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El bloqueo del plato: El hambre como estrategia, la comida como resistencia

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Tiempo de lectura: 2 min.

La comida es un hecho complejo aunque no nos demos cuenta a la primera. Comemos porque el cuerpo necesita alimentarse, nutrientes para funcionar. Lo que comemos depende de nuestra cultura; uno come además lo que le gusta y como le gusta, pero sobre todo lo que considera comida. Por eso en Occidente somos felices comiendo carne de res y para los hindúes las vacas son sagradas. Esta simple divergencia encierra una verdad profunda: la alimentación es el primer y más íntimo territorio de la identidad.

Pero reducir la comida a una mera necesidad biológica o a una preferencia cultural es quedarse en la superficie. Comer es un acto político. Cada bocado es el punto final de una vasta cadena de decisiones económicas, agrícolas y comerciales que benefician a algunos y marginan a otros. La elección de qué cultivar, a qué precio vender, qué productos subsidiar y cuáles gravar con impuestos son actos de poder que terminan en nuestro plato. La comida, así, se convierte en un termómetro infalible de la justicia social de una sociedad.

Y es aquí donde el acto de comer revela su faceta más oscura. Puede ser un acto de guerra y exterminio. Negar la comida desde el Estado es un acto de tortura sistémica y calculada. Eliminar deliberadamente los mecanismos de producción y alimentación, destruir silos, arrasar campos y bloquear la ayuda humanitaria no es un daño colateral; se convierte en un arma de guerra.

La historia nos lo ha demostrado con brutal elocuencia. El Holodomor ucraniano, donde millones perecieron de hambre en los años 30, no fue una hambruna, fue una herramienta de represión política y aniquilación cultural.

Hoy, ante nuestros ojos, se desarrolla una tragedia similar en Gaza, donde el bloqueo alimentario se emplea como castigo colectivo, sumiendo a una población en una crisis humanitaria que evoca los peores fantasmas del pasado. Cuando el hambre se convierte en arma, el acto de comer se transforma en el último bastión de la resistencia.

Frente a esta sombra, la comida recupera su dimensión luminosa. Es el núcleo de lo social, el cemento de las relaciones humanas. Se asocia a las familias, pero también a las amistades; a los momentos de celebración y también a los de tristeza, donde un plato compartido es un consuelo silencioso. Esa comida que llega a nuestra mesa implica un proceso largo y frágil que va desde el que siembra o cría hasta el que cocina y come. Cada eslabón de esa cadena es profundamente importante, una red de interdependencia que a menudo olvidamos en el acto individual de llevar el tenedor a la boca.

Por eso, en las peores crisis, la humanidad ha mostrado su solidaridad a través de la alimentación. Una olla común en un barrio devastado por un terremoto, un banco de alimentos que surge espontáneamente en una crisis económica, o las cocinas comunitarias que se organizan en zonas en conflicto son actos de resiliencia pura. Son la reafirmación de que, frente a la política de la muerte, se alza la política de la vida. Comer se convierte entonces en un acto de resistencia. Es preservar la dignidad, la cultura y la esperanza. Es un “seguimos aquí” pronunciado con cada bocado.

Comer es, en definitiva, un acto complejo. Es biología, cultura, placer, política, poder y resistencia. Recordar esta complejidad es un imperativo ético. Nos obliga a no dar por sentado nuestro plato, a cuestionar el origen de nuestra comida, a denunciar su uso como arma y a celebrar su poder para unirnos. Porque en un mundo donde algunos deciden quién come y quién no, elegir ser solidarios, conscientes y defensores del derecho básico a alimentarnos es, quizás, la revolución más necesaria.

5 de septiembre 2025

https://contrapunto.com/global/medio-oriente/el-bloqueo-del-plato-el-hambre-como-estrategia-la-comida-como-resistencia/