Todo apunta a que el nuevo orden mundial no nacerá de un consenso global, sino del entendimiento —o del forcejeo— entre las dos únicas potencias capaces de sostener una hegemonía planetaria: Estados Unidos y China.
El resto de las naciones, incluso aquellas con peso histórico o relevancia regional, parecen condenadas a moverse dentro del campo gravitatorio que marquen esos dos gigantes.
Es un equilibrio frío, semejante al que existió entre el Imperio Romano y los Partos: dos mundos opuestos, cada uno con su cosmovisión y su orgullo, conscientes de que una confrontación total sería suicida. Entre ambos surgían fronteras inestables, guerras indirectas, treguas y pactos tácitos.
Hoy el escenario no es tan distinto. Washington y Pekín se disputan el control de las rutas tecnológicas, financieras y energéticas del planeta, mientras Europa envejece y Rusia se consume en su propio intento de resucitar el pasado. América Latina, por su parte, observa dividida y sin proyecto, como tantas veces en su historia.
El gran desafío para las naciones medianas y pequeñas será no convertirse en satélites, sino aprender a preservar su autonomía moral y estratégica en un mundo que vuelve a fragmentarse.
La historia enseña que, entre imperios enfrentados, solo sobreviven quienes conservan la lucidez de no dejarse arrastrar por ninguno.
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