problemas. Por el momento, la atención del mundo se centra en sobrevivir a la crisis sanitaria inmediata, no en prevenir la próxima crisis climática o la próxima crisis financiera. Los cierres han devastado a la gente que trabaja en la gigante peligrosa economía. Muchos de ellos carecen tanto de los ahorros como de las prestaciones del empleador, a saber, la atención de la salud y las licencias por enfermedad, necesarias para capear la tormenta. La deuda de las empresas, una de las principales causas de la anterior crisis financiera, sólo está aumentando a medida que las empresas obtienen nuevos y cuantiosos préstamos para hacer frente al colapso de la demanda. Y la obsesión de muchas compañías por complacer los intereses a corto plazo de sus accionistas las ha dejado sin una estrategia a largo plazo para superar la crisis.

La pandemia también ha revelado cuán desequilibrada se ha vuelto la relación entre el sector público y el privado. En los Estados Unidos, los Institutos Nacionales de Salud (NIH) invierten unos 40.000 millones de dólares al año en investigaciones médicas y han sido uno de los principales financiadores de la investigación y el desarrollo de los tratamientos y vacunas de COVID-19. Pero las compañías farmacéuticas no están obligadas a hacer que los productos finales sean asequibles para los estadounidenses, cuyo dinero de los impuestos los está subvencionando en primer lugar. La compañía Gilead, con sede en California, desarrolló su medicamento COVID-19, remdesivir, con 70,5 millones de dólares de apoyo del gobierno federal. En junio, la compañía anunció el precio que cobraría a los estadounidenses por un tratamiento: 3.120 dólares.

Era un movimiento típico de la Gran Farmacia. Un estudio examinó los 210 medicamentos aprobados por la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE.UU. de 2010 a 2016 y encontró que "los fondos de los NIH contribuyeron a cada uno". Aun así, los precios de los medicamentos de EE.UU. son los más altos del mundo. Las compañías farmacéuticas también actúan en contra del interés público al abusar del proceso de patentes. Para evitar la competencia, presentan patentes que son muy amplias y difíciles de licenciar. Algunas de ellas están demasiado adelantadas en el proceso de desarrollo, permitiendo a las empresas privatizar no sólo los frutos de la investigación sino también las propias herramientas para llevarla a cabo.

Igualmente se han hecho malos tratos con Big Tech. En muchos sentidos, el Valle del Silicio es un producto de las inversiones del gobierno de EE.UU. en el desarrollo de tecnologías de alto riesgo. La Fundación Nacional de Ciencia financió la investigación detrás del algoritmo de búsqueda que hizo famoso a Google. La Armada de los Estados Unidos hizo lo mismo con la tecnología GPS de la que depende Uber. Y la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa, parte del Pentágono, apoyó el desarrollo de Internet, la tecnología de pantalla táctil, Siri, y todos los demás componentes clave del iPhone. Los contribuyentes se arriesgaron cuando invirtieron en estas tecnologías, pero la mayoría de las empresas tecnológicas que se han beneficiado no pagan su parte justa de impuestos. Entonces tienen la audacia de luchar contra las regulaciones que protegerían los derechos de privacidad del público. Y aunque muchos han señalado el poder de la inteligencia artificial y otras tecnologías que se están desarrollando en Silicon Valley, una mirada más atenta muestra que también en estos casos fueron las inversiones públicas de alto riesgo las que sentaron las bases. Sin la acción del gobierno, las ganancias de esas inversiones podrían volver a fluir en gran medida a manos privadas. La tecnología financiada con fondos públicos debe ser mejor gobernada por el Estado -y en algunos casos propiedad del Estado- para asegurar que el público se beneficie de sus propias inversiones. Como ha puesto de manifiesto el cierre masivo de escuelas durante la pandemia, sólo algunos estudiantes tienen acceso a la tecnología necesaria para la escolarización en el hogar, una disparidad que no hace sino aumentar la desigualdad. El acceso a la Internet debería ser un derecho, no un privilegio.

VALOR DE REPLANTEAMIENTO

Todo esto sugiere que la relación entre el sector público y el privado está rota. Arreglarlo requiere primero abordar un problema subyacente en la economía: el campo se ha equivocado en el concepto de valor. Los economistas modernos entienden el valor como intercambiable con el precio. Este punto de vista sería un anatema para los teóricos anteriores como François Quesnay, Adam Smith y Karl Marx, que veían los productos como teniendo un valor intrínseco relacionado con la dinámica de la producción, valor que no estaba necesariamente relacionado con su precio.

El concepto contemporáneo de valor tiene enormes implicaciones para la forma en que se estructuran las economías. Afecta a la forma en que se dirigen las organizaciones, a la forma en que se contabilizan las actividades, a la forma en que se priorizan los sectores, a la forma en que se ve al gobierno y a la forma en que se mide la riqueza nacional. El valor de la educación pública, por ejemplo, no figura en el PIB de un país porque es gratuita, pero sí el costo de los sueldos de los profesores. Es natural, entonces, que tanta gente hable de "gasto" público en lugar de "inversión" pública. Esta lógica también explica por qué el entonces director general de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, pudo afirmar en 2009, justo un año después de que su empresa recibiera un rescate de 10.000 millones de dólares, que sus trabajadores estaban "entre los más productivos del mundo". Después de todo, si el valor es el precio, y si el ingreso por empleado de Goldman Sachs está entre los más altos del mundo, entonces, por supuesto, sus trabajadores deben estar entre los más productivos del mundo.

Cambiar el statu quo requiere dar una nueva respuesta a la pregunta, ¿Qué es el valor? En este sentido, es esencial reconocer las inversiones y la creatividad que aportan una amplia gama de agentes de toda la economía, no sólo las empresas, sino también los trabajadores y las instituciones públicas. Durante demasiado tiempo, la gente ha actuado como si el sector privado fuera el principal impulsor de la innovación y la creación de valor y, por lo tanto, tuviera derecho a los beneficios resultantes. Pero esto simplemente no es cierto. Los medicamentos farmacéuticos, Internet, la nanotecnología, la energía nuclear, la energía renovable... todo ello se desarrolló con una enorme cantidad de inversión gubernamental y con la asunción de riesgos, a espaldas de innumerables trabajadores y gracias a la infraestructura y las instituciones públicas. Apreciar la contribución de este esfuerzo colectivo facilitaría que todos los esfuerzos se remuneraran adecuadamente y que los beneficios económicos de la innovación se distribuyeran de forma más equitativa. El camino hacia una asociación más simbiótica entre las instituciones públicas y privadas comienza con el reconocimiento de que el valor se crea colectivamente.

RESCATES MALOS

Más allá de repensar el valor, las sociedades deben dar prioridad a los intereses a largo plazo de los interesados en lugar de los intereses a corto plazo de los accionistas. En la crisis actual, eso debería significar el desarrollo de una "vacuna popular" para COVID-19, una que sea accesible a todos los habitantes del planeta. El proceso de innovación en materia de drogas debería regirse de manera que se fomente la colaboración y la solidaridad entre los países, tanto durante la fase de investigación y desarrollo como cuando llegue el momento de distribuir la vacuna. Las patentes deben ser agrupadas entre universidades, laboratorios gubernamentales y empresas privadas, permitiendo que el conocimiento, los datos y la tecnología fluyan libremente en todo el mundo. Sin estos pasos, una vacuna COVID-19 corre el riesgo de convertirse en un producto caro vendido por un monopolio, un bien de lujo que sólo los países y ciudadanos más ricos pueden permitirse.

En términos más generales, los países también deben estructurar las inversiones públicas de manera menos parecida a las dádivas y más parecida a los intentos de configurar el mercado en beneficio del público, lo que significa atar las cuerdas a la asistencia gubernamental. Durante la pandemia, esas condiciones deben promover tres objetivos particulares: En primer lugar, mantener el empleo para proteger la productividad de las empresas y la seguridad de los ingresos de los hogares. En segundo lugar, mejorar las condiciones de trabajo proporcionando una seguridad adecuada, salarios decentes, niveles suficientes de subsidios de enfermedad y una mayor participación en la toma de decisiones. Tercero, avanzar en las misiones a largo plazo, como la reducción de las emisiones de carbono y la aplicación de los beneficios de la digitalización a los servicios públicos, desde el transporte hasta la salud.

La principal respuesta de los Estados Unidos a COVID-19 -la Ley CARES (Coronavirus Aid, Relief, and Economic Security), aprobada por el Congreso en marzo- ilustra estos puntos a la inversa. En lugar de poner en marcha apoyos efectivos para la nómina de sueldos, como lo hicieron la mayoría de los demás países avanzados, los Estados Unidos ofrecieron mayores beneficios de desempleo temporal. Esta elección dio lugar al despido de más de 30 millones de trabajadores, lo que hizo que los Estados Unidos tuvieran una de las tasas más altas de desempleo relacionado con una pandemia en el mundo desarrollado. Debido a que el gobierno ofreció billones de dólares en apoyo directo e indirecto a las grandes empresas sin condiciones significativas, muchas empresas tuvieron la libertad de tomar medidas que podían propagar el virus, como negar días de enfermedad pagados a sus empleados y operar en lugares de trabajo inseguros.

La Ley CARES también estableció el Programa de Protección a los Sueldos, bajo el cual los negocios recibían préstamos que serían perdonados si los empleados se mantenían en la nómina. Pero el PPP terminó sirviendo más como un subsidio masivo en efectivo a las tesorerías corporativas que como un método efectivo de salvar empleos. Cualquier pequeña empresa, no sólo las que lo necesitaban, podía recibir un préstamo, y el Congreso rápidamente aflojó las reglas respecto a cuánto una empresa necesitaba gastar en la nómina para que se le perdonara el préstamo. Como resultado, el programa hizo una pequeña mella en el desempleo. Un equipo del MIT concluyó que el PPP entregó 500.000 millones de dólares en préstamos, pero sólo salvó 2,3 millones de puestos de trabajo en aproximadamente seis meses. Asumiendo que la mayoría de los préstamos son finalmente perdonados, el costo anualizado del programa es de aproximadamente 500.000 dólares por trabajo. Durante el verano, tanto el PPP como los beneficios de desempleo ampliados se agotaron, y la tasa de desempleo de los EE.UU. todavía superaba el diez por ciento.

El Congreso ha autorizado hasta ahora más de 3 billones de dólares en gastos en respuesta a la pandemia, y la Reserva Federal inyectó unos 4 billones de dólares adicionales más o menos en la economía - en total más del 30 por ciento del PIB de los EE.UU. Sin embargo, estos enormes gastos no han logrado nada en cuanto a abordar cuestiones urgentes y a largo plazo, desde el cambio climático hasta la desigualdad. Cuando la senadora Elizabeth Warren, demócrata de Massachusetts, propuso que se impusieran condiciones a los rescates para asegurar salarios más altos y un mayor poder de decisión para los trabajadores y restringir los dividendos, las recompras de acciones y los bonos de los ejecutivos, no pudo obtener los votos.

El objetivo de la intervención del gobierno era evitar el colapso del mercado laboral y mantener las empresas como organizaciones productivas, es decir, actuar como aseguradoras de riesgos catastróficos. Pero no se puede permitir que este enfoque empobrezca al gobierno, ni que los fondos financien estrategias empresariales destructivas. En caso de insolvencia, el gobierno podría considerar la posibilidad de exigir posiciones de capital en las empresas que está rescatando, como ocurrió en 2008 cuando el Tesoro de los EE.UU. asumió la propiedad de las participaciones en General Motors y otras empresas en problemas. Y al rescatar empresas, el gobierno debería imponer condiciones que prohíban todo tipo de mal comportamiento: entregar bonos intempestivos a los directores generales, emitir dividendos excesivos, realizar recompras de acciones, asumir deudas innecesarias, desviar beneficios a paraísos fiscales, participar en grupos de presión política problemáticos. También deberían evitar que las empresas se aprovechen de los precios, especialmente en el caso de los tratamientos y vacunas contra el COVID-19.

Otros países muestran cómo es una respuesta adecuada a la crisis. Cuando Dinamarca ofreció pagar el 75 por ciento de los costos de nómina de las empresas al inicio de la pandemia, lo hizo con la condición de que las empresas no pudieran hacer despidos por razones económicas. El gobierno danés también se negó a rescatar a las empresas que estaban registradas en paraísos fiscales y prohibió el uso de fondos de ayuda para dividendos y recompra de acciones. En Austria y Francia, las aerolíneas se salvaron con la condición de que redujeran su huella de carbono.

El gobierno británico, en cambio, dio a easyJet acceso a más de 750 millones de dólares en liquidez en abril, a pesar de que la aerolínea había pagado casi 230 millones de dólares en dividendos a los accionistas un mes antes. El Reino Unido se negó a poner condiciones a su rescate de easyJet y otras empresas en problemas en nombre de la neutralidad del mercado, la idea de que no es tarea del gobierno decir a las empresas privadas cómo deben gastar su dinero. Pero un rescate nunca puede ser neutral: por definición, un rescate implica que el gobierno elija salvar a una empresa, y no a otra, del desastre. Sin condiciones, la asistencia del gobierno corre el riesgo de subvencionar las malas prácticas empresariales, desde los modelos de negocio ambientalmente insostenibles hasta el uso de paraísos fiscales. El plan de cesantía del Reino Unido, por el cual el gobierno pagó hasta el 80 por ciento de los salarios de los empleados cesantes, debería como mínimo haber estado condicionado a que los trabajadores no fueran despedidos tan pronto como el programa terminara. Pero no fue así.

LA MENTALIDAD DE CAPITALISTA DE RIESGO

El Estado no puede limitarse a invertir, sino que debe llegar a un buen acuerdo. Para ello, debe empezar a pensar como lo que he llamado un "Estado emprendedor", asegurándose de que, al invertir, no sólo se burla de las desventajas sino que también obtiene una parte de las ventajas. Una forma de hacerlo es tomar una participación en los negocios que hace.

Considere la empresa solar Solyndra, que recibió un préstamo garantizado de 535 millones de dólares del Departamento de Energía de EE.UU. antes de quebrar en 2011 y convertirse en un sinónimo conservador de la incapacidad del gobierno para elegir ganadores. Alrededor de la misma época, el Departamento de Energía dio un préstamo garantizado de 465 millones de dólares a Tesla, que pasó a experimentar un crecimiento explosivo. Los contribuyentes pagaron por el fracaso de Solyndra, pero nunca fueron recompensados por el éxito de Tesla. Ningún capitalista de riesgo que se precie estructuraría las inversiones de esa manera. Peor aún, el Departamento de Energía estructuró el préstamo de Tesla de manera que obtendría tres millones de acciones en la empresa si Tesla no podía devolver el préstamo, un acuerdo diseñado para no dejar a los contribuyentes con las manos vacías. ¿Pero por qué el gobierno querría una participación en una empresa en quiebra? Una estrategia más inteligente habría sido hacer lo contrario y pedir a Tesla que pagara tres millones de acciones si era capaz de devolver el préstamo. Si el gobierno hubiera hecho eso, habría ganado decenas de miles de millones de dólares, ya que el precio de las acciones de Tesla creció en el curso del préstamo, dinero que podría haber cubierto el costo de la quiebra de Solyndra, con un montón de sobras para la siguiente ronda de inversiones.

Pero el punto es preocuparse no sólo por la recompensa monetaria de las inversiones públicas. El gobierno también debe poner condiciones estrictas a sus acuerdos para asegurar que sirvan al interés público. Los medicamentos desarrollados con ayuda del gobierno deben tener un precio que tenga en cuenta esa inversión. Las patentes que expida el gobierno deben ser estrechas y fácilmente licenciables, para fomentar la innovación, promover el espíritu empresarial y desalentar la búsqueda de rentas.

Los gobiernos también deben considerar la forma de utilizar los beneficios de sus inversiones para promover una distribución más equitativa de los ingresos. No se trata de socialismo; se trata de entender la fuente de los beneficios capitalistas. La crisis actual ha dado lugar a nuevos debates sobre un ingreso básico universal, en virtud del cual todos los ciudadanos reciben del gobierno un pago regular igual, independientemente de que trabajen o no. La idea que subyace a esta política es buena, pero la narración sería problemática. Dado que el ingreso básico universal se considera una limosna, perpetúa la falsa noción de que el sector privado es el único creador, y no un cocreador, de riqueza en la economía y que el sector público es simplemente un recaudador de peaje, que desvía las ganancias y las distribuye como caridad.

Una mejor alternativa es el dividendo de los ciudadanos. Bajo esta política, el gobierno toma un porcentaje de la riqueza creada con las inversiones del gobierno, pone ese dinero en un fondo, y luego comparte las ganancias con el pueblo. La idea es recompensar directamente a los ciudadanos con una parte de la riqueza que han creado. Alaska, por ejemplo, ha distribuido los ingresos del petróleo a los residentes a través de un dividendo anual de su Fondo Permanente desde 1982. Noruega hace algo similar con su Fondo de Pensiones del Gobierno. California, que alberga algunas de las empresas más ricas del mundo, podría considerar hacer algo similar. Cuando Apple, con sede en Cupertino, California, estableció una subsidiaria en Reno, Nevada, para aprovechar la tasa de impuesto corporativo del cero por ciento de ese estado, California perdió una enorme cantidad de ingresos fiscales. No sólo se deberían bloquear estos trucos fiscales, sino que California debería contraatacar creando un fondo de riqueza estatal, que ofrecería una forma, además de los impuestos, de capturar directamente una parte del valor creado por la tecnología y las empresas que fomentaba.

El dividendo de un ciudadano permite que el producto de la riqueza creada conjuntamente se comparta con la comunidad en general, ya sea que esa riqueza provenga de los recursos naturales que forman parte del bien común o de un proceso, como las inversiones públicas en medicinas o tecnologías digitales, que haya supuesto un esfuerzo colectivo. Esa política no debe servir como sustituto para que el sistema fiscal funcione correctamente. El Estado tampoco debería utilizar la falta de esos fondos como excusa para no financiar bienes públicos fundamentales. Pero un fondo público puede cambiar la narrativa al reconocer explícitamente la contribución pública a la creación de riqueza, clave en el juego de poder político entre las fuerzas.

LA ECONOMÍA DIRIGIDA POR EL PROPÓSITO

Cuando los sectores público y privado se unen en pos de una misión común, pueden hacer cosas extraordinarias. Así es como los Estados Unidos llegaron a la Luna y en 1969. Durante ocho años, la NASA y empresas privadas de sectores tan variados como el aeroespacial, el textil y el electrónico colaboraron en el programa Apolo, invirtiendo e innovando juntos. A través de la audacia y la experimentación, lograron lo que el presidente John F. Kennedy llamó "la más arriesgada y peligrosa y mayor aventura en la que el hombre se ha embarcado". No se trataba de comercializar ciertas tecnologías o incluso de impulsar el crecimiento económico; se trataba de hacer algo juntos.

Más de 50 años después, en medio de una pandemia mundial, el mundo tiene la oportunidad de intentar un “viaje a la luna” aún más ambicioso: la creación de una mejor economía. Esta economía sería más inclusiva y sostenible. Emitiría menos carbono, generaría menos desigualdad, construiría un transporte público moderno, proporcionaría acceso digital para todos y ofrecería una atención sanitaria universal. De manera más inmediata, pondría una vacuna COVID-19 a disposición de todos. La creación de este tipo de economía requerirá un tipo de colaboración público-privada que no se ha visto en décadas.

Algunos que hablan de la recuperación de la pandemia citan un objetivo atractivo: el retorno a la normalidad. Pero ese es el objetivo equivocado; la normalidad está rota. Más bien, el objetivo debería ser, como muchos han dicho, "reconstruir mejor". Hace doce años, la crisis financiera ofreció una rara oportunidad para cambiar el capitalismo, pero fue desaprovechada. Ahora, otra crisis ha presentado otra oportunidad de renovación. Esta vez, el mundo no puede permitirse el lujo de dejar que se desperdicie.

2 de octubre 2020

Foreing Affairs

https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-10-02/capitalism-after-covid-19-pandemic

Traducido usando DeepL (https://www.deepl.com/translator)

¿Quién crea realmente valor en una economía?

Mariana Mazzucato

Tras la crisis financiera global de 2008, surgió un consenso respecto de que el sector público tenía la responsabilidad de intervenir para rescatar a los bancos con importancia sistémica y estimular el crecimiento económico. Pero fue un consenso efímero; pronto, las intervenciones del sector público en la economía pasaron a ser vistas como causa principal de la crisis, y se consideró necesario revertirlas. Fue un grave error.

En Europa, en particular, los gobiernos quedaron en la picota por sus elevadas deudas, pese a que la causa del derrumbe había sido la deuda privada, no la pública. A muchos se les pidió que introdujeran medidas de austeridad, en vez de estimular el crecimiento con políticas anticíclicas. En tanto, se esperaba que el Estado implementara reformas del sector financiero que supuestamente, en conjunto con una reactivación de la inversión y la industria, restaurarían la competitividad.

Pero las reformas financieras en realidad fueron muy pocas, y en muchos países, la industria todavía no se recuperó. Pese a una mejora de las ganancias en muchos sectores, la inversión sigue siendo débil, debido a una combinación de atesoramiento de efectivo y creciente financierización; y hay un récord de recompra de acciones (que busca impulsar las cotizaciones y con ellas, las opciones de compra).

La razón es sencilla: al tan vapuleado Estado sólo se le permitió una respuesta muy tímida. Esto muestra hasta qué punto la formulación de políticas sigue guiándose no por la experiencia histórica, sino por la ideología; en concreto, por el neoliberalismo, que propugna un papel mínimo para el Estado en la economía, y su pariente académica, la teoría de la “elección pública”, con su énfasis en los fallos del gobierno.

Para que haya crecimiento se necesita un sector financiero funcional, que recompense las inversiones a largo plazo en vez de jugadas de corto plazo. Pero en Europa, hubo que esperar a 2016 para que se introdujera un impuesto a las transacciones financieras, y en casi todas partes sigue habiendo escasez de “financiación paciente”. Esto lleva a que el dinero que se inyecta en la economía por medio de, por ejemplo, la flexibilización monetaria termine otra vez en los bancos.

El predominio del pensamiento cortoplacista evidencia malentendidos fundamentales en relación con el correcto papel económico del Estado. Contra lo que indicaba el consenso post‑crisis, una inversión estratégica activa por parte del sector público es esencial para el crecimiento. Por eso todas las grandes revoluciones tecnológicas (ya sea en medicina, informática o energía) fueron posibles gracias a la actuación del Estado como inversor de primera instancia.

Pero seguimos idealizando a los actores privados en las industrias innovadoras e ignorando su dependencia de los productos de la inversión pública. Por ejemplo, Elon Musk no sólo recibió más de 5 000 millones de dólares en subsidios del gobierno estadounidense, sino que sus empresas, SpaceX y Tesla, se han construido sobre el trabajo de la NASA y del Departamento de Energía, respectivamente.

El único modo de lograr una recuperación plena de nuestras economías es que el sector público retome su función crucial de inversor estratégico, a largo plazo y con sentido de misión. Para ello es esencial refutar narrativas erróneas respecto del modo en que se crean el valor y la riqueza.

El supuesto habitual es que el Estado facilita la creación de riqueza (y redistribuye la que ha sido creada), pero que en realidad no crea riqueza él mismo. En cambio, a los líderes empresariales se los considera actores económicos productivos (una idea que algunos usan para justificar el aumento de la desigualdad). Como las actividades (a menudo arriesgadas) de las empresas crean riqueza (y por tanto empleo) sus directivos merecen ingresos más altos. Estos supuestos también dan lugar a un uso erróneo de las patentes, que en las últimas décadas han impedido la innovación en vez de incentivarla, conforme tribunales favorables a protegerlas han ido ampliando excesivamente su alcance, lo cual implica privatizar las herramientas de la investigación, en vez de sólo los resultados finales.

Si estos supuestos fueran ciertos, los incentivos fiscales alentarían un aumento de la inversión empresarial. En cambio, esos incentivos (por ejemplo las rebajas del impuesto de sociedades aprobadas en Estados Unidos en diciembre de 2017) reducen el ingreso del Estado en términos generales, facilitan ganancias récord para las empresas y producen poca inversión privada.

No es sorprendente. En 2011, el empresario Warren Buffett señaló que en realidad el impuesto a las plusvalías no desalienta las inversiones ni reduce la creación de empleo. Según Buffett: “Entre 1980 y 2000 se creó un total neto de 40 millones de puestos de trabajo. Sabemos qué vino después: impuestos más bajos y mucha menos creación de empleo”.

Estas experiencias contradicen las creencias plasmadas por la “Revolución Marginalista” del pensamiento económico, que sustituyó la teoría clásica del valor‑trabajo con la moderna teoría subjetiva del valor basada en los precios de mercado. En síntesis, damos por sentado que toda organización o actividad que reciba un precio genera valor.

Esto refuerza la noción de que los que ganan mucho deben estar creando muchísimo valor (una noción que normaliza la desigualdad). Por eso el director ejecutivo de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, tuvo el descaro de declarar en 2009, sólo un año después de la crisis que su propio banco contribuyó a generar, que sus empleados estaban entre “los más productivos del mundo”. Y es también la razón por la que las farmacéuticas pueden seguir usando la “fijación de precio por valor” para justificar subas astronómicas de los precios de las medicinas, pese a que el gobierno de los Estados Unidos invierte más de 32 000 millones de dólares al año en los eslabones de alto riesgo de la cadena de innovación de la que aquellas medicinas surgen.

Cuando el valor no lo determinan métricas específicas, sino el mecanismo de mercado de la oferta y la demanda, el valor se convierte en algo que “está en los ojos de quien lo mira” y se confunde la renta (el ingreso no ganado) con la ganancia (el ingreso ganado); aumenta la desigualdad; y disminuye la inversión en la economía real. Y cuando la formulación de políticas se guía por posturas ideológicas erradas respecto de la forma en que se crea valor en una economía, el resultado es la adopción de medidas que inadvertidamente recompensan el cortoplacismo y debilitan la innovación.

Una década después de la crisis, subsiste la necesidad de resolver debilidades económicas persistentes. Eso implica, antes que nada, reconocer que el valor es una creación colectiva en la que participan empresas, trabajadores, instituciones públicas estratégicas y organizaciones de la sociedad civil. De la interacción entre estos diversos actores depende no solamente el ritmo del crecimiento económico, sino también que este sea innovador, inclusivo y sostenible. El único modo de poner fin a esta crisis es reconocer que el papel del Estado no es solamente subsanar fallos del mercado cuando se producen, sino también participar activamente en la definición y la creación de los mercados.

Traducción: Esteban Flamini

Septiembre 11, 2018

Project Syndicate

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