Pasar al contenido principal

El legado de J. A. Schumpeter

ambiente
Tiempo de lectura: 6 min.

El premio Nobel de Economía, en realidad, premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en Memoria de Alfred Nobel, fue otorgado este año a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, en reconocimiento a sus investigaciones sobre la relación entre crecimiento económico e innovación. El primero, historiador de la economía, explica por qué fue Europa donde pudo desatarse un crecimiento sostenido, nunca experimentado antes en el mundo, conocido como la Revolución Industrial. Permitió que algunos de sus países pudiesen mejorar continuamente las condiciones materiales de vida de su población y convertirse, a la vez, en potencias hegemónicas a nivel mundial. Los otros dos analizaron cómo una dinámica conocida como de “destrucción creativa”, generada por la innovación, está en la base de tan prodigioso crecimiento. Los premiados fundamentan sus hallazgos con una rica base de casos empíricos, que hace de sus estudios referencia obligada para entender el progreso económico durante los últimos siglos y el papel central que ha tenido en él, la innovación. Sin quitarles mérito alguno a estos académicos, es menester señalar que el origen de sus argumentaciones se encuentra, en buena medida, en los aportes teóricos de Joseph Alois Schumpeter, a principios del siglo pasado.

Schumpeter nació en territorio del imperio austrohúngaro en 1883, llegando a ser ministro de finanzas de Austria, luego de la Gran Guerra. En 1911 publica su libro seminal, Teoría del desenvolvimiento económico, en el que argumentó que la innovación es el motor del desarrollo económico. Ubica al empresario como agente de este proceso, pero no en el sentido de quien gerencia o administra un negocio, sino por su acción de emprender un proyecto. Por antonomasia, el empresario es un innovador, desplegando su creatividad para introducir, en un entorno incierto, combinaciones inéditas de factores en la forma de bienes, servicios o procesos novedosos, y/o transformando la gestión del negocio. Si tiene éxito en este empeño, cosecha ganancias extraordinarias –rentas monopólicas—por ser el único proveedor del producto o proceso demandado. Pero los mayores beneficios atraen a competidores, quienes buscan imitar o mejorar la innovación para poder participar, así, en las rentas provenientes del nuevo mercado, y/o introduciendo otra, superior, que la desplace. Fue generando oleadas de mejorías en la atención de necesidades diversas de la población, como en la creación de nuevas apetencias. Marcaron procesos económicos caracterizados más por la ruptura con formas existentes de hacer las cosas, que por su continuidad y equilibrio. Formulación tan audaz tuvo la mala suerte de aparecer en momentos en que las aspiraciones de ciencia de la economía descansaban en la consolidación de un instrumental teórico desarrollado para modelar el comportamiento económico en torno a sus tendencias al equilibrio. Tales teorizaciones de lo que luego se conoció como la escuela austríaca, perfeccionados por el análisis de equilibrio parcial del británico Alfred Marshall, obnubilaron, gracias a su elegancia conceptual, la significativa percepción de que la dinámica económica del capitalismo industrial se resumía más por sus discontinuidades que por sus propiedades de equilibrio.

Hubo que esperar a que, en los años ’50, los adelantos en la contabilización de del crecimiento hechas por Robert Solow (también premio Nóbel) y otros, ubicaran, en lugar central, a la innovación como su motor. En sus cálculos la mayor inversión y/o la incorporación de más mano de obra no explicaban sino una parte reducida del incremento del producto estadunidense registrado durante la primera mitad del siglo. Lo que no explicaba la función de producción clásica, es decir, la causa principal del crecimiento –“la magnitud de nuestra ignorancia”, como la describió Solow—estaba en la mejora en la calidad de los factores productivos, resultado de la innovación y el desarrollo tecnológico.

 En una obra posterior, Capitalismo, Socialismo y Democracia, Schumpeter reconoció que la innovación ya no descansaba preferentemente en la acción de emprendedores individuales, sino en grandes firmas capitalistas, enriquecidas con la explotación exitosa de innovaciones anteriores. Es en este libro donde el autor acuña el término de “destrucción creativa” para explicar la dinámica disruptiva como característica del crecimiento económico. Porque la introducción constante de mejoras, ahora potenciada con el músculo financiero de grandes firmas, crea oportunidades inéditas de negocio que desplazan –destruyen-- actividades económicas existentes que devienen en obsoletas, incapaces de competir con los nuevos adelantos. Salen del mercado. Este incesante proceso de crear y destruir negocios va transformando, así, el “relieve” de la economía, en particular, sus patrones de consumo, producción e inversión, abriendo nuevos horizontes de expansión.

Cabe señalar que esta noción disruptiva del crecimiento, de expansión, por un lado, y de atenuación, por el otro, generado por oleadas de innovación y por sus impactos financieros, le sirvieron también a Schumpeter para formular una singular explicación de los ciclos económicos, tan característicos del crecimiento de los países avanzados. La reconocida economista británico-venezolana, Carlota Pérez, ha elaborada sobre estas ideas desde una perspectiva de largo plazo en su libro, Revoluciones tecnológicas y capital financiero, basándose en los ciclos de Kondratieff, que se ha convertido en referencia de estudio para explicar, entre otras cosas, las crisis de los años noventa del siglo pasado.

En la fase del capitalismo avanzado que estudiaba Schumpeter, las grandes empresas dedican ingentes recursos en investigación y desarrollo con miras a aumentar su control sobre el mercado, introduciendo mejoras en sus procesos y productos, y anticipándose a la posibilidad de que nuevas innovaciones desbanquen su dominio. El autor veía que, tanto a lo interno de la empresa, como por la acción del Estado, cobraba cada vez más fuerza la planificación de la economía a favor de mayor control y previsibilidad. Creyó que ello desembocaría en un socialismo que acabaría con el espíritu emprendedor que había caracterizado al florecimiento del capitalismo industrial, matando la gallina de los huevos de oro. Infortunadamente, estas reflexiones tampoco se debatieron debidamente por aparecer en momentos en que la recientemente presentada Teoría general del empleo, el interés y el dinero, del famoso economista británico, John Maynard Keynes, ocupaba el centro de atención.

La predicción pesimista de Schumpeter, arriba señalada, felizmente no ocurrió. No obstante, puso de relieve una particularidad preocupante del proceso de destrucción creativa, cual es la tendencia de las grandes empresas establecidas a protegerse de eventuales emprendedores que pongan en riesgo su poder de mercado. Los recientemente galardonados Aghion y Howitt han señalado que la fase ascendente del proceso de destrucción creativa que deriva de la irrupción de innovaciones puede verse amenazada por las grandes empresas hegemónicas, interesadas en erigir barreras a la entrada de nuevos competidores en los mercados que dominan. De ahí la importancia de fortalecer un marco institucional que propicie la competencia y favorezca la movilidad de factores y el emprendimiento. Es el reto que enfrentan, hoy, muchos países europeos. En los EE.UU., el peligro podría venir, más bien, desde el otro lado: la consolidación del control de mercado de inmensas corporaciones que dificultan la irrupción de startups –nuevos emprendimientos--, motor que impulsa el proceso de destrucción creativa. ¿Será el caso de los gigantes cibernéticos, Meta, Apple, Google, Microsoft y Amazon?

Pudiera parecer que lo reseñado en estas líneas sea irrelevante para la Venezuela de hoy, sumida en una tragedia mucho más básica a causa del menoscabo de los derechos fundamentales de sus habitantes por parte de quienes ocupan actualmente el poder. No obstante, augurando su pronto desplazamiento en reivindicación de la voluntad mayoritaria expresada al elegir a Edmundo González Urrutia presidente el 28J del año pasado, es menester que un nuevo gobierno, a la vez que atienda las necesidades más urgentes, vaya creando el marco institucional que permita, con el tiempo, reemplazar nuestra dependencia de la renta petrolera –inevitable en el corto plazo cuando todo está destruido—por el emprendimiento y la innovación empresarial como motor de nuestra prosperidad futura. La recuperación de nuestras universidades, proveedora de conocimientos, será imperativa en este empeño. No olvidemos las enseñanzas de J. A. Schumpeter y de sus seguidores.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela 

humgarl@gmail.com