
Para comprender la revuelta populista contra el libre comercio y otros pilares de la ortodoxia económica (revuelta que el presidente estadounidense Donald Trump supo aprovechar muy bien para el logro de sus ambiciones políticas) hay que remontarse al movimiento antiausteridad que siguió a la crisis financiera global de 2008‑09.
Tras la crisis, los opositores a la austeridad empezaron a decir que la «restricción presupuestaria del gobierno» no es tanto una necesidad económica cuanto una maligna creación intelectual que restringe cruelmente las transferencias y gastos sociales. En su opinión, los gobiernos (al menos en las economías avanzadas) pueden casi siempre seguir endeudándose con costos mínimos a largo plazo.
Durante la década de 2010, cuando los tipos de interés (sobre todo para la deuda pública a largo plazo) cayeron a mínimos históricos, el argumento antiausteridad no sólo parecía conveniente desde el punto de vista político, sino también convincente para muchos en el plano intelectual. Incluso cuando el cociente deuda/PIB del gobierno estadounidense aumentó casi un 40% en los años que siguieron a la crisis de 2008, muchos economistas preguntaban qué razones había para no emitir más deuda.
La respuesta era que buena parte de la deuda tenía vencimientos relativamente cortos, lo que dejaba a Estados Unidos muy expuesto a subidas de los tipos de interés. Tras la pandemia de COVID‑19, cuando las tasas volvieron a niveles más normales, el costo del servicio de la deuda estadounidense aumentó a más del doble; y sigue aumentando conforme vencen los bonos más antiguos y deben refinanciarse a tipos más altos. Aunque muchos políticos todavía no entienden las derivaciones, los efectos adversos de una deuda cuantiosa y tipos de interés más altos ya se están materializando.
En Europa el vuelco que se está dando es igual de sorprendente. El canciller alemán Friedrich Merz declaró abiertamente que el Estado de bienestar (al menos en su forma actual) ya no es sostenible. Los países europeos enfrentan crecimiento lento y envejecimiento poblacional, y ahora también deben reforzar el gasto en defensa (una erogación que tal vez no sea muy del agrado del campo antiausteridad, pero que es cada vez más inevitable).
Históricamente, la mayoría de las crisis de deuda e inflación se produjeron cuando gobiernos que podían cumplir el total de sus obligaciones optaron por la inflación o el default. En cuanto los inversores y el común de la gente perciben que un gobierno está dispuesto a recurrir a semejantes medidas heterodoxas, la confianza puede evaporarse mucho antes de que la deuda parezca excesiva, y a las autoridades les quedará poco margen de maniobra.
De modo que aunque el techo teórico para la deuda pública pueda ser muy alto, el límite práctico suele ser mucho más bajo. No implica esto que exista un nivel exacto a partir del cual la deuda se torna insostenible, ya que hay demasiadas variables e incertidumbres en juego. Como Carmen Reinhart y yo señalamos en un artículo de 2010, la dinámica de la deuda se parece al límite de velocidad: conducir más rápido no es garantía de accidente, pero aumenta el riesgo de que se produzca.
Para las economías avanzadas, el peligro real del exceso de deuda no es un derrumbe inminente, sino la pérdida de flexibilidad fiscal. Una deuda excesiva puede tornar a los gobiernos más renuentes a aplicar medidas de estímulo en respuesta a crisis financieras, pandemias o recesiones profundas. Además, la historia muestra que en igualdad de condiciones (posesión de moneda dominante, riqueza y fortaleza institucional), los países con un cociente deuda/ingresos alto tienden a un crecimiento más lento a largo plazo que otras economías similares con bajos niveles de deuda.
Aun así, Reinhart y yo fuimos blanco de duras críticas por un artículo informal de un congreso de 2010 donde examinamos el bien documentado vínculo entre deuda pública elevada y menor crecimiento, sobre la base de una colección recién compilada de datos históricos tomada de nuestro libro de 2009 This Time Is Different. Los ataques se intensificaron en 2013, cuando tres economistas antiausteridad afirmaron que el artículo estaba plagado de errores y que tras corregirlos, los datos mostraban poca evidencia de que el exceso de deuda limitara el crecimiento económico.
En realidad, la crítica dependía en gran medida de citas selectivas y tergiversaciones de barricada. Nuestro artículo contenía un único error (algo habitual en la primera versión de un trabajo informal no sometido a referato), pero nada más. Sobre todo, reconocer que los gobiernos deben prestar atención al endeudamiento no es lo mismo que decir que la austeridad siempre es necesaria. A veces (como sostuve en 2008), un aumento de impuestos o un ligero brote inflacionario pueden ser el mal menor.
La versión oficial completa de nuestro artículo, publicada en 2012 y basada en un conjunto de datos más amplio, no contiene errores y llega a conclusiones casi idénticas (un hecho que el campo antiausteridad sigue sin reconocer). Desde entonces, han aparecido numerosos estudios rigurosos que vincularon una y otra vez el exceso de deuda con menor crecimiento. Aunque la identificación de los canales causales todavía genera discusión entre los economistas, las pruebas son incontrastables.
La confusión puede deberse en gran medida al error común de equiparar deuda con déficit. Aunque el déficit es una herramienta eficaz y absolutamente necesaria en tiempos de crisis, las deudas elevadas heredadas actúan casi siempre como un lastre para el crecimiento y restan espacio de maniobra a los gobiernos.
En los últimos años, el movimiento antiausteridad perdió impulso y credibilidad intelectual, lo que se debe en parte a la inflación pospandémica, pero sobre todo a que los tipos de interés reales al parecer se han normalizado. El resultado ha sido exponer la lógica de «almuerzo gratuito» que subyace a la economía antiausteridad como lo que siempre fue: una peligrosa ilusión.
Traducción: Esteban Flamini
3 de septiembre 2025